El Imparcial, 23 de marzo de 1896
 

LA ESTATUA DE MAUPASSANT

 

– ¿Quién es ese? – preguntaba no sé quién mirando cierto retrato expuesto en una galería de hombres célebres de Francia.

–¡No puede ser literato ni artista! ¡Imposible! – añadió otro.

–Es un capitán de carabineros que sale de la peluquería.

–O un gimnasta de cerco.

–¡Qué bigotes, Dios mío!

–Sería bueno para decir «niño, que viene el coco,» si no estuviese tan repintado.

–Me parece que es el que nos cobró el domingo pasado los derechos de consumos dijo un señor gordinflón, de oficio gracioso.

–Vamos a ver el catálogo.

–Guy de Maupassant–dice.

–Un novelista. Creo que ha escrito algunos cuentos muy verdes – añadió el gracioso alejándose.

Guy de Maupassant era, en efecto. Pero el retrato, pintado por un artista de periódico de modas, era más bien una ofensa inferida al ilustre escritor tan conocido en España.

Cada persona tiene su pintor, como cada cuerpo su alma. Poned a Velázquez retratando a una damisela remilgada, a una preciosa ridícula, o a Watteau copiando el monstruoso y canalla rostro de un enano o de un borracho y la copia pecará, probablemente, de grosera en el primer caso, de falsa en el segundo.

La verdadera faz moral del infortunado autor de Boule de suif no está en los retratos de salón, y tal vez los escultores que labran la estatua que muy pronto se le erigirá en París no acierten a imprimirle aquel vigor propio de su estilo y de su persona. No expresa bien ni uno ni otra el retrato más conocido de él y que se debe a Gervex (ver figura), el Maupassant vestido de claro, prendida al cuello corbata azul, de rubio y flexible bigote y cabello rizado en forma de cascada, el Maupassant de tocador, de porcelana y esmalte, oliendo a esencias de heliotropo, sin aquel sabor y olor de buena salud, de vaca sana (según dice un escritor) que exhalan muchas de sus obras.

El Maupassant de verdad venía a ser una mezcla de gimnasta y de gendarme, fiero, brusco, luchador y operario. Era el tipo exacto del francés orgulloso, con rasgos del capitán Febo, un poco fanfarrón y duelista, y energías de uno de aquellos galos primitivos que intentaron conquistar el mundo. Su cabello era de un rubio castaño; del rubio normando que aún no acierta a ser completamente inglés, pero que es rubio del Norte. Llevaba el bigote enmarañado, retorcido con cierta fiereza y orgullo de tirador de florete. Tenía la nariz ancha, gruesa, de grandes ventanas y sensual aspecto; nariz algo zolesca, hecha para oler por igual los perfumes del pecaminoso tocador y las sanas emanaciones del establo de Normandía.

Sus ojos eran su cara, su verdadera expresión.

Selgas definía a Ventura de la Vega, cuyos vivos ojos revelaban profunda inteligencia y despedían llamaradas de talento, diciendo:

–Ventura es un apellido con dos ojos.

Maupassant era también un apellido con dos ojos. Podría creerse que el infortunado escritor fuese un gendarme hasta fijarse en su mirada. El escritor, el artista grande, genial y sincero, hablaba por aquellos ojos redondos y transparente, dulces y tranquilos unas veces, fieros y leonados otras, tiernamente azules y ferozmente acerados cuando la bilis o los nervios se apoderaban de su cerebro con oleadas de inspiración o de desesperado aniquilamiento; ojos, en fin, risueños y tempestuoso, mansos y agitados como esos lagos de Suiza que en un momento se tornan, de cristalinas y transparentes ánforas, en agitados mares cuyos desgarradores lamentos copió el gran Schiller en su Guillermo Tell.

El color de Maupassant en sus buenos tiempos era rosado, lechoso, de buena salud; parecía exhalar su rostro ese olor de heno, de hogar, que exhalan los caseríos vascongados o las granjas normandas.

Fuerte, de recia complexión, músculos de acero, andar un poco pesado y con ese ligero balanceo de hamaca que se nota en los marinos cuando caminan por tierra.

Sencillo, de natural elegancia, poco aficionado a exhibiciones, consideró siempre el traje de etiqueta como una camisa de fuerza que se aplica al artista y prefirió mil veces la amplia blusa del marino, las camisas de franela, las recias botas de cuero, el gorro y la pipa del lobo de mar.

Físicamente, este era el Maupassant brillante, de la gran época, el Maupassant alegre, sencillo y complicado a un tiempo; alma cándida, clara  sembrada al mismo tiempo de encrucijadas y oscuridades; niño abierto a todas las impresiones y viejo cansado del mundo. El espíritu de Maupassant semejaba a las altas montañas, en las cuales brotan juveniles flores, frescas y aromáticas yerbas en las laderas y en la falda, mientras la cumbre está cubierta de blanca nieve, de canosa cabellera.

El Maupassant de los últimos tiempos era un Maupassant sin espíritu. La brillante hoguera de sus ojos habíase apagado: éstos, amarillentos, sin expresión, miraban estúpidamente; su pelo, lacio y canoso, despeinado y sucio, había perdido su fuerza y su brillo y como enmarañada zarza caíale sobre la frente; su color era blanco, marchito; su piel fofa le sobraba de los carrillos y del cuerpo como un traje que no estuviese hecho a medida; la barba crecida, naciendo desigualmente, parecía trepadora yedra que subiese por una pared sembrada de hoyos y costurones; aquel fiero bigote de galo, de capitán aventurero, caído, sin cortar, enorme, le colgaba de los dos lados de la nariz como una mordaza; su robusto tronco, herido por el rayo, inclinábase, iba sin dirección, se retorcía en convulsiones nerviosas, se doblaba y se erguía con penosos esfuerzos; «el marino alegre había trocado su pipa y su gorro por la camisa de fuerza y los frascos de medicina, y el barco de ninfa, el yate Bel Ami, que atravesó triunfalmente el Mediterráneo, cortando las azules aguas y sembrando de puntos de encaje su camino habíase cambiado por el triste catre del enfermo, por la butaca de gutaperel de la Casa de Salud, por la silenciosa habitación donde se oían de cuando en cuando los quejidos del enfermo o moribundo, víctima del trabajo literario... ¡Pobre Maupassant! ¡Pobres artistas, que venden su talento, su juventud, su virginidad, su frescura, su salud y su espíritu por un puñado de pesetas para divertir al público!

 

 

RODRIGO SORIANO

 

Publicado en El Imparcial, el 23 de marzo de 1896

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant