La Época, 6 de enero de 1904

 

LA PRINCESA MATILDE

 

La muerte de la Princesa Matilde Bonaparte, de cuya cabecera no se ha separado en los últimos momentos la Emperatriz Eugenia y que ha recibido cristiana sepultura en el panteón de Saint-Gratien, la residencia cercana a París donde gustaba pasar los veranos, y de la cual tantas referencias se encuentran en el Journal de los Goncourt, ha hecho escribir a los cronistas parisienses muchos interesantes artículos, evocando recuerdos curiosos de aquella simpática Princesa y de su época.

Para Francia, tan amante de sus glorias militares, la Princesa Matilde era una figura importante, por ser representación genuina de la familia Bonaparte, puesto que por sus venas corría la sangre auténtica del gran Emperador, de quien era sobrina carnal.

Como dice un cronista, la Princesa Matilde era el espejo mágico en el cual veía el pueblo francés la figura del Emperador, entre nubes de gloria. Por esto su desaparición, más que acontecimiento mundano, es un suceso histórico.

Aunque de sangre Real, por ser su madre la Princesa Carlota de Wurtemberg, la Princesa Matilde era hija de la Revolución. Ella, tan «napoleónica», tan majestuosa en su apostura y elegancia, era también muy burguesa. Su espíritu podía simbolizar el de la Francia moderna. En su carácter había rasgos de aquel gran desfacedor de Imperios que hacía escribir en Le Moniteur la famosa frase con que demostraba que sólo quería ser hijo de sus obras: «A todos los que pregunten de qué tiempo data la familia Bonaparte puede sencillamente contestárseles que data del 18 Brumario.»

Parecía creada la Princesa Matilde para ser Reina, y reinó, en efecto, en el más hermoso de los imperios. Reinó, con justa soberanía, por el arte, por el ingenio, por la inteligencia y por la elegancia. Durante más de medio siglo ella fue la reguladora de la sociedad francesa. En sus recuerdos, que contaba con tanta gracia, se unían dos grandes épocas que parecían muy lejanas. En sus amistades, sin descontar a Chateaubriand, aunque el recuerdo de éste era muy remoto, se sucedieron tres generaciones de literatos: la de Teófilo Gautier, la de Flaubert, y la de Maupassant y Paul Bourget.

Reunía en su persona todos los dones que Dios concede a la mujer: la belleza, que en la Princesa Matilde conservó la gallardía de las líneas hasta el último momento; el ingenio, la gracia y la bondad. Para sus verdaderos amigos, los escritores y los artistas, eran sus sonrisas más amables. Centenares de hombres ilustres, desde Sainte-Beuve a Bourget, Renan, Taine, Flaubert, Gautier, Dumas hijo, Berthelot, Pasteur, Claudio Bernard, los Goncourt, Giraud, desfilaron por su salón,  todos ellos ensalzaron el genio y la inteligencia de aquella mujer, que con ellos discutía de todo, haciendo valer sus opiniones en las materias más contradictorias y difíciles.

Entre hombres de tan distintas ideas era frecuente también que se discutiera la cuestión religiosa. La Princesa Matilde reservaba entonces sus opiniones, y cuando alguien le preguntaba directamente qué ideas profesaba, solía contestar, con mucha gracia: «Yo soy concordataria

Espíritu francamente liberal, era en arte partidaria de lo clásico, como no podía menos de ser una Bonaparte, y muy exigente. Gustaba de la regularidad de la pureza en el color y en la forma, de la sencillez en el procedimiento y de lo castizo en el estilo.

Artista en todo, éralo también en el vestido, y siempre llamaba la atención por su elegancia. Sus vestidos caían a lo largo de su noble y gallarda figura con elegancias florentinas. Sus corsés no deformaban su cuerpo y hacían resaltar el busto aristocrático y estatuario. En el cuello lucía a menudo el collar de siete hilos de perlas, regalo de Napoleón a su madre. La airosa cabeza llevábala siempre peinada en artísticos bandós.

La Princesa Matilde era tan enemiga de la ociosidad como de la inacción del espíritu. Trabajaba siempre en cosas serias o en cosas fútiles, y jamás permaneció inactiva. Las mañanas las dedicaba al arreglo de su casa, como una buena señora burguesa, poniendo en ello un exquisito gusto. Después, sus lecciones de pintura, con Eugenio Giraud primero, con el delicado Doucet, muerto en pleno apogeo de su talento, después; con Marcel Basdut, más tarde. Luego la música de la cual era apasionada; sus recepciones, sus comidas, sus fiestas...

No poco tiempo invertía también en escribir a sus amigos, con los cuales gustaba estar en constante correspondencia, aunque uno de ellos tenía siempre preferencia, y a él, principalmente, hacía sus consultas y sus confidencias. Cuando surgía algún accidente que lo hiciera necesario o conveniente, la Princesa reclamaba sus cartas. Se cuenta, a propósito de esto, que no le fue muy fácil obtener las que escribió a Sainte-Beuve, aunque las reclamó repetidas veces. Puso pleito la Princesa para recabarlas, pero sin fruto también. Aquellas cartas salieron a la luz en un libro con el títulos Les lettres de la Princesse.

Al ser proclamado Emperador Napoleón III, la princesa Matilde fue a vivir al Eliseo, para hacer los honores en el imperial palacio. De entonces data su gran influencia en las artes, en las letras y en la sociedad francesa. Se habló en aquellos días del probable matrimonio de Napoleón con su prima; pero no se realizó esto, y de aquí pudieron deducir algunos que entre la Emperatriz Eugenia y la Princesa Matilde existieron rivalidades. El tiempo y los sucesos se han encargado de demostrar lo contario, pues entre las dos augustas señoras existieron lazos de afecto.

Las reuniones en casa de la Princesa, que solían celebrarse los miércoles y los domingos, tenían un carácter íntimo y eminentemente literario. Se hablaba de todo, pero, con preferencia, de arte; se hacía música y se daban lecturas. Allí dio a conocer Alejandro Dumas muchos de sus versos. Allí también Lockroy dio la primera lectura de su Henriette Marechal. Las soirées de los miércoles eras las especialmente dedicadas a los escritores.

Como a toda mujer de personalidad eminente, se han atribuido amistades de carácter íntimo a la princesa Matilde: la de Nieuwerkerke y la de Claudio Popelin.

El matrimonio de la Princesa Matilde con el conde Antatolio Demidoff se verificó el 1 de noviembre de 1840. Entonces se trasladó a la Corte de Rusia, donde el Zar Nicolas I la distinguió con gran afecto. Pero aquella unión fue desgraciada, y el Emperador hizo decretar la separación de cuerpos y de bienes, obligándose al Principe Demidoff a pasar una renta de 200.000 rublos a la Princesa. Desde aquella fecha residió constantemente Matilde Bonaparte en París, ciudad que adoraba por su animación y por sus fiestas.

En sus últimos momentos han acompañado a la insigne dama, además de la Emperatriz Eugenia, la Princesa de la Moskowa, nacida Bonaparte, la Princesa Clotilde y los Condes José y Luis Primoli, nitos de la Princesa.

La ceremonia religiosa de administrar el Viático a la Princesa fue muy solemne y conmovedora. A ella asistieron algunos fieles amigos de la Princesa, como Francisco Coppée, el ilustre poeta; el historiador Ernesto Lavisse, la hija de Alejandro Dumas, el barón Brunet, ayudante de campo de Napoleón III, y otros muchos más.

 

 

 

Publicado en La Época, el 6 de enero de 1904

Fuente y Propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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