La Época, 18 de agosto de 1892
 

GUY DE MAUPASSANT

CRÓNICAS LITERARIAS

 

Hace treinta años que una de las figuras de más relieve del presente siglo, el Príncipe de Bismarck, escribía: «Nada hay aquí abajo que no sea cuestión de tiempo. Pueblos y hombres, locura y sabiduría, guerra y paz, todo viene y se va como las olas que rizan la superficie de las aguas: sólo el mar queda. No hay en la tierra más que hipocresía e inestabilidad». Hoy, el gran patriota que realizó la unida alemana, base del ejército que llegó triunfante ante las murallas de París, meditará seguramente con tristeza, a la sombra de los árboles de su parque de Friedrichsruhe, sobre la verdad filosófica que encierran aquellas palabras.

El genio tiene también su ocaso, y los resplandores de gloria que lo circundan con su aureola los oscurecen las ingratitudes de los hombres y de los pueblos, o la implacable naturaleza con un velo misterioso. La ancianidad hace temblar al guerrero, debilita la musa del poeta, y el artista viejo se prosterna ante sus obras, vertiendo lágrimas de impotencia al considerar la pérdida de su facultad creadora, envuelta en los jirones de gloria del pasado. Entonces el pensamiento se abisma en los recuerdos de los triunfos conseguidos, que producen en el alma esa dulce melancolía de la dicha que huye y que es como el postrer ensueño de la vida.

Pero hay algo más triste que estas ruinas humanas que, bajo la nieve de los años, guardan el tesoro inapreciable de los felices recuerdos.

La vejez es ley fatal de la naturaleza, y ni aun las almas que son siempre jóvenes pueden impedir que el cuerpo pierda la energía física, debilitándose por momentos hasta caer en el estado de postración que precede a la inmovilidad eterna: la voz misteriosa que en los días de la juventud parece gritar en los oídos del hombre «¡anda!», voz que empuja a la humanidad hacia lo desconocido, pierde con el tiempo su sonoridad y llega un instante en que dice lúgubremente «¡hasta aquí!» Ya las fuerzas se extinguen, y el espíritu, cansado en la lucha constante, busca el reposo, como las gaviota rendidas, después de un largo vuelo por la superficie azulada del mar, se posan en los torreones de la costa. Mas hay algunos que en el fragor del combate, cuando luchan con más fe y entusiasmo y oyen en sus oídos la voz que les repite «¡anda!», caen heridos por la invisible mano del destino, precisamente en los momentos en que se consideraban más fuertes para luchar.

¡Pobre Guy de Maupassant! Su inteligencia se ha eclipsado repentinamente, cuando fulguraba con más brillantes resplandores, como al sol de fuego del estío ocultan, con sus velos grises, nubes de tempestad. Su espíritu se ha desplomado desde las elevadas regiones del arte para caer en el abismo de la imbecilidad eterna: su alma de artista, que se estremecía como sensitiva al experimentar la influencia de lo bello, duerme con el sueño pesado que la ciencia no puede interrumpir, y pudiera decirse, como Barbey d’Aurevilly de la condesa Iseult de Scudemor, que es un corazón muerto en un cuerpo vivo.

La naturaleza, que no respeta al genio, muestra a veces crueldades inexplicables. Este aliento de vida que anima la sombra de Guy de Maupassant es más terrible que la inmovilidad silenciosa de la muerte, y habla al alma con triste elocuencia. El novelista, el poeta, que hizo la vida del espíritu y que sintió el arte haciéndolo sentir, es hoy un ser que no razona, entre los que Krafft-Ebing, Griesinger, Spitzka o Hammond estudiaron para sus clasificaciones de dementes.

El genio oscurece como se extingue una lámpara; que las glorias de la vida son, según dice Campoamor, humo; y gloria, amor, dicha, todo se quiebra como las delgadas aristas del cristal, o se desvanece en el mundo de los recuerdos. «Pueblos y hombres, locura y sabiduría, todo viene y se va como las olas que rizan la superficie de las aguas». La naturaleza que crea y destruye, favorece con dones especiales a unos y apaga en otros la llama de la inteligencia que, como brillante faro, proyectaba raudales de luz al través de los laureles que ciñen sus sienes, tejiendo la corona de la inmortalidad.

 

Ha dicho, no recuerdo quien, que la exaltación de genio está muy próxima a las fronteras de la locura. Los esfuerzos de la inteligencia, que en determinadas ocasiones producen la anemia cerebral, son a veces causa de los desórdenes mentales, originando los delirios alucinatorios que el profesor Hasmmod, en su clasificación de las locuras intelectuales, los distingue en monomanías de la inteligencia con depresión o exaltación, manía intelectual, crónica y razonadora, e impulsos morbosos intelectuales subjetivos u objetivos.

Guy de Maupassant, después de la exaltación de la locura furiosa, como si los nervios se hubiesen roto al choque de un delirio espantoso, ha sido atacado de una parálisis general. El hombre queda convertido en estatua humana galvanizada por un hálito de vida. La voluntad ha perdido su imperio, el pensamiento se oscureció tras la tupidas nieblas de la demencia, y la inteligencia inerte duerme, después de continuada lucha, para no despertar jamás. Los médicos han declarado que la enfermedad de Guy de Maupassant es incurable: la ciencia no penetra todavía en el misterio que la naturaleza oculta tras los apagados ojos del paralítico.

Algunos doctores han creído ver en ciertos escritos del desdichado novelista el germen de la locura que oscureció su inteligencia. Guy de Maupassant escribía hace once años:

«Me siento enfermo, mejor dicho, me siento triste.¿De dónde vienen estas influencias misteriosas que cambian en desaliento nuestra felicidad y la confianza en angustia? Me despierto lleno de alegría con una canción en la garganta. ¿Por qué? Después de un corto paseo me vuelvo afligido, como si alguna desgracia me esperase en casa. Es un escalofrío que, rozándome la piel, me removió los nervios buscándome el alma. Es la forma de las nubes, el cariz del día, el color vario de las cosas que, al pasar ante mis ojos, me perturban el pensamiento. Siento fiebre, una fiebre atroz, un enervamiento febril que me traba el alma y el cuerpo. Tengo esa sensación horrible de un peligro amenazador, aprensión de una desgracia que se acerca, de la muerte que se aproxima; un presentimiento que es sin duda el golpe de una enfermedad, aun desconocida, que germina en el cuerpo».

Después habla de la intranquilidad del sueño y de las pesadillas horribles que le asaltaban.

Los augurios de su alma triste se han cumplido, y muerto su corazón, el cuerpo descansa en la tumba de vivos llamada Manicomio. El poeta, el novelista no vive ya; es su sombra la que se agita todavía en las convulsiones de la locura.

 

Guy de Maupassant nació el 5 de agosto de 1850 en la quinta de Miromesnil, en el departamento del Sena Inferior.

Sus primeros trabajos fueron los relatos de algunos episodios ocurridos en Normandía cuando la guerra franco-prusiana, colaborando en las Soirées de Medan.

Después publicó muchas obras, entre las cuales se cuentan Bel Ami, Contes de la Bécasse, Mademoiselle Fifi, Venus rustique, Au bord de l’eau, Pierre et Jean, Sur l’eau, Rosier de madame Husson, Yvette, Monsieur Parent, Horla, Toine, Les Soeurs Rondoli, Desirs, Contes et Nouvelles, Main gauche y otras, que le conquistaron legítima fama.

Colaboraba en varias revistas y periódicos, entre ellos en la Revue bleu, el Gaulois, Gil Blas y otros, y en sus cuentos vibra siempre la nota del sentimiento con dulzura infinita.

Discípulo de Flaubert, aunque no tiene la percepción psicológica del autor de Madame Bovary, ni profundiza tanto como aquél en el estudio de los caracteres, sus descripciones están esmaltadas con las galas de un estilo brillante, y en la narración es sencillo y ameno. No es sectario de ninguna escuela, y entre los modernos escritores tiene personalidad propia, siendo uno de los cuentistas más originales de su patria.

Con frecuencia se cansaba de París, sentía la nostalgia de tranquilidad, como él mismo dice en La Vida errante, y abandonaba la bulliciosa capital, embarcándose en su yate Bel Ami. El mar constituía su principal encanto, y en la cubierta del barco planeó muchas de sus obras. Pronto el Bel Ami será vendido. Quizá, en el buque donde el artista tuvo sus concepciones más hermosas, pasee su fastidio por las azuladas ondas algún burgués acaudalado que navegue por el gusto de viajar, sin comprender la hermosura de las puestas de sol que causaban la admiración de Guy de Maupassant, y la belleza artística que la naturaleza ofrece en la extensión líquida que riza con palmas de espuma el soplo de la brisa.

El Angelus es la obra que deja por terminar. Del mismo modo que en las aldeas el toque del Angelus suena a la hora del crepúsculo vespertino, el Angelus de Maupassant aparece en los momentos en que los resplandores de su inteligencia se ocultan tras las tinieblas de la eterna noche de la vida.

 

G. BRIONES.

 

 

Publicado en La Época, el 18 de agosto de 1892

Propiedad y fuente: Hemeroteca Nacional.

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/