La Época, 10 de agosto de 1893
 

SÍNTOMAS GRAVES
Crónica Literaria

 

Dos artículos he leído recientemente que, a mi entender, ponen al descubierto una llaga cancerosa de la sociedad francesa. Uno de los susodichos artículos se titula El diablo, y fue escrito hace algún tiempo por Guy de Maupassant. El asunto del cuento es, sobre poco más o menos, como sigue: Un campesino ve que su madre se le muere; pero al mismo tiempo piensa en que tiene que recoger sus mieses. ¿Qué hacer? ¿Abandonar a su madre, o atender a su hacienda? Tal es el grave conflicto que se le presenta al bueno del aldeano. Al cabo de largas meditaciones, se le ocurre una solución: llamar a una amortajadora del lugar, y confiarle el cuidado de la enferma. Tras de mucho regateo, la mujer se compromete a asistir a la vieja por la cantidad de seis francos; si ésta se muere pronto, tanto mejor para la asistenta: en unas cuantas horas habrá ganado el dinero convenido; si, por el contrario, la agonía se prolonga, perderá tiempo, y, por consiguiente, disminuirá la ganancia. En todo caso, se trata de un negocio que, como siempre ocurre, tiene inconvenientes y ventajas.

Cerrado el trato, la amortajadora se instala a la cabecera de la enferma, haciendo votos, como es consiguiente, porque la pobre vieja despene cuanto antes. Pero contra lo previsto, la agonía se prolonga horas y horas, y pasa un día, y una noche, y la moribunda no da señales de morir. Entonces se le ocurre a la asistenta una idea peregrina. Acércase a la vieja y le pregunta:

–¿Ha visto usted al diablo?

–No, –contesta la enferma.

–Pues el diablo – replica la comadre – se presenta siempre a los enfermos antes de morir. Yo he sido testigo de ello muchas veces.

Y dicho esto, la ingeniosa asistenta entra en la cocina, envuélvese en un trapo, pónese sobre la cabeza unas trébedes, empuña un bieldo, y aparece con gran estrépito en la alcoba. La enferma espantada, incorpórase, cree ver al diablo, y cae muerta del susto... Los seis francos están ganados, y la mies del labriego puesta a buen recaudo.

El otro cuento es todavía más horrible; lo firma Nirveau y se titula Las bocas inútiles.

El tío Francisco tiene setenta años y no puede trabajar. Su mujer, con una lógica desoladora que hasta a su propio marido convence, dice al anciano: «El que no trabaja no come. Trabajaste, comiste; no trabajas, no comes.» El tío Francisco, persuadido de la exactitud del razonamiento, se va a su zaquizamí, se tiende en su lecho, y se muere tranquilamente de hambre.

Si estos relatos de los dos célebres escritores no tuviesen más significación que la de hechos aislados, su importancia sería escasa. En todos los tiempos y en todos los países ha habido y hay monstruos, y, por consiguiente, injusto sería atribuir a Francia un mal que es inherente a la condición humana. Pero es el caso que no se trata de singulares aberraciones. Tanto Maupassant como Nirveau, del mismo modo que Zola en La Terre, se proponen pintar un aspecto del pueblo francés de los campos. A creerlos, el campesino de la nación  vecina es un malvado, presa de la codicia, a la cual sacrifica los sentimientos más nobles del corazón y los más santos afectos del alma. Para él no existe el amor que agrupa a los miembros de una misma familia como en apretado abrazo; entre el esposo y la esposa, entre los hijos y el padre, no hay más vínculos que los del interés. La abnegación, y con ella todas las santas virtudes del hogar, ha huido de las familias campesinas; el labriego es siempre el siervo de la gleba; su único afecto es el campo que labra, la simiente que arroja al surco, y la mies que recoge... El síntoma no es nuevo: en una novela de Stendhal recuerdo haber leído que un padre campesino, cuyo hijo ha perecido en el cadalso, enseña a sus convecinos el dinero heredado del reo, como diciéndoles: «A este precio, bien puede uno alegarse de que le guillotinen a los hijos.»

