El Imparcial, 22 de noviembre de 1927

 

LA QUE AMÓ A MAUPASSANT

 

Chatelguyon no era en esa época la gran ciudad balnearia que actualmente compite con Vichy. No tenía «palace» ni siquiera hoteles medianos, ni Casino, ni teatro. Vanamente habríais también buscado allí una casa de Correos. Lo que hacía veces de tal, era sencillamente un quiosco de periódicos, que se encontraba a la entrada del parque y en el que se había instalado un buzón para las cartas y una especie de trastienda o pieza independiente que servía para la venta de sellos y para telégrafo.

El quiosco estaba a mi cargo. Yo vendía los periódicos y desempeñaba al propio tiempo el servicio postal y telegráfico.

Mi cliente más asiduo fue por entonces, puedo decirlo, el señor Guido de Maupassant. Agradecido al balneario, donde se había curado un primer acceso neurasténico, venía todos los veranos no para tomar las aguas, sino solamente para descansar. En Chatelguyon fue donde escribió Mont Oriol, obra e que refiere las inteligencias de parisinos y auverneses para fabricar y lanzar una ciudad balnearia.

Vivía Guido cerca del Calvario, en una villa oculta, donde trabajaba rodeado de flores muy olorosas. Rehuía el trato del mundo y del demimundo, porque era ya muy conocido. Ocurría con frecuencia que los que le veían ante mi quiosco pronunciaban su nombre el alta voz y se quitaban en seguida el sombrero... ¡Dios mío! Era ya célebre, estaba a la moda y con eso un buen mozo, guapetón, robusto y ancho de espaldas, de sonrisa dulce bajo su rudo bigote y en el vigor de la edad.

He dicho que venía aquí a tomar descanso; pero venía sobre todo para alejarse de París, del bullicio de las ciudades, de los salones y de los campos de carreras ¡y por huir de las mujeres!

¡Ah! No podríais suponer el número de cartas que recibía el pobre señor de Maupassant. Todos los días el correo se las traía de todas partes, con sobres de todas formas, de todos los colores y de todos los perfumes. Sopesándolas y oliéndolas habría podido yo decir: «Esta contiene rosas, ésta claveles, ésta un rizo de cabellos.» Algunos sobres ostentaban magníficos blasones.

El señor de Maupassant bajaba todas las mañanas a buscar su correo, que abría junto a un arroyo que corre entre hayas, y subía después a su casa saludándome al pasar con una gentil inclinación de cabeza. Pero no había aun vuelto la espalda, que llegaban ya telegramas a su nombre. Venían de Niza, de Montecarlo, de Golfo-Juan, de Cannes, de Tamaris, de Paris, de Marsella, de Ruan, de Honfleur, de Trouville, de Ostende. Y eran todos mensajes femeninos, apremiantes y urgentes. El de Niza anunciaba: «Llego martes.» El de Cannes: «Espérame miércoles.» El de Montecarlo: «Me reuniré contigo jueves.» El de París fijaba también el jueves; el de Trouville y el de Menton, el miércoles; el de Ostende y el de Tolón habían elegido el viernes; tres o cuatro acaparaban el sábado. Y así sucesivamente. Ninguna, por supuesto, preguntaba si podía ir; todas se creían la única.

Uno tras otro mandaba yo los telegramas a la villa «Ivette». Hubo una mañana que conté veintidós.

¿Qué hacía mientras tanto el señor de Maupassant? Se había visto obligado a adoptar un sistema. Esperaba pacientemente haber recibido todo su correo telegráfico, y a eso de las cuatro llegaba a mi oficina con todos sus telegramas en la mano. Tenía el aspecto, bajo el calor de julio, de uno de esos jugadores desafortunados, cuya sangre les sube a la cabeza, pero que procuran contenerse y estar tranquilos, porque van a necesitar toda su sangre fría para jugar la partida decisiva.

Con mucha finura y el acento de un hombre de mundo que sigue siendo «buen chico», pedíame permiso para sentarse a una mesita que yo tenía en el quiosco, y allí, como un general que traza su plan de batalla, escribía un telegrama, y otro, y otro, tachando tras de cada uno el nombre de una ciudad. Me entregaba después su respuesta y yo transmitía: «Condesa L... Cannes. Salgo mañana. Espérame martes, hotel Albón, Brets. Besos. Guy.» «Baronesa V... Trouville. Salgo mañana. Espérame miércoles, hotel Majestic, Cannes. Besos. Guy» «Odette de T... Marsella. Salgo mañana. Te espero jueves, hotel Playa. Trouville. Besos. Guy.» En resumen, el señor de Maupassant dirigía indefectiblemente hacia el Norte a las amantes del Mediodía, y hacia las ciudades de la Costa Azul a las que procedían del Norte, de París o del Centro... Pero ¡ay! no acababa ahí el trabajo: algunas veces sobrevenían enredos en las líneas y a poco de irse volvía el señor de Maupassant, rojo, sudoroso, para dar contraorden por medio de nuevos telegramas y tenía que rehacer todo su tinglado. ¡Ah, el pobre! – pensaba yo llena de lástima, pero sin decirle nada.

Sin embargo, me pregunto yo muchas veces si hacemos bien compadeciendo a la gente con tanta discreción.... ¿Quién sabe si a despecho de las conveniencias una palabra dicha a tiempo salvaría a un hombre... o a una mujer?

Así lo pensé recordando esta historia. Yo había advertido que, precisamente a las horas en que el señor de Maupassant venía por las mañanas a recoger sus cartas y por las tardas a dar sus telegramas, una mujer se hallaba sentada en un banco que había frente a mi quiosco. Alta, morena, muy joven y ya viuda, cuidaba de un niño lindísimo que solía comprarme balones y trompetas. La señora llevaba siempre un libro en la mano, pero tan solo por llevar algo. Cuando por casualidad levantaba la cara y observaba que yo la miraba, bajaba en seguida los ojos y se ponía muy colorada, como si más que viuda fuese una muchachita. No sé por qué la tomé simpatía.

Un día que vino a pedirme algo para su niño (tenía ella la voz tan pura como las facciones), el señor de Maupassant salía precisamente de mi oficina. ¡Nunca le había visto yo tan furioso! Allí, delante de nosotras, rompió todo un paquete de esos malditos telegramas y los tiró al arroyo, murmurando con rabia: «¡Estas histéricas me volverán loco

No pude contenerme y pregunté a la joven viuda:

–¿Sabe usted quién es este señor?

Ella me miró fijamente.

–Sí–replicó –...; es decir, no...

–Es el señor Guy de Maupassant, el novelista.

–¡Ah!

Se puso intensamente pálida, como si yo la hubiese robado su secreto y se alejó sin decir más. Esa mujer, a quien la desgracia – un naufragio u otra catástrofe – había debido alcanzar alrededor de sus veinte años, tenía un tal modo de callar y de andar, que decía mucho sobre su vida. Indudablemente, había nacido para permanecer digna hasta su muerte.

Al día siguiente no la vi frente a mi quiosco. Pero la sorprendí en días sucesivos leyendo no lejos del banco rústico, adonde el señor de Maupassant iba a veces a reflexionar, calcular, combinar... encadenando en su red inextricable de falsos viajes y de citas engañosas.

«¡Dios mío, decíame yo, esos dos seres han nacido para encontrarse. El azar, el más pequeño azar habría que se reconociesen.»

Cuando el señor de Maupassant, sin verla, levantaba los ojos hacia ella, inmediatamente, como presa de miedo, la joven bajaba los suyos, con la cara todavía más blanca.

Yo acechaba... y esperaba... Una tarde mi corazón latió violentamente: la pelota del niño había rodado bajo los pies del señor de Maupassant. Este se levantó, la recogió y se la ofreció al chiquillo, le acarició la mejilla y le dijo unas palabras, quitándose el sombrero para saludar a la madre.

¿Pero cuáles fueron sus palabras? ¿Vio siquiera a la madre? Tenía el cerebro tan lleno de todas esas mujeres que se agitaban a lo lejos, que no es fácil distinguiese a esta joven tan tranquila que se hallaba frente a él.

¿Y ella? Seguramente la habló; seguramente le miró para darle las gracias; pero, ¡ay! era de espíritu demasiado digno para que sus ojos o su voz descubriesen nada de su corazón a ese hombre que ella amaba también con toda su inteligencia.

Al día siguiente no vi en el parque ni a la mujer ni al niño. Y no so se les volvió a ver en Chatelguyon.

El señor de Maupassant volvió al año siguiente; pero muy flaco, extrañamente nervioso, atormentado y taciturno, y después desapareció para siempre. Más tarde supe por los periódicos que había muerto – a los cuarenta y tres años -, después de haber sufrido el martirio de un hombre que comprende con toda su razón que va a perderla. Y eso a causa de las mujeres mundanas y semimundanas, alrededor de las cuales giraba él del mismo modo que ellas habían girado antes alrededor suyo.

... Por eso guardo como un remordimiento el recóndito pensamiento de que si por una palabra, un gesto, algo, en suma, hubiera podido yo hacer saber, hacer ver a ese hombre, rico de salud y rico de talento, que en la sombra una noble mujer le adoraba, tal vez él la hubiese advertido, comprendido y elegido... Y no hubiese  conocido ni la celda ni la camisa de fuerza...

Habría transmitido su bello nombre a uno de sus hermanos y unas hermanas del niño a quien tan paternalmente, le había recogido una pelota... ¿Pero, acaso con esta ideas no forjo yo también una novela?---

Marius-Ary LEBLOND

 

Publicado en El Imparcial el 22 de noviembre de 1927

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant

 

* Marius-Ary Leblond es el pseudónimo común de dos historiadores, escritores y crítico de arte y periodistas, Georges Athénas y Amimé Merlo, ambos primos. Su obra, escrita a dos manos, fue recompensada con el Premio Goncourt en 1909 por la novela En France que narra las vicisitudes de dos jóvenes criollos que van a estudiar en la Sorbona. El espíritu colonial destaca en su escritura.

Ambos ocuparon puestos públicos, Georges como secretario del mariscal Gallieni, desde 1914 a 1916 y Ary (Aimé) como conservador del museo de la Francia de ultramar. (Nota de J.M. Ramos)