La Ilustración Artística, 30 de septiembre de 1895

 

Maupassant y el canotage

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Era a mediados de 1886. Gran número de redactores del Mot d’ordre, el Radical y el Eco de París veraneábamos entre Port-Marly y Chatou. Éramos todos aficionados al canotage y solíamos dar paseos matinales por el Sena. El canotier más distinguido de la compañía era el malogrado Guy de Maupassant, que había fijado su residencia en Chatou. Nuestro principal centro de reunión era Bougival, pueblo equidistante entre Rueil y Marly, pintoresco y alegre, célebre, como queda dicho, en los fastos del canotage y del cancán. A excepción de Guy, íbamos todos diariamente a París. El que más, empleaba una hora en trasladarse de su casa de campo a la redacción de su periódico; y cada treinta minutos iba  y venía un tren de París a Saint-Germain, que empalmaba en Rueil con el tranvía de Marly-le-Roy, movido por aire comprimido. A veces faltaba aire en los pulmones de la máquina y el pequeño tren se detenía en el camino, hasta que otra máquina, de aparato respiratorio más repleto, acudía a sacarlo del atolladero.

Regresábamos de nuestras tareas periodísticas a la hora del aperitivo, y apenas habíamos bajado del tranvía, junto al puente de Bougival, cuando veía"La salida" de Salvador Azpiazumos a Guy acercarse con su barca a la orilla y saltar a tierra con la agilidad de un acróbata.

Su traje de canotier dejaba ver la robustez de su cuerpo. Era de estatura regular, y de sus anchas espaldas surgía un vigoroso cuello que sostenía su cabeza rubia, de elegantes líneas. El manejo del remo había desarrollado extraordinariamente la musculatura de sus brazos, y en sus frecuentes paseos por el sol, se había bronceado su cutis. Parecía una hermosa estatua viviente, con mucha dulzura en los ojos y mucha bondad en la expresión. Y en efecto, Guy era bueno y afable, aunque su persona parecía envuelta siempre en una nube de melancolía que inspiraba interés y afecto.

En cualquier terraza de mastroquet, de las que miran al Sena, nos reuníamos alrededor de una mesa para tomar la absinthe o el vermouth los compañeros en letras, los hermanos en periodismo que veraneábamos en aquella hermosísima comarca.

De los más asiduos eran León Diertz, el delicadísimo poeta coronado por la Academia Francesa; Edmundo Lepelletier, tan célebre por sus numerosos desafíos como por la prodigiosa fecundidad de su pluma; Emile Richard, que murió siendo presidente del Consejo Municipal de París; Victor Simond, director del Radical, y su hermano Enrique, administrador del mismo periódico; Luis Javier de Ricard, fundador de la Revista del Progreso y del Parnaso contemporáneo francés, gran apóstol de la alianza latina; Henry Maret, una de las grandes figuras del Parlamento y de la prensa; Guy de Maupassant, a quien todo sonreía: fortuna, gloria, salud, amor, y sin embargo era el menos risueño de todos los camaradas. Pero voy a terminar refiriendo el episodio de mi vida en que di el último abrazo al autor de Bel ami."La hora del baño" de Salvador Azpiazu

Había sido yo llamado a encargarme de la secretaría de la Exposición universal de Barcelona, y Edmundo Lepelletier se dignó obsequiarme, en su casa de Bougival, con un almuerzo de despedida a que fueron invitados nuestros comunes amigos de mayor intimidad.

La mesa estaba servida en una terraza de madera que avanzaba sobre el río. En el momento de trasladarnos del salón en que habíamos tomado algunos aperitivos al comedor aéreo, Lepelletier quiso despejar la mesa y tiró violentamente de una de las cajas de arbustos que guarnecían la terraza. De pronto se oyó un crujido formidable, al mismo tiempo que se hundía parte del tablado, desapareciendo como por escotillón Lepelletier, las cajas y la mesa.

Nos precipitamos al lugar del siniestro, pero nadie se atrevía a acercarse al resquebrado boquete, que parecía, con las astillas de los bordes, las abiertas fauces de un monstruo. Todo había ido a parara al Sena; y como al estruendo de la vajilla al caer envuelta en lo demás, sucediera el silencio más profundo, todos temimos por la vida del anfitrión.

De pronto suena una carcajada detrás de nosotros. Nos volvemos y nos reímos también al ver a Lepelletier completamente ileso, pero mojado como una sopa. Después de su inesperada zambullida, había subido tranquilamente por la escalera que conducía del río al jardín.

Una hora después quedaba otra mesa servida en el comedor; y ya pueden ustedes suponer el ingenio que se derrochó en aquella ágape de la amistas, entre cuyos comensales había escritores como Henry Baüer, Maxime Boucheron y Guy de Maupassant.

JUAN B. ENSEÑAT

 

Fragmento extraído del artículo Crónica parisiense, publicado en La Ilustración Artística el 30 de septiembre de 1895.

Fuente y propiedad de texto e imágenes: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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