El Imparcial 4 enero de 2015
Guy de Maupassant: Los domingos de un burgués en París
Traducción de Manuel Arranz. Periférica. Cáceres, 2014. 136 páginas. 15,50 €
Se rescata al fin la que fue una prueba prematura de la audacia del autor de
Bola de sebo para tomar el pulso de su época a través de anécdotas breves pero
sabrosas. Ese genio para el relato corto, a veces disfrazado de apariencia
costumbrista, escondía siempre un fogonazo potente como el de un disparo mortal
con el que apuntaba contra las convenciones más arraigadas y las más acreditadas
majaderías de su época. Las dotes de observación de esa afilada mordacidad
propia de Guy de Maupassant se encuentran ya en su punto en esta precoz
narración de Los domingos de un burgués de París. El hilo conductor que enlaza
los distintos episodios está en el señor Patissot, estrafalario arribista en el
escalafón funcionarial en el que Maupassant sintetiza la insensatez y la
propensión al absurdo de esa estructura burocrática en vías, ya entonces, de
obtener un poder omnímodo.
Guy de Maupassant acababa de recibir el primer gran espaldarazo a su trayectoria
literaria al haber sido seleccionado un texto suyo por Émile Zola para formar
parte de aquella antología ya mítica a favor del naturalismo que se tituló Las
veladas de Médan en 1880, lo que en gran medida avaló la publicación por
entregas de estos Los domingos de un burgués de París en el periódico Le Gaulois.
Quizá el lector de entonces solo tuviera la oportunidad de disfrutar la
hilarante causticidad de cada una de las entregas de la obra por separado, sin
percibir su propósito unitario. Únicamente la publicación de toda la serie en un
solo libro en 1901, en una edición póstuma, permitió apreciarlo íntegramente más
allá de sus chispeantes detalles.
La visión acabada y completa del señor Patissot nos permite calibrar la
vertiente oscura de esta sátira, al mostrarnos al prototipo del burócrata
adherido como una pequeña y eficaz pieza de relojería al funcionamiento de un
régimen injusto y autoritario. Patissot inicia su carrera administrativa bajo el
II Imperio, a las órdenes de aquel brutal impostor que fue Napoleón III. Víctor
Hugo narró con imágenes indelebles la criminalidad y el terror con que aquel
fraudulento descendiente de Napoleón impuso, desde el Elíseo, el sometimiento de
toda la población al arbitrio de su figura. Nada de esto importa al gris
oficinista que es Patissot, si no es seguir escalando con sigilo los puestos
administrativos a los que aspira. Nos dice Maupassant en un magistral pasaje: “A
fuerza de contemplar al soberano, hizo como hacían muchos: empezó a imitarlo en
el corte de la barba, el peinado de la levita, la manera de andar, sus gestos
-¡cuántos hombres en todos los países se parecen al retrato de su príncipe!-.
Tal vez tenía un vago parecido con Napoleón III, y como tenía el pelo negro, se
lo tiñó. Entonces, el parecido fue completo.”
Esta conformidad sin un ápice de crítica frente al poder no se sustenta en
ninguna identificación ideológica. Cuando el Emperador es capturado en la
batalla de Sedán y se impone la III República, el correoso funcionario Patissot
deja de teñirse, se afeita por completo y se compra un sombrero nuevo colocando
en él como divisa una pequeña insignia tricolor. Apunta Maupassant: “Desde
entonces, gracias a aquella simiesca facultad de imitación, las cosas le fueron
mejor.” Se trata de la persona transformada en un simple mecanismo funcionarial
a través del cual el Estado –o el poder que se haga en cada caso con el control
del Estado-, puede ejecutar con eficacia cualquier designio justo o bárbaro,
estúpido o benigno, absurdo o taimado que le venga en bien hacer imperar. No hay
resistencia alguna en ese mimético hombre sin cualidades, un personaje que es el
primer eslabón que conducirá a los futuros terribles funcionarios kafkianos.
Se instaura por entonces el domingo de asueto en las grandes ciudades, cuyo
tedio y objetivo consumista fue tan inteligentemente estudiado por Walter
Benjamin. Y en esas salidas dominicales del burócrata señor Patissot, Guy de
Maupassant no deja pasar un instante para fustigar con cáustico sarcasmo la
estupidez de su pequeño protagonista cuando abandona la covacha del ministerio.
Las escenas se suceden hilarantes: cuando se pierde en una delirante excursión a
Versalles, cuando se entrega a la aventura de pescar con caña, cuando visita la
casa nada menos que del propio Zola a las afueras de París, o cuando contrata a
una robusta pelirroja en el Folies-Bergère para una excursión con un final
desternillante.
Los domingos de un burgués de París, de Maupassant, está, pues, en sintonía con
el Bouvard y Pécuchet que su admirado Gustave Flaubert publicaba también en
aquellas fechas, creada como una epopeya de la idiotez humana. Jorge Luis Borges
señaló con perspicacia que Flaubert, a través de Bouvard y Pécuchet “mira, hacia
atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift, y hacia delante, a las de Kafka.”
Exactamente lo mismo puede decirse de Los domingos de un burgués en París, de
Guy de Maupassant, aunque con menos carga antropológica y filosófica que
Flaubert, y sí con muchísimo más humor y una más incisiva sátira de
intencionalidad política. Nada, pues, que hoy pueda ser tildado como anacrónico.
RAFAEL FUENTES