La España Moderna, julio de 1889

 

La Torre Eiffel

 

[...] Viniendo a los edificios que componen la Exposición, creo que nadie me negará que la primacía corresponda a la célebre, discutida, censurada y admirada Torre que otro siglo más enfático nombraría la octava maravilla del mundo, y que por tantas y tan curiosas analogías recuerda la leyenda mosaica del cono de Babel. El dixerunt: faciamus civitatem et turrim, cujus culmen pertingan ad coelum... et idcirco vocatum est nomen ejus Babel, quia ibi confusum est labium universae terrae. Estos versículos del Génesis acudían a mi memoria cuando, metida en el ascensor Otis, a cien metros del suelo, oía a mi lado hablar inglés y alemán, veía el cráneo oblongo de un chino sentado delante de mí, y recibía el aire del abanico que manejaba una reluciente negra etíope, engalanada con monumental sombrero de última moda. Porque si en algún punto del globo se realiza hoy la confusión de lenguas de que habla la Biblia, seguramente que es en las tres plataformas del gran jaulón de Eiffel.

Aunque le lamo jaulón, no es en son de desprecio, sino para expresar de algún modo la impresión que causa de día un edificio a través del cual se ve el cielo. Es indudable que le falta a la torre la seriedad y majestad de la piedra, y que a veces semeja algo que está por concluir, el inmenso andamiaje de una catedral en construcción. Así es que de noche gana muchísimo, adquiriendo una solidez y una pureza de líneas extraordinaria. La sobria iluminación que luce la realza y la dibuja sobre el fondo oscuro del espacio, y el gran reflector eléctrico que la corona proyecta rayos tricolores de vaporosa luz, que, por venir de tan alto y ser tan tenues y lunares, parecen cosas misteriosa y sobrenatural. En suma: la Torre, que de día no es más que un gigantesco enrejado de hierro, de noche adquiere poesía y fuerza estética. Conviene advertir que de día la proximidad de los edificios que la rodean perjudica a éstos mismos edificios, aplastándolos, y a la Torre, quitándole toda proporción.

A mí un adjetivo me dice más que una cifra; pero como al lector no puede sucederle otro tanto, recordaré que la Torre ocupa una superficie de diez y seis mil metros cuadrados, que cubre más de una hectárea; que es el monumento más algo que hasta el día han elevado los hombres; que a su lado la Gran Pirámide, la catedral de Colonia y hasta el colosal monumento de Washington, en Filadelfia, son enanitos obligados a ponerse en puntas de pies para mirar el reflector. No se podía construir tan descomunal edificio sino con hierro. Resistir el embate del huracán; ofrecer las condiciones de elasticidad y solidez precisas, no era dado a la piedra ni al embetunado ladrillo que usaron los hijos de Adán para su Babel. La Torre Eiffel es, pues, el primer edificio monumental construido con hierro solo. Entraron en la construcción siete millones de kilogramos, distribuidos en doce mil piezas; y he leído no sé dónde que cada pieza necesitó su dibujo especial; y que estos doce mil dibujos fueron calculados por logaritmos, con precisión de un décimo de milímetro, sin que se produjese una sola duda ni un solo error. Para los que no poseemos aptitudes matemáticas, es asombroso que una cabeza humana tenga tan exactas casillas, que de ellas salga esta máquina enorme, calculada lo mismo que la de un reloj de sobremesa.

Por la mismo que la Torre es el triunfo del cálculo y la ingeniería, y la negación del arte arquitectónico intuitivo, directo, sentido, inspirado, no me extraña que protestasen contra ella artistas tan ilustres como Meissonnier, Gounod, Gerôme, Sully Prudhomme, Robert Fleury, Guy de Maupassant, Sardou y Leconte de Lisle, ni que viesen en la Torre la deshonra de París, una feísima mancha de tinta, una chimenea de fábrica. Hay cierto instinto de conservación en toda protesta.

Juntamente con los esteticistas chillaron los utilitarios. ¿Para qué sirve la Torre? preguntaron; y la objeción es especiosa; pues, concretamente, La Torre no sirve para cosa alguna. Reflexionándolo mejor, se ve que es el gran atractivo, el clavo de esta Exposición, en que Francia cifra su orgullo y su desquite intelectual, después de las malaventuras y reveses militares que tanto la abrumaron y abruman. [...]

 

   Emilia Pardo Bazán.

 

 

Fragmento del artículo Cartas sobre la Exposición, Publicada en La España Moderna, julio de 1889.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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