La Ilustración Ibérica, 27 de febrero de 1892
NOVELISTAS CONTEMPORÁNEOS
Maupassant y su obra
I
La terrible dolencia de que es víctima ahora el célebre autor de Bel Ami,
concede oportunidad (por desgracia, muy triste) a los estudios críticos que se
le refieren. El despiadado noticierismo ha traído y llevado el nombre de
Maupassant, complaciéndose en el recuento de pormenores que afectan sólo a la
vida privada y a esferas de ésta (muchas veces) que la más elemental prudencia
aconseja pasar en olvido.
Ninguno (o casi ninguno) de los nuevos críticos
ha tratado de lo que más importa recordar a las gentes: la obra del novelista,
en virtud de la cual tiene este nombre y representación en la vida literaria
moderna. Séame lícito llenar ese vacío, recordando el carácter y la importancia
de los libros de Maupassant.
Su personalidad artística, es un hallazgo. No empezó a
escribir por vocación, por ese impulso irresistible de los “llamados”, cuya
ventana golpea presurosa la musa que enamoró al cantor de Las Noches. El
propio autor de esa maravilla deliciosa que se titula Fort comme la mort,
ha dicho de sí: “Lo mismo estaba yo predestinado a ser un escritor que cualquier
otra cosa. Con mi perseverancia y mi método de trabajo, de igual modo que he
llegado a ser un literato, hubiese sido un pintor, un médico, cualquier cosa...
Jamás he sentido eso que llaman el gusto, la satisfacción del trabajo. Para mí,
la literatura no ha sido más que un medio para librarme de la estrechez de la
existencia” – Semejante declaración, en lo que tiene de juicio de la propia
obra, es un error manifiesto, una de esas ilusiones tan frecuentes que padecen
los hombres respecto del alcance y esencialidad fundamental de sus actos. Verdad
es que el testimonio de Zola, solicitado en reciente interview, confirma
el procedimiento reposado, eminentemente reflexivo, mercantil, con que
Maupassant trabajaba. Pero esto mismo hace, en buena parte, el propio Zola, cuya
naturaleza artística nadie podrá negar, siendo ,además , patente, que todos nos
hallamos ya muy lejos del arrebato romántico, de las veladas fogosas de Euforion,
y que la novela moderna, fruto de observaciones y análisis que no se improvisan,
requiere detenimiento y reflexión meditada.
El hecho es que Maupassant ha resultado un artista de
primera fuerza, aunque él se niegue esta cualidad; y debemos agradecer a esas
estrecheces que tanto le agobiaron en un principio, el servicio inolvidable de
habernos revelado un temperamento, falto de la conciencia de un valor y
significación. Porque no cabe dudar que, si a fuerza de tiempo y de
perseverancia, puede llegar cualquiera a escribir libros que no se caigan de las
manos (porque la educación empeñada y en una dirección constante de las
facultades, logra, casi siempre, adaptarlas al fin propuesto), el sentimiento
artístico, la finura y distinción del gusto, el calor de la imaginación, la
intuición iluminada, eso no lo consigue la testarudez más acérrima, como no
venga ya la levadura en el espíritu, abundante y de calidad. El verdadero
artista no puede decir, como el tamborilero de Daudet: Ça m’est venu un jour,
en entendant chanter le rossignol, como si la aptitud se formara “de un
pistoletazo”, según la frase celebre de Hegel. No se despiertan artistas las
gentes que se acostaron vulgo; y aun para la que decididamente tienen un
provenir de gloria y de reputación justas, no llegan éstas sino a través de
sucesivos progresos y desarrollos.
En Maupassant es fácil advertir esto último. Desde
Bel Ami a Notre Coeur, media una distancia regular, y no sólo tocante
al estilo, que tanto preocupó a nuestro autor. En el estilo mismo (aunque parece
a la generalidad cosa externa) se señalan bien las jerarquías. A fuerza de leer
nuestros clásico y de sobar el diccionario de la Academia, puede el más modesto
de los hombres en inteligencia, alcanzar intachable corrección en las
expresiones; pero cabe, también, ser perfectamente vulgar en el mejor castellano
posible; escribir como Pereda y faltar “alma” a lo escrito. Y esto, porque el
verdadero estilo no se refiere a la pureza léxica y gramatical, sino a la
vida, la fuerza, los matices y el punto de vista en la expresión de lo pensado,
dependiendo del pensamiento mismo bastante más de lo que algunos aspirantes a
académicos suponen. No de otro modo ha podido decir Buffon que “el estilo es el
hombre”.
Pues bien; la excelencia de esta condición, que
autoriza para llamar a un escritor, “artista”, sólo la adquieren los que lo son,
esencialmente, en el fondo de su alma: cien años de machaqueo sobre la frase, no
la conseguirán en quien no la lleve dentro de sí.
Maupassant la llevaba. Por mucho que desprecie
teóricamente el arte, él era algo más que un obrero. Si escribió pro pane
lucrando, éste es dato que sólo se refiere a su intención personal, a lo que
diríamos su moralidad literaria; pero el resultado efectivo es bien superior al
juicio propio que hizo de su obra.
Aunque en la vida ordinaria alardeara de no sentir las
cosas que decía, para el lector, como si las sintiera. ¿Qué más se quiere?
¿Acaso pedimos al actor que las sienta de veras , en lo íntimo? Lo que le
pedimos, es que nos dé la ilusión de sentirlas; es, arte para que
nos parezca que allí, sobre el tablado, no es él, no es Rossi o la Dusse, sino
Hamlet o Francillon! no somos más exigentes con el novelista: caso
aparte, de que (por grande que pueda ser la inhibición personal), como llegue a
pintar con vida las cosas, es que algo de ellas, de su sentimiento, le ha
llegado al corazón. Así parece que autoriza a juzgar la psicología.
En sus libros (en casi todos), Maupassant
no resulta un observador frío, que examina las cosas y recoge las observaciones
sólo en cuanto le son útiles para un fin de esos que llaman prácticos. Parece (y
basta para el efecto) que vibra su espíritu al compás de las impresiones
externas, que le domina la emoción artística, y que a su luz ve las cosas bellas
que no ve el vulgo. Sirvan de ejemplo las páginas dedicadas a los paisajes
naturales, que él siente, no con entusiasmos de brocha gorda, sino con ese
respeto, esa impresión honda y grave que producen el campo y el mar, cuya voz
solmene sobrecoge y sacude, en lo más escondido e íntimo, las raíces del alma.
Leyendo Mont-Oriol pueden encontrarse algunas de esas observaciones,
referentes, verbigracia, a los olores del campo. En Sur l’eau las hay,
sobre el Mediterráneo, de esas cuyo mérito sólo puede apreciar quien ha vivido
en aquellas playas luminosas, entre el aire que llenan, a la vez, el aliento
salado del mar, el polvillo ardiente de las palmeras y el perfume de azahar que
embriaga. En Notre coeur se destaca, como joyel precioso, el cuadro de la
marea y la impresión sedante, bienhechora del bosque. Verdad es que Maupassant
ha sido, toda su vida, un sportmann apasionado, y que esto le ha podido
ayudar en la exactitud y calor de sus descripciones. Pero si de ellas pasamos a
la psicología humana, la originalidad y valor artístico de nuestro novelista,
resultan a igual altura.
II
Sea cual fuere el asunto en que ocupa su pluma, Maupassant acierta en los datos
que han de caracterizar a sus personajes. Su composición (como dice el crítico
danés Jorge Branes, uno de los que mejor han entendido el talento de nuestro
autor), ofrece siempre, de la manera más enérgica, lo que ha querido demostrar.
Pocas veces es hueco en las observaciones, en los detalles; y en todos casos,
logra darles novedad, no fantástica y estrambótica, sino real, resultado de
aquel consejo de Flaubert, que decía: “hay que mirar las cosas durante largo
rato y con atención suficiente, hasta descubrir en ellas un aspecto que nadie
haya visto, que nadie haya descrito antes.”[1]
Los cuentos o novelas cortas (Contes y Nouvelles)
son una patente demostración de esta cualidad. Como el asunto es de cortas
proporciones y muy concreto y ceñido el pensamiento, cualquiera excrecencia
inútil holgaría de manera sobrado evidente para no ser notada. Nada huelga, por
el contrario. Todos aquellos escritos son de una concisión enérgica, de una
pintura sobria, pero justa, de los caracteres y los hechos. Lo mismo cuando
narra la entrevista solemne y fría, por lo desconsoladora que es para los
creyentes en “la voz de la sangre” de un padre y un hijo que no se habían visto
nunca, que cuando analiza las aberraciones morales de una mujer sin pudor, que
no obstante, es fiel a su marido, o cuando describe la bajeza terriblemente
castigada de un soldado que traiciona doblemente a su jefe, hiriéndole en su
honor a la vez, por el silencio y por el acto positivo, Maupassant produce la
impresión adecuada y deja al lector, si no emocionado (porque no hay emoción en
ciertos asuntos), absorto ante la obra de arte tan bien concluida.
A veces, los cuentos son cuadritos deliciosos de la
vida campesina, trazados con una verdad despiadada, si cabe decir esto de la
verdad. Allí está en cuerpo y alma el labrador con su moral acomodaticia, su
egoísmo económico parejo con la sobriedad y las privaciones, su espíritu
estrecho y mezquino,... todas las cualidades malas, en fin, de la clase; porque,
eso sí, el labrador de Maupassant sigue siendo el de La Terre, como sus
tipos urbanos, según él propio ha escrito, monstruos parisienses[2].
Esta circunstancia, sobre la que he de volver más
adelante (y que es la más característica en los cuentos y nouvelles), me
excusa, ante mi particular conciencia, de insistir ahora en ese aspecto de la
obra de Maupassant, una vez dicho lo que importa saber respecto de su excelencia
artística; cumpliéndome sólo añadir que a este género de escritos debe nuestro
autor gran parte de la fama, y, sobre todo, del éxito de librería de sus
publicaciones. Los tomos en que ha recogido Maupassant sus producciones cortas,
pasan de nueve. Citemos: La maison Tellier, contes de la Bécasse, Contes du
jour et de la nuit, Contes choisis, Le rsoier de Mme. Husson...
La Revue bleue, Gil Blas y otros periódicos,
han gozado principalmente de la originalidad de estas producciones.
Pero donde está la parte mejor y más sana (más ideal y
más profunda) de la obra de Maupassant, es en sus novelas largas, y de ellas,
sobre todo, Pierre et Jean, Notre coeur y Fort comme la mort.
Bel Ami no pasa de ser un cuento del Gil Blas, ampliado hasta las
proporciones de un tomo; Une vie, que algunos tienen, con manifiesto
error, por la obra maestra, carece de calor de humanidad, y Mont-Oriol es
una historia ligera y divertida, muy amena y agradable, que sólo alcanza, al
final, una cierta elevación artística con la pintura de la soledad triste de
aquella mujer amante y su dignidad serena ante el que la abandona.
No quiero hablar de otros libros. Me basta, para
caracterizar la gloria de Maupassant, con los que he citado antes, añadiendo al
terceto, Sur l’eau.
Pierre et Jean es una novela admirable, por el
pensamiento y por la factura. El problema que desarrolla es muy hermoso y está
planteado sin exageraciones de escuela, ni excesivos empeños naturalistas. Se
trata de un hijo que descubre la infidelidad conyugal de su madre y que por
efecto de esa falta, su único hermano (el niño mimado de la casa) es hermano
adulterino. El dolor profundo que el descubrimiento le produce, junto con algún
retoño de envidia fraternal; el sentimiento de compasión hacia el padre; la
mezcla de odio y amor hacia la madre; el desaliento enrome que sigue al choque
moral, y la resolución noble y cobarde al propio tiempo, que origina, todo está
descrito (con hechos más que con observaciones subjetivas) de una manera que
deja honda impresión en el lector. Para mí, Pierre et Jean, no sólo es de
los mejores libros de nuestro autor, sino también una de las novelas más
originales y mejor escritas de nuestro tiempo.
Notre coeur se acerca al tipo de las obras de
Bourget, como Un coeur de femme. Es el análisis refinado, íntimo, de una
mujer a quien la nerviosidad y retorcimiento frívolo de la vida
modernista, fin de siglo, privan hasta de lo más característico en la
mujer francesa, en la mondaine de Paris: el sentimiento del amor y el
placer de su satisfacción con el hombre. A la vez viene a demostrar (quizá
involuntariamente para el autor) que toda relación, aun la más física, de los
sexos, necesita un elemento ideal, sin el que todo lo otro no es nada. Bien a su
costa lo aprende así Andrés Mariolle, para el cual toda la filosofía que la
experiencia de su trato con Mme. de Burne le procura, es que las exigencias del
sentimiento están muy lejos de verse satisfechas con la posesión material de una
mujer, cuando falta la emoción psíquica, la impresión de que nuestra ilusión,
nuestro propio placer, agita también a la otra parte y está compartido
sinceramente por ella. De aquí que el amor ingenuo, sin reservas, de Isabel,
llene más el alma y apacigüe mejor la fiebre que la pasión llena de reservas de
Mme. Burne produce. El reconocimiento de esta consecuencia se halla en las
siguientes frases del principio y fin del libro: “El (Mariolle) vivía torturado,
porque amaba,”– así comienza el capitulo III, hablando del amor de Andrés a Mme.
de Burne; – se encontraba menos solo, menos perdido, menos abandonado... Para
ella no había más que él en la mirada, en el alma, en el corazón y en la
carne... El saboreaba, sorprendido y seducido, esta ofrenda absoluta, y sentía
la impresión de que aquello era el amor bebido en su propia fuente, en los
labios de la naturaleza!, – así dice el capítulo final hablando de la pasión de
Isabel.
Esto no obstante, Mariolle no puede olvidar a Mme.
Burne: se somete a las privaciones, al dolor constantemente renovado de una
relación fría, de una posesión indiferente casi. Como el filósofo de Cruélle
énigme, no sabe romper sus lazos, y queda esclavo para siempre; y en esta
fatalidad de la tortura deseada, surge la nota triste, desconsoladora, de la
novela moderna. Maupassant (ya lo he dicho en otra ocasión, y séame lícito
recordarlo ahora), a pesar (y quizá por ello precisamente) de lo que un crítico
llama ligeramente su “epicureismo práctico”, su afán por el placer, sufre, en
realidad, “ese inmenso fastidio, esa dolorosa desilusión, ese desfallecimiento
triste ante las cosas de la vida, que (aun para los que no padecen de idealismo)
tienen mayores amarguras y desengaños más grandes de los colocados en cuenta en
el presupuesto que todos, incluso los más despreocupados, hacemos para nuestra
conducta.”
Semejante estado de animo viene a concretarse en estos
dos puntos: un solemne desprecio hacia los hombres, en quienes no se ve más que
la manifestación egoísta, estúpida y brutal, juicio bien declarado en los
capítulos de Sur l’eau; una concepción sensualista y material de la vida,
por la cual no le preocupa más que el dolor, el sufrimiento y la vejez en cuanto
significa pérdida de fuerzas; y el afán de revelar siempre el lado desagradable
de las cosas: los vacíos del cariño, las deficiencias de la amistad, la
traición en el matrimonio, la gotita de acíbar, en fin, que hay en el fondo de
todos los hechos, aun en las mayores alegrías.
Esta predisposición, que le ha llevado a descripciones
y asuntos poco simpáticos, le ha permitido, en cambio, ser el poeta de algunos
grandes dolores morales, escasa o pobremente explotados hasta ahora por los
novelistas. Tal sucede con ese amor cumplido y no satisfecho de Notre coeur;
tal, sobre todo, con esa pasión de joven en un cuerpo viejo, con esa pena
desoladora de la vejez de la carne ante la eterna juventud del deseo y de la
idea, que forman el contenido moral de Fort comme la mort. Tengo esta
novela por la obra maestra de Maupassant; quizá hay progreso (en el sentido del
psicologismo) en Notre coeur, porque el autor dice más y más hondo de
cada cosa, pero con menos detalle, Fort comme la mort dice, sin decirlo a
veces, todo lo que es necesario para comprender la situación y los sentimientos
de los personajes. Todavía esta relativa sobriedad es un mérito. Pero lo que no
tiene duda, es que, hasta aquel Olivier Bertin, ninguna otra figura de la
literatura contemporánea había expresado tan humanamente la sombría
desesperación de hacerse viejo, a la vez en el arte y en la vida, de
imposibilitarse para ser comprendido y amado por la juventud nueva, que no sabe
ver (en la indiferencia lógica de su sentimiento) el fondo esencial,
perpetuamente joven de un hombre a quien sólo la edad hace anacrónico.
Al lado de este drama principal, el de la condesa (que
consiste en verse reemplazada en el corazón de aquel a quien ha dado todo su
cariño, por su propia hija, junto a cuya belleza en creciente va de cada día
nublándose la belleza de la madre) parece importar menos y tener menos fuerza.
En rigor, quien interesa allí es Bertin, y el lector ingenuo daría un
dedo de la mano por convertirse en Mefistófeles, para devolver al pintor la
juventud que huye, y con ella ¡tantas dichas que también se hacen imposible!
Aun olvidando de propósito algunas descripciones
magistrales (como la de Paris en verano), Fort comme la mort es una de
las novelas de más fondo y de mayor emoción que posee la literatura
contemporánea. Original (a pesar de no ser nueva su trama externa), lo es más,
sin duda, que Notre coeur, mucho más que Une vie, y superior, en
la factura y en el atractivo, a Pierre et Jean. sin tanto aparato como
otras novelas del ciclo naturalista (y aun del psicologismo novísimo), va
derecha al alma y la emociona... tristemente, como todos los libros de
Maupassant; con una tristeza que ni tiene la fiebre de Zola, ni la dulzura de
Daudet, pero sí una amargura honda, honda como la de los grandes desengaños, que
no se lloran ni se confiesan, hasta que un amigo indiscreto los evoca con su
charla.
De esa amargura hay en Sur l’eau, de cuyo libro
no diré mucho por haberle ya dedicado un artículo hace algunos años[3].
En él hallarán los levantinos y costeros cariño franco al mar, y los
reporters emocionistas la descripción de una de esas jaquecas que
arrastraron al autor, según se dice, al uso del opio. El libro empieza alegre y
fresco, como una alborada sobre las playas del Mediterráneos, y concluye (por
haber cambiado el objetivo desde la naturaleza al hombre) en sarcasmo
triste. La imagen del proceso intelectual que el autor ha seguido en esta obra
(desde la primera página a la última), parece ser aquel matrimonio joven, que
comienza su idilio de amor a la luz de la luna y lo acaba sobre el tapete de
Monte-Carlo.
III
Pretenden algunos críticos que las novelas y los cuentos de Maupassant no son
simpáticos. Así lo sostienen Roberto H. Sherard, en el último número de The
Graphic[4],
y Andrew Lang, en la North American Review[5],
si bien este segundo extiende aquel juicio a todos los novelistas franceses
contemporáneos, o, cuando menos, a los que pertenecen a la escuela naturalista y
sus afines.
Sabido es que Maupassant fue en un principio discípulo
de Zola, y que su fama comenzó en las célebres Soirées de Médan, con la
lectura de una nouvelle, Boule de suif, que produjo gran
entusiasmo al maestro. Más tarde, Maupassant abandonó la primitiva bandera, y ya
en Pierre et Jean se declara, no sólo independiente (para lo que le sobra
derecho en su originalidad), sino opuesto a la tendencia naturalista ortodoxa.
Del parti-pris naturalista (en su primera estrecha afirmación) le ha
quedado, no obstante, cierta huella en la elección de asuntos. La mayoría de los
cuentos toca en lo pornográfico y parece, casi, obra de Catulo Mendès; pero aun
los que no cojean de este pie, son desagradables, humanamente hablando, sin
dejar de ser exquisitos en el terreno del arte. Lo es el argumento o acción de
L'Héritage, el de Monsieur Parent, el de La maison Tellier,
el de Boule de suif,... de casi todos; y con la acción suelen correr
parejas los personajes, como los de L'Heritage, el mismo Bel Ami,
el protagonista de Mont-Oriol, el marido y el hijo de Une vie,
etc.
Esta nota desagradable procede de la falta de
nobleza y elevación de ideal, en fin (no de idealismo, entendámonos), en
los asuntos, en la vida que pretende reflejar la novela. El defecto es
característico de la literatura francesa contemporánea, y tiene su parte de
explicación en el aspecto crítico, pesimista, revelador de males (que no
patrocinador o tercero de ellos) que la distingue. Pero, a veces, este mismo
afán, sincero en unos, es en otros sobrepujado, o por la fuerza natural de la
pintura, o por esa pasión de artista que, verbigracia, hace adorador de mundo
pagano y del renacimiento, a un ferviente y convencido católico. Sea como fuere,
las mujeres de Maupassant, son fríamente fáciles, y, en general, el amor en sus
novelas se produce, como dice Andrew Lang, "no entre solteros (como en las
novelas inglesas), sino entre un hombre, casado o libre, y las mujeres propias
de otros hombres." En este punto estriba la explicación de la antipatía que las
novelas francesas inspiran a los críticos y al público inglés y norteamericano.
