La Época, 17 de abril de 1933

 

OTRA VEZ GUY DE MAUPASSANT

 

Al conjuro de unas cartas la evocación del escritor francés surge en uno de sus aspectos más interesantes: Maupassant viajero.

Pero viajero como él lo fue, no de ciudades, museos y monumentos, sino buscador de cielos, aires, luces y caracteres... Es decir, indagador de ambientes.

Espíritu ávido de emoción natural, mira lo humano desde lejos y se aproxima a la naturaleza para acercarse a la verdad y por eso en «La vida errante» y «En el mar», sus dos obras de viajes, más que descripciones aisladas de lo que en el terreno del Arte pudiera interesar de las ciudades que visita, nos transmite en certero conjunto todo lo que merece resaltarse para particularizar y hacer inconfundible la impresión.

De la forma que un maestro impresionista nos hubiera dado en pintura la visión de la costa italiana vista desde el mar, nos la describe, en esas obras, en trozos admirables de sabias pinceladas que se traducen en una rica variedad de espléndidos matices.

Una bien lograda diafanidad circula por todos estos párrafos escritos con la fórmula de los grandes maestros, de con muy poco hacer mucho. Cualquier estado de la naturaleza con toda su complejidad pasa a las páginas en la simplicidad de unas pocas líneas que fijan el sentido de la oración.

El paisaje se refleja en un ambiente luminoso del que son integrantes, y entre sí complementarios, el cielo, la atmósfera, el aire... Y en esta sinfonía de colores, sabores y sonidos, se recuerda el verso misterioso de Baudelaire

 

Les parfums, les couleurs et le son se répondent.

 

Precisamente su oportunidad consiste en escribir «d’après nature», de decir, con la emoción recibida y no forzando a la imaginación a recordar algo que se vio, cuando no a crear.

Hechas de espaldas al Baedeker, la retina del escritor naturalista no habría de ir con el prejuicio de separar lo que el paisaje presenta unido, con el de ver límites, ciudades en el conjunto compacto del horizonte.

Como nuestro Goya, pudo decir: «En la naturaleza no veo líneas, sino masas.»

Y he aquí lo que hizo Guy de Maupassant, dar la masa y el conjunto, despreciar la línea, el detalle.

El cansancio, el aburrimiento, el tedio son personajes que intervienen en su producción, como la lluvia en las novelas francesas del diecinueve, para impregnarla de una laxitud y un «spleen» que las entona en un sentido elegante.

Los vocablos de significado limpio, no dejan lugar a dudas en su interpretación, y su sencillez, estilizada y fina, equilibra la armonía de su colocación haciendo amena la lectura.

 

***

 

Dentro de la literatura naturalista, Maupassant representa en cierto sentido una tendencia distinta, nacida del modo de observar. La minuciosidad conque otros escritores describen, conviértese al salir de su pluma, en fórmulas escuetas y sencillas que tienen su razón de ser en mirar las cosas desde el punto de vista característico y peculiar de ellas; hace resaltar éste, y la impresión adquiere una singularidad que la hace inconfundible.

Con un sentido pesimista de la vida que le llevó a la desesperación y finalmente a la locura, no es de extrañar que en sus obras dé preferencia a los momentos de la vida que pueden presentar este aspecto, que los trate con frecuente predilección y sin aminoramientos en su crudeza y realismo.

A él, como a todos los escritores naturalistas, los espíritus poco amplios le acusan del acentuado realismo de sus descripciones, que muchas veces le lleva a detenerse y acariciar escenas que se les antojan desagradables, sin tener en cuenta que el Arte también campea por ellas.

Decía Santa Teresa de Jesús que hasta entre los pucheros está Dios, y he aquí una norma que se puede convertir para la estética: encontrar por doquier el arte y la belleza.

Depende de la forma de mirar y de sentir de que nos habla Taine.

Nos ratifica lo anteriormente dicho, la forma de ver la muerte, en el sentido más amplio de la palabra, en una de sus más celebradas obras – «En el mar»–, y la manera de sentirla otro gran escritor, Jorge de Rodenbach, el celebrado autor de «Brujas, la ciudad de las aguas muertas».

Son descripciones antagónicas debidas a dos grandes espíritus.

En Maupassant la muerte, «esa forma asquerosa, sin nombre, espantable, la que acecha la vida de los hombres y los mata, los roe, los aplasta, los ahoga; la golosa de sangre encarnada, de ojos encendidos por la calentura, de arrugas y ajamientos, de canas y descomposición», entra en una choza de gente humilde. El padre y el hijo murieron hace unos días, y la madre y la hija, presas de la misma enfermedad van a acompañarlos pronto. Se encuentran solas en mitad del campo, sin tener nada que beber, hipando, sofocándose, agonizando... y tendidas en un camastro de paja, en una habitación húmeda con un fuerte olor de fiebre y de hospital.

La muerte les sorprende con el cuerpo sucio, mal abrigado, entre un fuerte hedor.»

La descripción es de una fuerza inigualable, y la escena de un horror difícilmente superable, están hechas con admirable maestría.

Y frente a esta muerta la que nos cuenta Rodenbach, surge con pureza de lirio.

«Cuando todavía las gasas del vestido de primera comunión cubren el cuerpo de la niña, su corazón deja de latir. Un aroma delicado y sentimental perfuma la escena. Su cuerpo huele a azucenas y la sonrisa a medio dibujar le da un aspecto risueño cual si estuviere soñando. El patetismo es dulce y sedante, todo gris y melancólico.»

He aquí dos descripciones dispares y antagónicas de una belleza distinta, y en las dos el Arte ha sembrado su emoción.

 

***

 

Gran cantador de soledades este Maupassant viajero, descontento, cansado y aburrido.

Tardieu, en su completo estudio «El aburrimiento», le clasifica certeramente, entre los agotados mentales. Convertido en un impresionable sobreexcitado se cansa pronto de la vida, no sabiendo nunca en encontrar el velo idealista que la tinta en un sentido agradable.

Por el contrario, con delectación insiste sobre la monotonía y repetición de todo lo que le rodea, y dice:

«Otros hombres, recorriendo con rápido pensamiento el círculo estrecho de las satisfacciones posibles, quedan aterrados ante el vació de la felicidad, la monotonía y la pobreza de las alegrías terrenales. En cuanto llegan a los treinta años, todo ha concluido para ellos. ¿Qué esperarían? Nada les distrae; han dado vuelta a todos nuestros placeres. Felices los que no conocen el descorazonamiento abominable de las mismas acciones siempre repetidas; felices los que tienen el valor de reanudar cada día las mismas labores, con los mismos gestos, alrededor de los mismos muebles, ante el mismo horizonte, bajo el mismo celo, de salir por las mismas calles donde se encuentran las mismas caras y los mismos animales. Felices los que no perciben con inmenso disgusto que nada cambia, que nada ocurre y que todo cansa.

¿Es de extrañar, pues, de que en él naciera esa frase borracha de sangre y de escalofrío: «me mataría por una broma»?

Fue un espíritu para el que nunca existió la emoción y la ansiedad, siempre adivina porque todo se repite, y entonces, en este estado, surge en él, el deseo de crear el artificio, de sentir en sus entrañas el latigazo de la pasión, de que en ritmo pausado y lento de la vida aceleró su marcha para mirar sin ver y escuchar sin oír, de que las sensaciones le rocen sin casi sentirlas, de que la serenidad imperturbable del instante sea quebrada en las facetas de lo exótico, y ante la droga, como único medio para conseguir todo esto, cede Maupassant, con el pensamiento de vencer, por unos momentos, la desesperación, el fastidio, la laxitud que se han apoderado de su ser, y entonces su alma se escurre en un suelo huidizo y débil, y su espíritu en este viaje a lo desconocido, ha de sentir, empapado de emoción, el vértigo de lo imprevisto...

 

****

 

Leemos hoy estas cartas, a cuya evocación han nacido las anteriores líneas, en las que Maupassant habla de su pasión favorita, quizás la única que tuvo: los viajes.

Se habla también en ellas de adquisición de yolas, balandros, de excursiones proyectadas, es decir, de lo que fue su vida, esa vida en el mar, siempre en pequeñas embarcaciones de procedimientos basados en colaboración con los elementos naturales, sintiendo muy de cerca el agua, sabiendo y saboreando sus movimientos, oliéndola...

En la colección de autógrafos de don Claudio Rodríguez Porrero, donde han encontrado estuche elegante y digno, apropiado a su valor, innumerables autógrafos de suprema importancia para la Historia y la Literatura, se conservan hoy estas cartas, cuyas letras descoloridas y pálidas tienen la marfileña lividez de un desmayo sentimental de las horas que murieron...

 

MARIANO RODRIGUEZ DE RIVAS.

 

 

Publicado en La Época, 17 de abril de 1933

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J. M. Ramos para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant