El Heraldo de Madrid, 9 de enero de 1892

GUY DE MAUPASSANT

LA TRAGEDIA DE UN ARTISTA

      Mira, lector, esa cara, reveladora de vigor e inteligencia, y esa firma, trazada con mano ruda y pulso seguro, y dime después si no es la cruenta fatalidad el que vida tan justa y luminosa se haya acabado para siempre. Asomarán a esos ojos llamaradas del fuego interior; pero no serán las sanas y confortantes de un espíritu en maravilloso equilibrio, sino las enfermas y tristísimas de un cerebro desquiciado. No se dibujará en los pliegues de esa boca la risa franca del artista ni la sonrisa burlona del filósofo, sino las carcajadas tétricas del loco. No se abrirán dulcemente sus oídos a los puros acentos de la armonía universal, sino al clamor trágico e incesante del destino, que grita implacable: ¡nulla est redemptio!...
     Para apreciar la magnitud de esa desdicha, es preciso conocer la obra de Maupassant y lo que era éste a los veinticuatro años de edad, cuando en 1874 le encontró Emilio Zola en las habitaciones de Flaubert. ¡La obra de Maupassant! Un espíritu superior. ¡El cuerpo de Maupassant! Una contextura de hierro. ¡El talento de un artista al concebir, de un filósofo al pensar, en el cuerpo de un mozo recio y entero al que admiraban las mujeres por sus proezas amorosas, y que llamaba paseo al remar en un día, durante quince horas, sobre las aguas del Sena!...
     Pero descríbalo el mismo Zola, tal cual lo estudiaba en 1880:
     «La complexión de un normando, con duros músculos y sangre sólida. El estilo de un escritor castizo. Débele mucho a Flaubert; pero tiene en sí una originalidad característica, manifiesta en sus primeros versos y confirmada en su prosa magistral: una virilidad y un sentido de la pasión física que resplandecen en todas las páginas que brotan de su pluma. No hay en él perversión ni extravíos nerviosos, sino el deseo saludable y robusto, los amores liberales de la tierra, la vida desarrollada virilmente bajo las caricias del sol, dándole todo esto la personal singularidad de una salud fecunda y de una ecuanimidad alegre e imperturbable...»
     No era el artista enteco y manido, forjado en el calor insano de los salones, al modo de las efímeras flores de invernadero: era el artista prepotente y exuberante, formado por la naturaleza y por ella curtido, a la manera de las flores eternas de los bosques vírgenes. Y así eran los frutos de su ingenio inagotable, lo mismo en aquellas primeras novelas de un enérgico naturalismo, como Boule-de-Suif, que en las más recientes, como Notre Coeur, análisis maravilloso de un psicólogo clarividente y convencido, estilista admirable siempre, corazón siempre abierto al entusiasmo y a la ternura.
     Esa es la vida que se agota, la vida de un hombre que a los cuarenta años ha conquistado, en el teatro y en el libro, con más de veinte volúmenes de poemas y novelas, una reputación universal... Para mí, la locura de Maupassant es tan triste como no lo hubiera sido su muerte. Siempre nos parece prematura la muerte de los hombres insignes, y nos entristece como una injusticia providencial; pero en eso, que es la muerte del alma en un cuerpo miserablemente vivo, hay algo más aflictivo y espantoso.
     Cuando una luz desaparece en un momento, combatida por una bocanada de aire indiscreto, el inopinado tránsito a las sombras no nos quita la noción ni el recuerdo de los objetos que aquella luz alumbrada, y aun en medio de las sombras, nos parece que los reanima; pero cuando esa luz va extinguiéndose lentamente, a medida que se agota el combustible, la penumbra va acentuándose alrededor nuestro, se desdibujan las cosas, se cofunden los contornos, se anegan en la oscuridad creciente nuestras impresiones, y al extinguirse la luz, las sobras reinan en nuestro cerebro, ahogándolo en tristezas nostálgicas de luz y de vida... 
     Mas sin él, la tragedia de Maupassant sólo hubiera la pérdida de un gran artista, no le consagraría EL HERALDO hoy atención preferente, puesto que no es de aquellos escritores franceses cuya obra ha tomado carta de naturaleza en España. A la gran masa del público español no ha llegado todavía Maupassant, como no ha llegado Bourget. Iniciados apenas en el naturalismo – aunque otra cosa sostengan algunos críticos,– apenas hemos digerido a Zola, y mal podíamos llegar, por tanto, a los que fueron un día sus discípulos y luego le han abandonado por rumbos mejor o peor definidos. Zola sigue siendo para nosotros únicamente quien levanta las faldas de la Mouquete en Germinal, a pesar de haber sido luego quien descorre las cortinas de las hornacinas de los santos en La Reve; cosa que no es maravilla aquí, donde Galdós sigue siendo el autor de Gloria, a pesar de haber escrito después Lo prohibido y Realidad...
     La locura de Maupassant tiene un aspecto más amplio e interesante para todos, para los que le conocieran y para los que lo ignorasen, para los escritores y para todos lo que vivimos la sociedad contemporánea y padecemos de su único mal. Se ha pretendido ofrecernos a Maupassant como víctima de su producción, agotadas por ésta las energías de su cerebro. No hay tal cosa, ni es preciso que la haya para que nos conmovamos ante la desventura del novelador.
     Como Tomás de Quincey, según el relato de Baudelaire en Paraísos artificiales, para salvarse de angustiosos dolores reumáticos en la cabeza, acudió al opio, que, tras de brevísimo consuelo, le produjo infinitas amarguras, así Maupassant, para calmar las angustias de frecuentes neuralgias faciales, acudió a la morfina y al éter, que le han traído a su actual desdicha.
     Pero ni en Quincey, ni en Maupassant podemos ver morfinómanos vulgares arrastrados a esta manía por el mismo instinto de la brutalidad, sino víctimas de los alientos del espíritu, y siempre habrá diferencia entre el que se emborracha por depravación del gusto, por hambres bestiales de una desatada concupiscencia, y el que se embriaga por sed del alma anhelosa de recluirse en una soledad egoísta para gozarse a sus anchas en la sociedad artificiosa de ensueños cumplidos en los vapores del alcohol y de quimeras dichosas sugeridas por la somnolencia del opio o del haschich...
     Maupassant vivía solo, lejos de su madre, sin el amor confortante de una mujer querida con toda el alma, desengañado por una disección concienzuda del corazón humano, y necesitaba dentro de sí mismo una compensación de las tristezas exteriores.
     Los halagos de la fama, los esplendores de la riqueza, la vida del mar, aun en medio de las comodidades de que disfrutaba en su yatch Bel Ami, no le bastaban. Necesitaba aquel paraíso interior de Baudelaire, y como no estaba templado su ánimo como el de Teófilo Gautier, para quien –él lo dice– el mundo exterior no existe, ni como el de Mauricio Barrés, para el cual –él lo afirma – no hay más realidad que la del pensamiento puro, no haló el sinventura dentro de sí el oasis en que descansar a la sombra...
     Se forjó el «paraíso artificial» perseguido con ahínco y que en trances de dolor había vislumbrado en los vapores de la morfina. Este fue su consuelo. ¡Cuántas figuras de sus obras nacieron, tal vez, en esos voluptuosos delirios, como tal vez nació para Juan Pablo Richter en los vapores generosos del alcohol aquella noble figura de Stebenkaes, el Abogado de los pobres, y como tal vez nacieron para Hoffman y Edgar Poe aquellas maravillosas extravagancias de sus sueños! 
     Pero estos paraísos no son más que el vestíbulo fastuoso del infierno. De esa felicidad mejor que de ninguna puede decirse que es una casa olímpica, maravillosa... pero contemplada de lejos y a condición de no intentar vivirla. Si la morfina y sus análogos son al principio excitantes que facilitan las funciones del cerebro, a la larga lo agostan y embrutecen.
     Para los desdichados que en Irlanda se embriagan, en establecimientos a propósito, con éter; como para esos obreros norteamericanos que, según recientes noticias, se adormecen con inhalaciones de nafta, el pasar del paraíso al infierno no dejan rastro: el hospital, el manicomio o la sepultura se les abre, sin que ellos se enteren. Para Maupassant ha sido angustiosísimo el cambio.
     La imaginación, fecunda siempre, se ha tornado estéril. La pluma inexhausta se ha secado. El entendimiento ubérrimo esta lacio y sin jugo. El artista trabajaba afanosamente en su novela Angelus; la inspiración se rebelaba; la estable impotencia, la desconfianza de sí mismo hecha realidad le abrumó, y el suicidio se le ofreció como único remedio, arrancándole – si merece crédito quien lo cuenta – esta frase desgarradora: «Puisqu’il en est ainsi, mieux vaut encore mourir. Allons! Encore un au rencart!»

 SALVADOR CANAL

Publicado en El Heraldo de Madrid, el 9 de enero de 1892.
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