El Imparcial, 13 de enero de 1892

 

Guy de Maupassant

 

Estas crónicas van tomando el aspecto de puras necrologías. Cuando no es un muerto el que pasa, es una inteligencia que se apaga. Yo me he resistido cuanto era posible antes de escribir sobre este vivo sin alma que, abatido como un tronco viejo, han trasladado de Cannes a Paris entre dos loqueros. Pero no es dable resistir largo tiempo a esta obsesión que ha invadido todos los espíritus de la capital, en presencia de la catástrofe ocurrida al novelista a la moda. Para la mujer, una novela es como une espejo donde instintivamente se mira; y que consulta con deleite o que arroja con enojo, según se encuentre en su imagen más o menos favorecida. Guy de Maupassant es el autor favorito de ellas. De una parte presienten la virilidad del escritor, de otra la sensibilidad del hombre. Si en cuanto a la primero, ven justo; en los segundo, se equivocan de lo lindo, confundiendo el sentimiento con la sensación. En el sentimiento de Maupassant no pudieron entrar nunca dos ideas que vienen siempre del alma: Dios y el amor. A los veinte años su principal deseo era poseer la agilidad y la fuerza de una bestia hermosa; a los treinta adoptó el placer como único fin de la vida; a los cuarenta propúsose acabar con una existencia que la caritativa a la vez que cruel previsión de su ayuda de cámara ha condenado a la lenta y espantos extinción del paralítico.

No hay escritor contemporáneo que menos caso hiciera de la gloria. El legendario mercantilismo de Zola y de Sardou se queda en pañales comparado con el espíritu práctico de Maupassant. Para él el arte era un oficio, un medio de adquirir lo necesario para satisfacer sus dos pasiones más violentas, entre otras, la independencia y el movimiento. Joven, un revés de la fortuna redújole a la pobreza. Al verse encerrado en una oficina del ministerio de Marina, obligado a ganarse una subsistencia, creyó ahogarse privado de su libertad querida. Y entonces le ocurrió la idea de escribir, no por vocación, sino por «razonamiento», como decía él. «Mi obra no es la obra de un inspirado, sin de un reflexivo. Lo mismo estaba yo predestinado para escribir como para realizar cualquiera otra faena. Con mi testarudez y mi método de trabajo, lo mismo que he llegado a ser un literato hubiese sido un pintor, un médico, cualquier cosa menos un matemático. Nunca jamás en mi vida he sentido eso que llaman el gusto, la satisfacción del trabajo. Para mí la literatura no ha sido más que un medio de manumitirme de la estrechez de la existencia.»

Ni por su conversación, ni por sus costumbres, ni por sus gustos, ni por su físico, ni por su moral era Maupassant un literato. Y sin embargo, ¡qué artista! Todo el brío de su carácter refléjase en sus obras. El vigor de su prosa es resistente como sus músculos. Sus descripciones rebosan vida. Su frase es espontánea, nueva, pintoresca, sobria y justa. Es un estilo el suyo que participa de la armonía y de la aritmética: en música y cantidad, sonido y color. Y tras esa labor cincelada de la forma aparece el pensador severo, el observador infatigable, audaz a veces pero nunca vulgar. ¡Y decir que este pintor de realidades negaba la realidad! «Creer en ella es una niñada; cada cual llevamos la nuestra en nuestro pensamiento y en nuestros órganos. Los grandes artistas son lo que imponen a la humanidad su ilusión particular.» Su Horla y Sur l’eau apoyan la tesis. ¡Sólo que aquellas al parecer ilusiones de la demencia resultan ahora ser las sensaciones experimentales de un loco!

¿Tenia Maupassant conciencia de su mal en germen, presentía la condena fatal del lúgubre atavismo que había trastornado el juicio de sus antecesores? Yo creo que sí. El evitaba cuanto podía la sociedad, que se disputaba su persona como la de un rey; no permanecía en París mas que el tiempo necesario para «lanzar» la novela del año, y apenas su editor le rendía cuanta de los 100.000 francos anuales que le producían sus obras, dábase a la vela en su yacht Bel Ami con rumbo a puertos desconocidos de él para confundirse entre la multitud indiferente y sin nombre, de gentes, como él decía, con quien me codeo y que no volveré a ver más, que al llegar la noche dejaré para hacerme a la mar y dormir a mis anchas o dar suelta a mi fantasía, sin preocuparme de la casa que dejo ni de la que m espera, indiferente a las vidas que en ellas nacen o mueren, se desarrollan o se extinguen; sin desear jamás echar el ancla en parte alguna por dulce que parezca el cielo, por sonriente que sea la tierra. Pero llegó un día que, tras la primer punzada en el occipucio, sintió que algo se desplomaba en su interior, anonadándolo, abatiéndolo, y aquel día fue el primero que la jeringuilla de Pravas sacudió como un latigazo aquella robustez vencida al primer asomo del mal.

Después, la pasión fatal que absorbe como el juego, como el vino, como el amor, despeñóle de la morfina a la tebaína, del haschis al  cloroformo y de la cocaína al éter. El veneno es dulce. A veces, como el opio despierta visiones encantadores que os seducen, o causa como la morfina esa extraña sensación perdida de la conciencia de la vida, del aniquilamiento absoluto del yo, que os atrae, que os encanta. Pero en realidad mata, como todos los paraísos artificiales. Tras el lánguido olvido de la existencia y del dolor, tras las delicias incomparables de los primeros ensueños vienen las crisis violentas, las alucinaciones siniestras; y el tener que cerrar las ventanas con candados; y el ocultar las armas; y el salir a media noche desnudo como Maupassant, corriendo por la plaza Malesherbes tras un quimérico fantasma siempre fugitivo, tenaz, implacable, inaprensible.

Pasada la crisis, el infatigable trabajador volvía a su artística faena, que solo dejaba  para sumirse en la lectura de la Biblia, muellemente recostado en una góndola veneciana, que sobre una piel de osos blanco que ocupa un rincón de su despacho; o para recorrer sus cuatro «postas», como llamaba a los cuatro pie à terre que en los extremos de París servían de teatro a las galantes cuanto efímeras aventuras de este epicúreo retrasado.

En realidad eso era Maupassant, quien en más de una ocasión decíanos: «Temo tan poco a la muerte que sería capaz de matarme por broma. A veces pienso en el suicidio con deleite. Después de todo es una puerta que le queda a uno para huir el día que se está verdaderamente harto.» Indiferencia o gusto por la muerte que forma el fondo del epicureísmo; final forzado del sibarítico egoísta que toma el placer por objetivo de la vida, despojándolo del sentimiento por temor al sufrimiento. El día en que la sensación no corresponde a la intensidad del deseo el vértigo os apresa y la nada misteriosa os atrae con la fuerza invencible del abismo.

Maupassant, cuya razón apagada acaso para siempre se da de baja en la lista de los mejores escritores de este último cuarto de siglo, obtiene el triste privilegio reservado a los muertos: ser alabado por los de su oficio y que se inventaría su caudal. En artículo de Alberto Wolff  se dio a conocer una mañana de 1880, llevando la Boule de Suif a las Soirées de Medan. lanzado por tan hábil como robusta mano, el joven escritor llegó a lo alto disparado como una bala, marcando cada etapa con un triunfo.

La Maison Tellier (1881).–Mademoiselle Fifi (1882).–Contes de la bécasse.– une vie.–Clair de lune (1883).–Au soleil.–Les soeurs Rondoli (1884).–Bel Ami.-Yvette.–Contes du jour et de la nuit,– Contes et nouvelles (1885).–La petite Roque.– Mr. Parent.–Toine.–Contes choisis (1886).– Mont Oriol.– La Horla (1887).- Pierre et Jean.– Sur l’eau.– Le rosier de Madame Husson (1888).–Fort comme la mort (1889).– Notre coeur.– La main guache (1890).

Este es su inventario, con más de cien artículos o novelas cortas desparramadas en los periódicos, después de haber debutado en el Gil Blas bajo el pseudónimo de Maufrigneuse.

Ojala que un día me sea permitido reanudar en estas crónicas la serie de sus triunfos.

 

L. ARZUBIALDE

 

 

Publicado en El Imparcial el 13 de enero de 1892

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/