La Época, 16 de julio de 1893
 

GUY DE MAUPASSANT

Retratos contemporáneos

 

Cada noticia que se recibía sobre el invencible desarrollo de la terrible enfermedad que aquejaba a este escritor francés, honra de las letras contemporáneas, era más triste, más desconsoladora.

Primero el furor, luego la parálisis, al fin la muerte.

Maupassant ya no vivía en sus libros.

¡Sus libros! Digamos mejor: su alma, su corazón, su vida. No son páginas, las suyas, escritas por sola ambición artística, por trato ensueño ilusorio. Son, además de esto, mucho más.

Ha habido escritores que vertieron en su tintero lágrimas y sangre.

Maupassant puso sobre sus cuartillas jirones de su cerebro, pedazos de sus entrañas. Ha sido el pelícano que alimenta con sus venas a sus hijos. Y sabido es que los hijos de la fantasía son muy voraces. Día y noche están pidiendo sustento.

No era, no, Maupassant un autor insensible. La decantada «impersonalidad naturalista, en él sólo era aparente... Un refinamiento de maestro... Vivió sus novelas y sus cuentos, como Byron sus poemas.

¿Causas de su locura?

El excesivo trabajo, la producción cotidiana, la tirantez de los nervios mantenidos en alerta perpetua, merced a los excitantes alcohólicos.

Nota característica del tiempo. El siglo agoniza. Todos los ideales, todas las energías, todos los resortes que impulsaron su marcha triunfal, parecen concluir con él. Todo está gastado. El artista camina a tientas, sin ningún asidero seguro. Y si un ingenio quiere volar, necesita buscarse alas artificiales.

Guy de Maupassant, que aun era joven (cuarenta y tres años), y escribió mucho y bueno, sintió quizá impaciencia porque la mano de los años, el hermoso sol de la vida maduraran con sabia lentitud los frutos. Entonces ¿qué hizo? Abandonó su campo con productos de la Química. Y, en efecto, adelantó su cosecha.

¡Qué jardín tan frondoso, tan exquisito, tan original, el de sus obras!

Pero aquellas brillantísimas flores; aquellos lagos de sombrío azul, aquella atmósfera en que respiraban seres de complicadísima estructura, todo estaba envenenado.

¡Ah, miseria!

Apartemos la vista de la negra suerte del autor, y fijémonos los ojos en el peregrino espectáculo de sus obras.

 

Fue poeta lírico, novelita, cuentista y autor dramático.

Su estancia en el mundo encantado de las Musas, transcurrió brevemente. Maupassant no hizo más que pasar, allá, en el alboreo de su carrera. En el teatro sólo acababa de poner el pie. En la novela, en el cuento, es donde estableció su campamento, libró sus batallas, y recogió sus mejores laureles.

Pero no he  de ser yo quien juzgue ahora a Maupassant. Voy a dejar la palabra a sus más ilustres compatriotas.

Para Edmundo de Goncourt, la cualidad maestra de Maupassant es haber sido un verdadero, un sincero amador de la mujer, y por lo mismo pudo tratar del amor con conocimiento práctico, con una autoridad de que suele carecer la mayoría de los novelistas contemporáneos.

El retrato que de Maupassant traza Alfonso Daudet, es muy curioso.

Por espacio de un año o dos, el insigne autor de Shapo se encontraba a Maupassant todos los domingos en las matinées de Gustavo Flaubert. Maupassant era sobrino del creador de Madame Bovary. Su tío le adoraba. El arisco Flaubert tenía para Maupassant sonrisas y miradas de cariñoso padre.

Hacia la misma época, Maupassant, aun desconocido, visitaba a un coronel retirado, vecino de casa de Daudet. De paso veía a éste, llevándole siempre un cuento o novelilla para que Daudet la hiciera publicar en cualquier parte.

Pero ni en aquellas páginas de un escritor que llegaría a ser grande, ni en su conversación, ni en su fisonomía, ni en sus ademanes, ni en dada, Daudet advirtió entonces la potente máquina humana que existía en Maupassant.

Sólo los ojos le inquietaban a veces. Eran unos ojos sin mirada, cerrados, resbaladizos, impenetrables. Ojos de ágata que absorbían la luz sin devolverla.

Aparte de esto, el rostro más ordinario.

A Daudet se le pasaban unas ganas terribles de decirle a Maupassant siempre lo que veía:

–Deje usted la pluma. Nunca podrá usted ser escritor.

Sin embargo, la crítica y el público han manifestado posteriormente que lo era, y de raza.

Anatolio France tiene para él frases laudatorias. Admira en Maupassant la seguridad de un talento, que se posee. Fuerza, flexibilidad, medida, nada faltó a este narrador robusto y natural. Era uno de los Príncipes del cuento en esa tierra de Francia en que el arte de contar se ha transmitido al través de las edades. Sólo se advierte en Maupassant un baño de melancolía, aun en medio de su alegría ruda,  y a veces un poco brutal.

Otro crítico, Jules Lemaitre, le juzga magistralmente.

No vacila en llamar a Maupassant un Zola sobrio y jocoso, un Flaubert fácil  y suelto, Un Paul de Kock artista y misántropo.

Sus narraciones expresan la filosofía más sencilla, más directa y más negativa. A decir verdad, es nihilismo puro. Aquí reside la fuente fría, secreta y profunda de donde sacan su acre sabor todos sus cuentos.

Las novelas de Maupassant interesan y conmueven como la realidad, y de la misma manera. Por eso ofrecen poca presa a la charlatanería de la crítica. Bourget, en cambio, está lleno de intenciones y de cariños. Ningún novelista transforma más por completo como Bourget, la materia primera de sus narraciones. A cualquier detalle de sus libros añade su ingenio. Se toma un trabajo terrible; se fatiga, se exaspera. Por eso excita a pensar, y por eso se puede discutir sobre sus obras indefinidamente.

Pero, ¿qué puede decirse de Maupassant, de ese narrador atlético y sin defectos, que narra tan fácilmente como se respira, y que hace obras maestras con igual espontaneidad que los manzanos de sus país dan manzanas?

Por último, Zola declara que Maupassant es de la familia de los fuertes, de los claros, de los naturales, que tan del gusto son del pontífice del naturalismo.

El éxito, tan grande y tan rápido, de Maupassant, procedió de que este autor traía en su pluma lo mejor del genio francés: la nitidez de la observación y la salud del estilo. Podrá haber artistas más penetrantes que él; pero según Zola, no se conoce narrador más sólido y completo.

Tal es la opinión de los literatos maestros sobre Maupassant. Este, según tan autorizados juicios, resulta un gigante.

Mas no parece tan grande a las escuelas novísimas. Para ellas Maupassant es un autor de ferrocarril, y sus libros propios de una biblioteca de viaje.

 

Nada hacía presumir que la vida de Maupassant tuviera un fin desastroso.

Llevaba una existencia byroniana. Paseos por el mar, fiestas campestres, aventuras de amor. Tenía un cómodo y lujoso barco: Bel-Ami; tenía una preciosa quinta de recreo: La Guillette; tenía amadas: los modelos de las heroínas de sus novelas y cuentos.

Cualquiera diría que era un hombre feliz. Gloria, dinero, mujeres. Con muchísimo menos se contentarían los escritores españoles.

Según uno de sus íntimos, Camilo Oudinot, no era Maupassant refractario a los solaces de la amistad ni a las sugestiones del amor, a pesar del pesimismo de sus escritos. ¿Provenía su hastío  XE "Flaubert, Gustave" «literario» de la exuberancia plácida de su vida? No sería el primer caso.

Ya en Byron, rico y glorioso, hallamos el mismo contraste. No es de esta ocasión el paralelo entre Byron y Maupassant. Lo que sí no dejaremos de apuntar es que los escritores afortunados, en esta edad, son amarguísimos, y entusiastas los desgraciados.

Oudinot refiere que Maupassant era divertidísimo en su trato familiar. No abría su corazón a todos. Esperaba que llegasen a él. Y una vez examinado y aprobado el nuevo amigo, se entregaba a él como un niño.

