La Iberia, 28 de julio de 1895
 

LA TUMBA DE MAUPASSANT

 

“Leo que se van a transportar los restos de Guy de Maupassant al cementerio del Pére Lachaise. No pienso oponerme, pero declaro muy alto que Guy sentía horror por aquella Necrópolis.

Tenía el presentimiento de su fin cuando antes de su partida para Plombieres me decía: “Padre mío, si muero antes que tú, júrame que harás lo posible por que me entierren en el cementerio de Montmartre.”

Al saber que definitivamente se desiste de ese traslado, he recordado los dos párrafos anteriores de una carta del Sr. Gustavo de Maupassant, padre del famoso novelista, publicada en Le Figaro en Septiembre de 1894.

Ahora, como entonces, me pregunto: ¿por qué sentía aversión Guy a los jardines de Mont Louis y simpatía por los de Montmartre?

Pregunté sobre esto a varios amigos de Maupassant y en todos había causado la misma estupefacción la carta de su padre, porque nunca le habían oído hablar de sus simpatías o antipatías por los cementerios de París.

Y se comprende bien esto. Todo el mundo conoce la extrema repugnancia que sentía el autor de Una vida de detener su pensamiento sobre el angustioso problema del fin de toda existencia. La muerte le espantaba. Para la mayoría de las gentes el problema de la muerte no es siquiera motivo de preocupación. Maupassant, en cambio, sentía congojas y una angustia inexplicable.

Le parecía intolerable asistir a un entierro. Los cementerios, según él, no eran más que odiosos pudrideros, campos destinados ineludiblemente a la descomposición del hombre, y evitaba siempre pasar por estos lúgubres lugares.

Ningún amigo suyo le oyó designar el rincón de tierra donde deseaba dormir el sueño de siempre.

Y, sin embargo, un día eligió un cementerio.

He aquí en qué particulares circunstancias.

En uno de sus viajes, vio Maupassant el entierro de un rajá, muerto en Étretat.

La curiosidad de conocer ritos nuevos llevó a Guy a presenciar aquel espectáculo.

Colocado el cadáver a orillas del Océano sobre una pira de leña, mirando a Levante, cubierto con sus más valiosas ropas y alhajas, rociado con perfumes, Maupassant lo contempló cuando las llamas, alzándose al cielo, parecían devorar aquel cuerpo inmóvil como si quisieran trasladarlo a otro mundo.

Los sirvientes, con la frente apoyada en el suelo, rezaban por el difunto, cuyas cenizas fueron arrojadas al mar.

Maupassant, entusiasmado ante la belleza de aquel cuadro, murmuró:

–¡Quisiera morir como este rajá y volverme, en la pureza de las llamas vivas, un poco de cenizas, que fuera luego arrojado al mar bueno, la gran urna líquida, amiga del viento!...

 

GEORGES DOCQUOIS.

 

 

Publicado en La Iberia el 25 de julio de 1895

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant