La Época, 12 de julio de 1893
 

LA MUERTE DE MAUPASSANT

 

Ayer, cuando el último resplandor de los incendios de la revolución de la «hoja de parra» (como se ha convenido en llamar al motín bizantino de estos días), se desvanecía lentamente en el azul cielo; cuando los últimos aullidos de la canalla se perdían en las solitarias encrucijadas de Montmartre, en una casa pequeña, rodeada de flores y medio envuelta en cortinas de árboles, desarrollábase una escena sencilla, natural, pero imponente.

Los que habitualmente pasan por aquel lugar solitario, vieron la casa, como de costumbre, con sus ventanas cerradas, sus puertas ocultas tras la verde enredadera; no podían sospechar lo que estaba ocurriendo dentro. A lo más se extrañarían de no ver al jardinero regar las flores y de no ver tampoco al «escritor loco» pasear por los macizos del jardín apoyado en su fiel servidor. El pobre escritor loco agonizaba en aquellos momentos: sus ojos iban cerrándose poco a poco en la noche de lo eterno. Unos minutos después moría. Muerte prosaica, muerte estúpida, muerte de la carne, pues que el espíritu, la brillante llama de la inteligencia, habían volado muchos meses antes del pobre imbécil moribundo. Este no era otro que Guy de Maupassant.

Se ha hecho ya un lugar común hablar de su locura, escribir frases más o menos retumbantes y huecas acerca del neurisma, de los nervios, del contraste dramático entre su talento y su imbecilidad, de su sol y de su ocaso. Los escritores fúnebres han podido derramar estos días, lo mismo en España que en Francia, sus más o menos sinceras lágrimas sobre las cuartillas, y aun lanzan al aire quejumbrosas ayes a tanto la línea. La literatura de ciprés y sauce llorón ha estado de enhorabuena.

No es ya hora de frases, de esas frases vulgares, verdaderas blasfemias que acompañan a todo hombre célebre a su tumba como un coro de insultos. Maupassant, todo honradez, todo modestia, rechazaría indignado esas pompas fúnebres, esas coronas tejidas por los señores de la Funeraria de las letras.

Hay escenas tan solemnes y grandes de suyo, que querer pintarlas es profanación. La muerte de Maupassant, precedida de una agonía de cerca de dos años, desde que intentó suicidarse en Niza, es una página dolorosa de la historia literaria moderna que no puede leerse sin horror. No es la muerte hermosa de Mozart oyendo el Requiem y contemplando el cielo cara a cara; no es la muerte de Goethe pidiendo luz y horizontes eternos; es la muerte del guiñapo humano, el entierro de un despojo sin vida.

Cuando los literatos, pintores y escultores quieran reproducir la muerte del gran Brantome pesimista, les será difícil, imposible, trazar una página poética; dar luz a los ojos sin expresión del pobre escritor, interés teatral a esta escena lúgubre que se ha desarrollado en una Casa de Salud, entre un loquero, un médico, un criado y un imbécil agonizante...

Hay un solo hecho que hace pensar un poco. Mientras Maupassant moría, las calles de París se ensangrentaban a consecuencia de la batalla horrible sostenida entre el ejército defensor de las piernas al aire y las medias negras, y el ejercito de la hoja de parra. Medio París se sublevaba para defender a las descocadas protagonistas de la Maison Tellier. Si Maupassant hubiera conservado un poco de razón y hubiera preguntado:

–¿Qué son esos incendios y esos gritos?

–Son– le hubieran respondido los revolucionarios del amor femenino.

Y hubiera muerto, no sé si tranquilo e intranquilo, el gran feminista, al ver como el espíritu francés, alegre, descocado, llenaba de barricadas y de rojas llamas las calles por defender lo que el gran escritor escribió en su bandera: El buen humor.

BRANTOME.

 

Publicado en La Época el 12 de julio de 1893.

Propiedad y fuente: Hemeroteca Nacional.

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant