El Heraldo de Madrid, 19 de febrero de 1908

 

LA INTELECTUALIDAD Y EL MUNDO

 

Una revista ha descubierto que las letras francesas languidecen porque los escritores salen demasiado a frecuentar salones donde se sirve un gran hombre a los invitados.

«El infeliz escritor – añade la revista – debe ser ingenioso durante tres horas todas las noches, y no hay temperamento que pueda soportar diez años de buenas palabras forzadas.»

Yo me he hecho esta misma reflexión, no en salones, que no frecuento, sino en Círculos literarios, adonde he ido alguna que otra vez a comer mal y a oír necedades expresadas campanudamente. El sabio, el filósofo, el literato y el artista están obligados a distraer a la concurrencia, que espera de ellos una cosa divertida. Todavía no les mandan que se bailen; pero todo se andará. Los escritores que gozan fama de chispeantes – no pocos de los cuales tiene una chispa constante – esos, más que nadie, deben divertir a la sociedad. Para eso se les invitó y ¡ay de ellos si burlan las esperanzas del auditorio!

El hombre afamado, por cualquier concepto que sea, es algo así como un oso, a quien la sociedad hace bailar al son de una pandereta. Firmará gratis postales, y hasta las devolverá poniéndolas sellos, mientras el Vivillo cobra cinco duros por su firma de bandolero. Firmará gratis retratos de su persona, única manera de hacerlos circular. En una estadística de la gloria que ha publicado Gil Blas, por cada quince fotografías de personajes célebres, que se venden en los bulevares, hay una de literato, que ocupa el número 13 – despues del luchador Raoul el carnicero y siguiéndole el Hombre cortado en pedazos–, y ese literato es Pierre Loti, cuyo flamante uniforme de marino tal vez excite la curiosidad callejera mucho más que su talento literario.

Sabios, filósofos, literatos y artistas s e tienen la culpa de la perra vida que llevan. La vanidad los guía, y no contentándose con que el público les contemple en las obras, se exhiben personalmente como macacos del Jardín de plantas. Y, por lo general, la sociedad les toma el pelo, como se le tomó a Maupassant, cuyo improvisado buen tono sirvió de chacota en los salones. Pero no se enteran. Ni sabios, ni filósofos, ni literatos, ni artistas, metidos a mundanos, tienen la menor idea del papel de hazmerreír que hacen entre gentes de otra clase, que les invita a formar parte del decorado de una fiesta, y que en el fondo les desprecia, aunque les bombeen en libros y periódicos, y deseosos de hacerse notar se gastan intelectual y materialmente en fiestas nocturnas, en vez de recuperar las fuerzas que perdieron en el trabajo diario metiéndose en la cama a roncar frases y chistes.

Le Cri de Paris advierte que Mark Twian asiste a los salones vistiendo traje de franela blanca, y cuando se cansa de oír y de ser oído, repara sus fuerzas dormitando un rato en un sofá, ante el público respetable.

Pero Mark Twain es una excepción, un humorista que se ha puesto el mundo por montera, y que en vez de ser desdeñado y reído por las gentes de mundo, las desprecia y se burla de ellas.

Es un tiburón con muchas agallas, y los más de los intelectuales que se echan al mundo, hasta que el mundo los echa a puntapiés con la literatura, son unos pobrecitos percebes.

Los únicos intelectuales que sacan tajada del mundo son los oradores, porque esos ni sienten ni padecen, y el hablar les es tan necesario como el comer en casa ajena.

 

Luis BONAFOUX

 

Publicado en El Heraldo de Madrid, el 19 de febrero de 1908

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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