No era entonces avaro guardador del misterio de sus trabajos. Todos sus escritos, parte por parte, han sido leídos en un círculo amistoso. Muchas veces no leía, sino narraba su obra futura. Y escucharle era como oír una novela hablada. Poseía una elocuencia encantadora; así es que siempre recibía aplausos. Pero su orgullo, pasión que despuntaba en él aun en medio de sus mayores franquezas, hubiérase lastimado al menor fruncimiento de cejas del mejor de sus amigos.

Era orgulloso hasta en amor. Nunca se adelantó en sus relaciones con las mujeres. Siempre aguardaba que se declarasen. Y aun así y todo, solía portarse con irritante parsimonia.

Recuérdase una aventura amorosa que le proporcionó su fama.

Recibió un día en casa de su editor Ollendorf un paquete y una carta, dirigidos desde Inglaterra. El paquete contenía un cojín de seda, bordado de oro, y exhalando un perfume delicioso, desconocido. Al desdoblarlo se descubrió una adorable fotografía de mujer, joven y guapísima.

La carta, que tenía impreso un timbre heráldico, estaba escrita por el padre de la joven, propietario de riquísimas haciendas. Le rogaba a Maupassant que se dignase a pasar algunas semanas en sus posesiones y tendría ocasión de ver a su hija, que era frenética admiradora del escritor. Profesaba la joven tal entusiasmo por Maupassant, que ya no alimentaba más que una esperanza: conocer a su autor favorito.

Pues bien, Maupassant, aunque halagado en su amor propio, desidioso e incrédulo en todo, no acudió a la cita.

Ya se conoce que el bueno de Maupassant era normando. Un español no hubiera dejado fea a la bellísima y espiritualísima inglesita.

 

Maupassant es conocido entre nosotros por sus cuentos y sus novelas, traducidos casi todos. Pero no lo es tanto por sus versos. Perdonad si hemos invertido los siguientes al castellano con toda la fidelidad compatible con el consonante, ese hijo bastardo de la idea.

He aquí la poesía:

 

PASEO DE AMANTES

 

Al cielo azul la tierra sonreía;

y de la hierba el manto

de gotas de rocío aun se cubría.

Todo era dulce canto

allá, en el mundo, y en el alma mía.

Solo un mirlo burlón, entre el ramaje,

porfiado silbaba.

¿Reíase? No sé si era un ultraje...

Tu familia me odiaba.

Mas nunca del rencor supe el lenguaje.

Tú a mi lado, con paso blando y lento,

ibas cogiendo flores;

perseguíate yo, falto de aliento,

y allí, entre mil olores,

a tus pies, sobre el musgo tomé asiento.

–¿No ves – dijiste – la colina aquella

que cubren velos rojos,

y en el césped, de ninfas la áurea huella?

Mas no vieron mis ojos

sino que tú eras joven y eras bella.

Tu voz cantó después: ¡grato reclamo!

–Cortemos el paseo –

ordenaste; y sumiso, como a un amo,

yo cumplí tu deseo.

Mi dios fue siempre la mujer que amo.

Un olmo, el vendaval, sobre el camino

atravesado había.

Alzándolo, cual bóveda lo inclino;

y, loca de alegría,

pasas por bajo, con tu andar divino.

Por inefable sensación, que enerva,

mudos, enajenados,

de poder misterioso el alma sierva;

con los ojos clavados

en nuestros pies, mojados por la hierba;

proseguimos entrambos la jornada,

vagabundos, sin pista,

hasta que al fin, cruzando una mirada,

ya turbia nuestra vista,

hablamos mucho sin decirnos nada.

 

Escritor de tan privilegiadas facultades, ha muerto como los héroes de la antigua Grecia: en plena juventud y en plena gloria. Pero, ha muerto, además, martirizado; martirizado por los dardos abrasadores de la locura.

¡Doble prestigio!

Ha ceñido a sus sienes el laurel y las espinas.

 

JOSÉ DE SILES

  

Publicado en La Época el 16 de julio de 1893

Propiedad y fuente: Hemeroteca Nacional.

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/