El Heraldo de Madrid, 2 de agosto de 1927

 

LA CASA DE GUY DE MAUPASSANT

 

Más que una detallada información, la casa sorprendente de Guy de Maupassant, merece un comentario literario, personal de glosa e interpretación, en cierto modo, lírica y no criticista.

Casa inverosímil que parecía una decoración colonial, la vista del visitante no podía acostumbrarse al espectáculo de aquel gabinete de trabajo lleno de plantas exóticas, de plantas que trepaban por los escasos y sencillos muebles. Único gabinete de escritor sin libros. Diríase, al verle, la habitación de un capitán colonial francés emborrachado de literatura decadente: el tema de los paraísos artificiales aplicados a la formación de un invernadero arbitrario y genial.

Se fatigaba la respiración del visitante, oprimido el pecho por los perfumes violentos de las plantas, de las flores, unidos al intenso aroma del ámbar y semillas orientales quemadas en pebeteros. Gama decadente que es preciso verla en la perspectiva que tiene, incorporada al otro siglo, cuando el opio y la locura tenían un prestigio de novedad y buen tono. (Convengamos que no es lo mismo estar loco en el siglo pasado que en éste. El sentido del respeto popular al loco– genial – es otro, y en nuestro tiempo parece quedar más en el campo de la ciencia que en el de la literatura, abolidos los fueros liberales de la bohemia de fines de siglo.)

Un techo de cristales. Asociación de estudio típico de invernadero clásico. Al fondo, un altar rodeado de pequeñas palmeras en macetas artísticas –poco artísticas en verdad –. En el altar, un pequeño Budah. Cerca del altar, un reclinatorio apropiado: sesión-españolicemos–. Pequeña mesita. Gran mesa. Sillón. Algún libro sobre la mesa. Cuartillas empezadas, cuentos empezados que el divino mal no dejaron concluir: ternura de niño, de ese niño que era Maupassant con sus bigotes enormes, con sus bigotes postizos de niño en carnaval.

En las paredes, figuras. Otro Budha de madera con purpurina. Nirvana de oro fácil y postizo.

Todo en la habitación emana malestar, zozobra de fiebre. Se ve al pobre dueño de aquel pequeño paraíso desagradable, atacado de impotencia viril –maldición cruel a su fama de semental literario –, de «tics» neurasténicos. Pulso temblón de que nos hablan aquellas cuartillas del escritor infeliz. Las piernas débiles, demasiado débiles para soportar aquel tronco gallardo, aquella hermosa cabeza de carabinero presumido.

A esta habitación llega un día cualquiera una mujer. El novelista ha soñado con esta cita amorosa. Despedida triste. El novelista se roe vergonzoso las uñas: «Me ilusiona usted demasiado... Esto mismo, tal vez no lo comprenda...»

¡Angustia de la habitación excesiva! Maupassant es como una planta más de aquel invernadero triste. La vida de sus sueños es difícil de transplantar a la realidad. Poco a poco va perdiendo memoria. Le fatiga escribir y sufre arrebatos de ira. En su habitación exótica, para sugestionarse repite en voz alta una y mil veces: «¡Es preciso amar!» Pero todo es inútil. Su melancolía se quiebra en un sollozo. Y frente a él sonríe el Budha.

Son los dioses que se burlan del poeta. Y quedamos en que las mujeres, por algo, son divinas...

 

César GONZALEZ-RUANO

París, 1927.

 

Publicado en El Heraldo de Madrid, el 2 de agosto de 1927.

Fuente y propiedad de: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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