El Heraldo de Madrid, 18 de abril de 1911

 

MAUPASSANT Y ALEMANIA

 

Se siente al entrar en Alemania la visión de una cosa gigantesca que se está construyendo a toda prisa. Para ello no hace apenas falta haber leído periódicos ni libros; basta asomarse a la ventanilla del tren. Es en la línea de Colonia-Magdeburgo-Berlín. Cada diez minutos se cruza alguna ciudad recién edificada o a medio edificar; en ella se destacan levemente las torres de las capillas y los templos pequeños y las gigantescas chimeneas de las fábricas. De ciudad en ciudad se tiende una tierra baja y mantecosa, entrecortada por bosques artificiales de joven arbolado. Cada media hora se cruza un río manso, surcado por alguna barcaza de carbón. Cada hora nos paramos en alguna estación que no ha adquirido todavía ese aspecto de secular herrumbre y de prematura decrepitud que muestran las más de las estaciones de Inglaterra.

Dentro del vagón, una de las obras maestras que no había leído, Fuerte como la muerte, de Guy de Maupassant, me muestra la marcha hacia el vacío de la civilización moderna. Y así contemplo una obra constructiva con ojos entristecidos por una visión disolvente de la vida. Este Maupassant podía pasar por alemán. Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Austria, Polonia, Lituania, son nombres diversos que ponemos a una misma materia. Desde Normandía hasta Petersburgo, la misma tierra baja y el mismo cielo gris, la misma raza o las mismas razas; unos hombres altos, rubios y agresivos, como era Maupassant, en la aristocracia; una multitud de hombres recios, medianos, resistentes y dulces, en las clases medias y en el pueblo, y un sarpullido hebraico, que anima con su orientalidad vivaz la apariencia maciza de estas razas pesadas.

La mayoría de los españoles europeístas, que son las nueve décimas parte de nuestras clases medias y altas, sienten admiraciones místicas hacia esta Alemania imperial e industrial de las fábricas numerosas y de las casas nuevas. La minoría – pero una minoría fuerte – admira a Maupassant, uno de los autores más leídos en España, y de los que ejercen influencia más profunda en nuestras letras y en el ideario de nuestro público lector. Entre el político, el ingeniero, el médico y el militar, que admiran la grandeza material de Alemania, y el escritor, el periodista y la aficionada a la lectura, que admiran a Maujpassant, no existe todavía en España conciencia alguna de solidaridad. Aquéllos miran la cara; éstos, la cruz; tal vez no se han dado cuenta de que todos contemplan una misma moneda. Esta unidad de los contrastes la ven bien los judíos. Ellos aman al mismo tiempo el aspecto constructivo y el destructivo de la civilización materialista; su agitación y su inanidad, sus apariencias y sus vanidades. Pero en España no tenemos apenas judíos, a pesar del Dr. Pulido.

Maupassant y una ciudad alemana moderna deben ser, en el fondo, una misma cosa. Maupassant es inexplicable sino como un muchacho vigoroso, luchador y profundamente religioso que pierde las creencias por haberse formado cuando escribía Renan sus obras maestras. Su fe se vuelve hacia la estética, que le enseña Flaubert. De haber nacido en tiempos de creencias, habría dio Maupassant a los Santos Lugares como peregrino o como cruzado, probablemente como cruzado. Criado en el escepticismo del segundo Imperio, su alma creyente se volvió hacia el Arte; pero espíritu candoroso y realista, su arte se mantuvo al nivel de la vida y lanzó a la vida el desbordante caudal de su energía. Necesitado de fe y no encontrándola al cerrar los párpados, abrió los ojos hacia fuera y buscó el secreto del enigma entre campos de Normandía y las calles de París. Lo miró todo, lo escudriñó todo, supo hallar la tristeza en los poderosos, el bien en los caídos, la vanidad en el éxito, la sucesión pendular y automática del placer y del dolor, de la bondad y de la maldad, de la ilusión y del desengaño en los protagonistas de sus cuentos y novelas. Lo escribió todo con la visión magistral de sus ojos atormentados, pero infalibles; más como se atuvo estrictamente a describir lo que los ojos le mostraban, no vio en la vida sino una procesión de sombras que surgen de la nada, se agitan, aman, sufren, ambicionan y vuelven a la nada.

Fue la suya un alma de creyente proyectada hacia fuera. El anhelo de eternidad que había heredado de veinte generaciones de normandos católicos y marinos se convirtió en vacío al perder su ánimo las creencias ancestrales. Buscó en las mujeres y en los hombres lo que echaba de menos dentro de su cabeza. Acaso creyó hallarlo en la heroína de Bola de sebo, o en las pupilas de La Casa Tellier, o en el amor, Fuerte como la muerte, de la condesa de Guilleroy, hacia el pintor Bertin.

¡Con qué pasión de eternidad contempló este hombre las cosas pasajeras! Pero no pudo ver en ellas sino su carácter pasajero. Trabajó unos cuantos años; dio al mundo media docena de novelas y una docena de cuentos; alcanzó prestamente la gloria; tal vez no se dio cuenta de que había alcanzado la gloria; su espíritu descontento acaso tomó por mero éxito lo que era gloria eterna; no halló sentido en las cosas que describió; no supo que ese sentido no puede venir de fuera a dentro, sin que con él han de iluminarse, desde dentro, las cusas de fuera; trabajó como un gigante y como un maestro, pero también como un ciego, a pesar de su clarividencia, porque no podía darse cuenta de que debía la visión poderos del mundo a una luz extramundana que se lo hacía ver; y en plena juventud, glorioso, admirado, querido, desengañado y exhausto, se dejó caer en la misantropía y en el vicio, y acabó en el espiritismo y en la locura, después de pasearse con su yate por puertos ignorados y de frotar años enteros la soledad de su alma contra los paseos domingueros de las muchedumbres provincianas.

Una energía extraordinaria que se vuelve de dentro a fuera. Así veo yo a Maupassant. Pero esta Alemania imperial y moderna, de las fábricas, de las organizaciones, de las escuadras y de los monumentos, ¿no es también una energía poderosa, que desde dentro, que desde la vida religiosa, la vida filosófica y la vida artística, se ha vuelto a la conquista del mundo material? Sólo que el espíritu alado de Guy de Maupassant supo darse cuenta rápidamente de que en el mundo de la materia y de las ambiciones humanas no hay nada que valga por sí mismo, y nos lo dijo. Sus personajes, buenos o malos, no aciertan a vivir nunca para fines objetivos y transcendentales, y por eso dan la impresión profunda de que se agitan en el vacío. He aquí la lección de Maupassant. Todo gran artista es siempre un gran predicador, especialmente si no se propone predicar. Pero el espíritu de un pueblo, más lento en sus evoluciones que el de un hombre de genio, el espíritu de Alemania, ¿habrá encontrado en estos cuarenta años de vida material el mismo vacío que mató a Maupassant? ¿Habrá sabido ver en las fábricas, en el progreso mecánico, en las organizaciones, en el Imperio, sólo el medio económico que haga posible la realización del fin moral? ¿O habrá perdido su alma al enriquecerse? ¿Se sentirá satisfecho con sus casas nuevas y sus estadísticas de mortalidad y natalidad? ¿Habrá encontrado en el Imperio una especie de religión grosera, que le haga sentirse definitivamente satisfecho en sus ansias espirituales al contemplar las calles, inmaculadamente limpias de Berlín?

 

Ramiro de Maeztu

Berlín, 14 de marzo de 1911

 

Publicado en El Heraldo de Madrid, el 18 de abril de 1911

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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