Muchos horrores ha producido la ley terrible de la lucha por la existencia: en las selvas los hombres de han despedazado por arrancarse la presa ensangrentada; en los salones, la misma lucha subsiste, aunque hipócritamente disfrazada bajo las apariencias de una atildada corrección; pero justo es convenir en que jamás se ha visto el eterno combate bajo la forma de esta fría codicia que denuncia la literatura francesa.

El tremendo episodio del conde Ugolino, buscando a tientas los cadáveres de sus hijos para comer de su carne, es menos repugnante que la muerte del tío Franciso, condenado a morir como bestia inútil, porque le faltan las fuerzas para trabajar.

Triste, tristísimo síntoma es este de la sordidez venal. Poco puede esperarse de un pueblo para quien el interés está sobre toda otra consideración. ¿Quién no recuerda lo que ocurrió en Francia, cuando la invasión de los prusianos? Zola, en la Débâcle, pinta con sombríos colores las consecuencias del egoísmo del pueblo francés, aquellos paisanos enloquecidos que huyen con sus muebles y ganados, «levantando el polvo de las antiguas emigraciones», aquellos propietarios que niegan el pan a los soldados franceses, aquellos habitantes de Sedan que lloran como humildes hembras ante el peligro de que padezcan sus fábricas o sus casas, son elocuentes pruebas de esa llaga tan grande y tan dolorosa que ulcera el cuerpo de la población rural de Francia. ¿Qué podrá importar la patria, que, en último extremo, no es más que una prolongación de la familia, para el que no siente el afecto del hogar?

Los que dejan morir abandonada a su madre o de hambre al esposo o al padre por temor a perder unos cuantos céntimos, ¿sacrificarán su hacienda por salvar la independencia de su país? ¿No aceptarán las más vergonzosas imposiciones, a trueco de no renunciar a sus comodidades, a sus fincas, a su dinero?

Sólo hace grandes a las naciones el sublime no importa. Cuando Zaragoza era destruida por las bombas francesas, y Gerona era un montón de escombros, no pensaban nuestros abuelos en sus fincas, en sus olivares talados, en sus mieses incendiadas. ¡No importa! era su grito, y en aras de la patria se sacrificaba, no sólo la vida, sino la hacienda.

Por fortuna para España no ha hecho presa todavía en nuestros campos ni en nuestras aldeas ese terrible cáncer del utilitarismo. El abuelo es todavía el patriarca del hogar, y cuando sus manos callosas no pueden empuñar la esteva, sus hijos y sus nietos trabajan para que al anciano no le falte el sustento, y, si es posible, la comodidad en los últimos días de su existencia. No es todavía en las aldeas españolas la familia una sociedad utilitaria, es una institución fundada en los principios religiosos, y el esposo y la esposa saben que se deben amar hasta el sacrificio, y el hijo ve en su padre la imagen de Dios, y el padre ve en el hijo el continuador de su vida.

Desgraciados de nosotros si estas nobles costumbres se borrasen. Entonces, aunque la civilización hubiese aumentado hasta el grado que han conseguido los franceses; aunque no hubiera aldea por donde no pasase un ferrocarril, ni villa en donde no hubiese un Banco agrícola, ni ciudad en donde no imperase la higiene, aunque la administración pública fuese una maravilla, y la Policía un prodigio, y los gobernantes unos Salomones, aunque todo esto y mucho más aconteciese, sería preferible emigrar a cualquier país atrasado, donde se rindiese culto a la familia, y donde el hogar fuese, no una agrupación de mezquinos explotadores del mutuo trabajo, sino centro de amor y de recíprocos sacrificios.

 

ZEDA

 

Publicado en La Época el 10 de agosto de 1893

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional

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