Los lunes del Imparcial, 23 de marzo de 1891

 

El estreno de Musotte

 

Yo no me fío mucho de los éxitos de las primeras representaciones. La calidad especial del tribunal de esa noche no se parece en nada a la del de las funciones sucesivas. La crítica va al teatro mas que a gozar de un espectáculo, a hacer su análisis; que por muy atinado que sea, hállase algunas veces en oposicion con la opinión del público. Obras subidas a las nubes la noche del estreno he visto yo que no han durado un mes es escena, y otras, apenas atendidas, pasarse de viejas en los carteles. Pero lo ocurrido con Musotte en el Gímnasio no entra en esta cuenta. La crítica y el público han estado acordes al juzgarla hermosa.

Quince días han pasado desde que conocimos su historia y la emoción que produce su desventura es tan intensa en el concurso refinado de las premieres, como en la Asamblea burguesa de la suite.

La desgraciada Musotte abandonada por su amante, a quien servía de modelo, después de tres años de relaciones, ha dado a luz un hijo quince días antes que el ingrato contraiga matrimonio con una joven bella y distinguida.

Mientras el pintor se dispone a gozar de la luna de miel la noche misma de su boda recibe una carta del médico de Musotte en que le participa que la joven se halla agonizando y pide decirle por última vez adiós.

La carta por una coincidencia, cae en manos del tío de la novia quien aterrado por su contenido va a consultar con el hermano de la misma lo que debe hacerse con el escrito.

Los dos hombres deciden que lo honrado y digno es entregárselo al amante de Musotte y que él obre en libertad según su conciencia.

Juan lee la misiva y no duda en decir: «Corro a casa de Musotte; prevenid a mi mujer de mi ausencia.»

La pobre abandonada reposa en una chaise longue próxima a la cuna de su hijo. Desesperada y convencida de la traición, duda que el perjuro venga a recoger su último aliento, la suprema caricia de sus labios.

El timbre suena varias veces pero nunca para anunciar a Juan. La esperanza que renace a cada vibración va ya a desaparecer por completo, cuando súbito aparece Juan desolado.

No desisto de describir aquella escena con que Musotte, loca de alegría al recobrar su amante, precipítase en sus brazos encontrando todavía fuerzas en aquel tierno amor sacrificado, en aquellos gratos recuerdos de un afecto desinteresado, en presencia de aquel inocente ser que pronto quedará sin madre, para referirle al ingrato sus tristezas, sus torturas, sus dolores y su amor inextinguible.

Fiel a su culto, gozosa del sacrificio, no ha querido turbar la existencia de Juan revelándole el próximo nacimiento de su hijo; pero a las puertas de la muerte, contemplando su abandono, lo llama para confiárselo. Juan lo acoge, y al oírlo la infeliz madre cae en la agonía delirante, forjándose mil quimeras risueñas que la muerte apaga con su soplo de hielo. Juan cierra piadosamente los ojos de Musotte, y aquí termina el segundo acto de la obra, arrancando del público un llanto generoso aquellas desdichas expuestas de una mujer nueva, vigorosa, sincera y real.

Cuando el marido vuelve al lado de su esposa, ya la familia ha celebrado un consejo en que la situación ha sido estudiada desde todos sus aspectos; pero Juan desea celebrar una entrevista con su mujer, dispuesto a aceptar hasta el divorcio, a pesar del afecto que profesa a la joven. Los dos esposos se entienden, y ella en un arranque hermoso, propio de un alma noble y sensible, concluye por aceptar el fruto abandonado de aquellos amores encerrados en una tumba.

Esta es la trama incolora y burda de la obra que no cesa de atraer al público hacia el Gimnasio; sencilla si las hay, sacada de una novela corta de Guy de Maupassant, L’Enfant, que entre lágrimas y sollozos hace aceptar por la burguesía que la admira, que va a sentir con ella una tesis atrevida, pero que por ser generosa, digna y elevada pasa sin obstáculos aplaudida y en triunfo.

Cuando salen del teatro, cada una de las que lloran se cree capaz de idéntico sacrificio al de la esposa de Juan, y todas las mujeres se complacen de verse mejores de lo que hasta ahora les decían los escritores naturalistas.

Guy de Maupassant, secretario de Flaubert, de la Academia de los Goncourt y correligionario de Zola, las ha vengado de las injusticias de los otros. Y, sin embargo, yo tengo entendido que Maupassant no las quiere.

El que tan maravillosamente ha logrado pintar las torturas del amor, no ha amado nunca.

MONDAY.

 

Publicado en Los lunes del Imparcial del 23 de marzo de 1891

Fuente y propiedad de la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España.

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