El mismo Mr. Rosking se ha hecho interprete de esta aversión, y sabido es que
algunas novelas de nuestro Palacio Valdés, tan popular en los Estados Unidos no
han sido traducidas por contener "pasajes escabrosos". Loang concreta la razón
de su dicho, en la siguiente sentencia: "Para concluir, y hasta donde un
extranjero puede determinar estas cosas, la novela francesa exagera mucho lo
malo que hay en la vida francesa, y omite mucho lo noble."
No exagere la crítica, a su vez. La nota general
desagradable de la novela francesa contemporánea, que llega hasta la
crueldad desgarradora, pero pedagógica, de Le Disciple, no es
obstáculo a la simpatía de muchos pormenores y a la risa de algunos pasajes.
Dejemos esto segundo, y vamos a la cuestión de momento. Basta recordar, en Zola,
la familia y el tipo de Pablo Sandor (L'oeuvre); la figura de mártir de
María (Pot-Bouille); la hermana del ingeniero y el pobre enfermo
arrastrado por la generosa ilusión del socialismo (L'Argent); casi todos
los personajes de Le Rêve, etc.; pero no me importa ahora hablar de Zola,
sino de Maupassant. En éste, hay, por de pronto dos novelas de todo en todo
simpáticas y que emocionan moralmente, a pesar de sus concesiones al amor...
libre de los naturalistas: Piere et Jean y Fort comme la mort.
Pedro, el hijo mayor, en la primera, el pintor, Ana y hasta la condesa, en la
segunda, son tipos con cuyos dolores y alegrías simpatizamos y unimos. Lo mismo
pasa con M. Parent, pobre víctima de la más infame y refinada de las
deslealatades, y hastra con la propia Boule de suif. Verdad que no puede
decirse lo mismo de aquella familia de L'Heritage, ni de los personajes
de Notre coeur, que dejan indiferente y frío en todo lo que de personal
tienen; pero, ¿acaso no bastan dos libros (más bien tres, si se cuenta gran
parte de Sur l'eau) y varios ejemplos sueltos de otros, en la obra de un
escritor, para reivindicar la existencia en su lira, de la cuerda
simpática? Sí: a pesar de todo, Maupassant claudica algunas veces y cae en la
simpatía, quizá por inconsecuencia fundamental de sus bravatas teóricas.
De todos modos, lo indudable parece ser que esa
antipatía moral de sus novelas y cuentos depende, sobre todo (y aun más que de
la inmoralidad de muchas escenas), de la tesis general que le domina, de la
conclusión filosófica de sus obras, que consiste (como advierte Brandes) en
mostrar "el desencanto de la vida, la manera como ésta pierde su encanto. Al
principio parece embellecida por la ilusión que de ella tenemos, que ejerce un
canto irresistible, y el individuo no puede menos de sentir un indefinible
malestar cuando piensa que algún día habrá de renunciar al conjunto de
esperanzas y promesas que le rodea. Pero nuestro autor hace ver cómo y por qué
sucede que esas promesas no llegan a realizarse. Y en esa demostración (que
harto elocuentemente nos da la experiencia de los años y del trato con los
hombres, muchas veces peores de lo que parecen) radica la impresión triste,
desconsoladora, de las novelas de Maupassant."
IV
Para concluir de caracterizar a Maupassant como escritor, diré algo mas acerca
de su estilo: "conciso y exacto,... seguro y reposado, sobrio, que no abusa de
las descripciones ni de los adjetivos, "como dice M. Chantavoine.
Brandes cita como ejemplo de ese "estilo vigoroso, que
pinta mediante las principales partes de la proposición, el sustantivo y el
verbo, " la frase siguiente, relativa al demócrata Cornudet (Boule de suif):
"Durante veinte años había sumergido sus barba rubia en los jarros de cerveza de
todos los cafés democráticos;" y en efecto, bastan estas palabras para evocar
una figura humana, para traer al recuerdo aquella otra clásica, del demócrata
Regimbar, en L'Education Sentimental.
Esta sobriedad no siempre es tan seca: a veces,
logra un tono muy imaginativo, o para mejor decir (porque también es imaginativo
aquél), más pintoresco. Así, dice en Notre coeur (pag. 237): "Sentía
dentro de sí un malestar que no era disgusto, porque su voluntad seguía firme,
sino una especie de sufrimiento físico, parecido al de un enfermo a quien se le
niega la inyección de morfina en el instante acostumbrado; " y más arriba: "Era
una de esas mañanas de florescencia, en que parece sentirse que, en los jardines
públicos y en toda la extensión de las avenidas, los redondos castaños van a dar
flor en un mismo día, en todo París, como lámparas que se encienden; " o bien:
"El cielo, lleno de estrellas, vibraba, como si en el espacio inmenso un soplo
de verano hubiese reavivado el centellear de los astros."
Con frecuencia, la frase es algo más que una
figura retórica: llega a lo que se llama "un pensamiento." Véase: "La mujer no
rebusca las frases; su emoción las echa directamente sobre el espíritu; no
registra los diccionarios. Cuando siente muy fuerte, lo expresa con acierto, sin
esfuerzo ni pena, en la móvil sinceridad de su naturaleza." - "Experimentaba esa
expresión, tan cara a las mujeres, de dar realmente alguna cosa, de confiar en
alguien todo lo disponible de ella, cosa que nunca había hecho." - "Ella lo
necesitaba (a Andrés), como un ídolo, para convertirse en verdadero Dios,
necesita del rezo y de la fe. En la capilla vacía, el ídolo no es más que un
madero tallado. Pero entra un creyente, adora, implora prosternado y gime de
fervor, embriagado de su región; y al punto se convierte en un igual de Brhama,
de Allah o de Jesús: porque todo ser amado es una especie de Dios." -
"Los defectos de los hombres eminentes son, con frecuencia, de más relieve que
sus méritos, porque el talento es un don especial, como una buena vista o un
buen estómago... sin relación con el conjunto de los atractivos personales que
hacen cordiales o atractivas las amistades." - "Así soplaba sobre el
fuego de su propio corazón, y encendía en él el incendio, porque las cartas de
amor son a menudo más peligrosas para quien las escribe que para quien las
recibe[6],"
¿Para qué seguir? En este tipo, con Fort comme
la mort, Sur l'eau y Notre coeur, podría formarse un ramillete
de frases y pensamientos suficientes para llenar un tomo. Lo que quizá resulta
es que el estilo de Maupassant se ha desarrollado en sus últimas novelas,
adquiriendo más intimidad y más jugo. Entre él y Bourget hay, sin
embargo, una diferencia, no de valor (no se discute ahora eso), sino de
temperamento, imborrable. Maupassant no escribirá nunca, espontáneamente, una
carta como la de M. de Poyanne, en Coeur de femme: cartas de ese género
son hijas exclusivas de los descendientes directos de aquel que escribió las de
Mme. de Mortsauf en Le Lys dans le vallée.
Para terminar, copiaré aún otro párrafo de
Brandes. No sabría yo caracterizar mejor la situación que Maupassant ocupa en la
literatura francesa contemporánea. "Ninguno de los novelistas dice, ni de
los más antiguos, ni de los de ahora, es tan francés como Guy de Maupassant.
Comparado con él, Bourget es un cosmopolita, y Huysman, holandés. Él es el
galo entre los grandes novelistas; nunca cruel, como Goncourt; nunca
prolijo, como Zola; nunca sentimental, como Daudet. No es tan profundo como
éstos... Pero aún es joven, y los límites de su talento, que nadie podrá negar,
no están aún fijamente determinados. Porque, a pesar de lo superficial que
aparece de vez en cuando, es siempre clásico, es decir, dueño absoluto de su
asunto. Por encima de la sensualidad, del amor de la libertad, de la alegría y
de la sátira, de la compasión y la melancolía, flota en él el sentimiento seguro
y claro del arte [7]."
¡Desgracia inmensa, que no pueda cumplirse la esperanza del gran crítico danés!
RAFAEL ALTAMIRA
Publicado
en La Ilustración Ibérica (Semanario científico, literario y artístico) el 27 de
febrero al 5 de marzo de 1892.
Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)
Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
[1] Recordado en el prólogo de Pierre et Jean
[2] Por
ejemplo, la mujer de M. Parent. (Puede ser también una referencia a la
obra de Catulle Mendès, titulada Monstres parisiens. N. de J.M.
Ramos)
[3] En el
periódico La Justicia. Septiembre de 1888.
[4] 16 de
enero de 1892
[5] 15 de
enero de 1892 French Novels and French Life.
[6] No
necesito advertir lo mucho que pierde la frase, en armonía y
fuerza, con una traducción, que, de todos modos, requiere más detenida
reflexión de la que ahora puedo yo concederle.
[7] Casi todas las
novelas de Maupassant están ya traducidas al español. De sus centos,
prepara un tomo el Sr. Lázaro.