El Heraldo de Madrid, 26 de noviembre de 1907

 

FEMENINAS

¡Madre!

 

¿Qué atracción misteriosa hay en el recuerdo de los grandes artistas que nimbea de luz a las mujeres que amaron?

No se puede explicar fácilmente; pero así como siempre en nuestras románticas admiraciones literarias acuden a la memoria los nombres de las amadas de los poetas de los siglos pasados, en los de épocas más cercanas buscamos también los recuerdos vivos, agrandados por la sugestión admirativa.

Como las elegantes viajan pensando en las fiestas, las diversiones y las compras en grandes almacenes de novedades, las románticas, que suelen siempre ser las que alardean de materialistas, piensan tanto en lo pasado como en lo presente.

Almas dulces, dulzoras del recuerdo, recorren las tortuosas calles de Nápoles, Florencia o Pisa para buscar las casas donde moraron Victoria Colonna, Raniori o la condesa Matilde, amadas de Miguel Angel, Leopardi y Byron.

Confieso que he rendido culto a estas memorias; mi espíritu de mujer me inclinaba con predilección a los recuerdos femeninos; busque al lado de los artistas las sombras de sus amadas, de sus madres, de sus amigas...

He llorado en Cannes ante una pobre viejecita de cabellos blancos que enlutada, pálida, triste, paseaba melancólica a la orilla del mar. La madre de Guy de Maupassant.

En París fui a estrechar la mano de madama Zola, como reliquia venerada del gran maestro; contemplé con respeto en Nápoles a una Princesa hija del incomparable Enrique Haine, y hasta me arrobé en la conversación amable de una dueña de pensión que había sido institutriz del inmortal Wagner.

Hoy, acuden con fuerza a mi imaginación esas figuras femeninas que contemplé un día, porque acabo de leer, en el primer volumen de las obras completas de Maupassant, su correspondencia inédita, y en ella aparece grande, augusta, como un sagrado tabernáculo, aquella mujer en cuyas entrañas se formó el cerebro gigante cuya misma grandeza le hizo estallar en sublime locura.

Son terribles esas cartas; el infeliz se da cuenta de su estado con perfecta lucidez, ve la lucha con la muerte, con las sombras de la locura, y allí, en Cannes, población santificada por él como Saint-Malo por Chateaubriand y el lago de Bourget por Lamartine, se refugia, como niño medroso, en el regazo maternal.

«Hace dos día enteros que me siento perdido – escribe en una de sus últimas cartas – acabado, ciego... El cerebro vive todavía...» Después añade: «Ya no puedo escribir, no veo ya. Es el desastre de mi vida... ¡Madre! ¡Madre

Con ese grito supremo condensa su último amor; es el grito de auxilio al cariño verdadero, imborrable, único en que pudo tener fe aquel clarividente, cuyo talento no le permitió jamás abrigar la dulce mentira del engaño.

Muchos de los jóvenes que han seguido a Maupassant no le han comprendido, es demasiado grande para poder imitarlo, demasiado original, y su influencia no se ha dejado sentir en la literatura tanto como era de esperar. Un escritor, español por temperamento e idioma, americano de nacimiento, italiano de origen y francés por el espíritu, Felipe Sassone, ha publicado hace pocos días un libro muy bello, Almas de fuego, dedicado así: «A mi padre espiritual, Guy de Maupassant.» En ese libro sincero, las almas de fuego que pinta el autor son almas de mujer bien estudiadas; pero bajo el lente y la impresión del escéptico y triste Maupassant «leales sólo en la ruptura», volubles y neuróticas... tal como él las concebía, y las consagraba a un tiempo amor y desprecio, hasta que las dignifica en su último grito supremo «¡Madre! ¡Madre!»

 

Colombine

Pseudónimo de Carmen de Burgos ( Rodalquilar, 1867 - Madrid, 1932 )

 

 

 

Publicado en El Heraldo de Madrid, 26 de noviembre de 1907

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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