El Imparcial, 28 de mayo de 1902

 

LA OLA DE CALOR

 

Parece que Mamá Naturaleza, grande amiga de renovar vetusteces, se ha propuesto volver a poner de moda aquel «Wals de las Olas» que tango gusto dio a mis contemporáneas de 1877.

¡Veinticinco años ha, señores mías! Cualquiera diría que fue ayer; y lo cierto es que algunas de vosotras os encontráis lo mismo, exactamente lo mismo que si acabasen de poneros de largo...

(Una nutrida comisión de jamonas se acerca a felicitar al orador.)

Como todavía no estoy en el caso de decir con el poeta:

Las hijas de las madres que amé tanto

me besan ya como se besa a un santo,

Alguna de esas hijas hay que se permite la humorada de transportarme al año 77, al año memorable del «Wals de las Olas».

No hay que censurar por eso a la inesperada caprichosa... Tous les goûts sont dans la nature, y la afición a la mojama es tan respetable como otra cualquiera.

La categoría que me atribuyo en clase de comestible, demostrará al lector suspicaz que no digo estas cosas por darme tono, ridícula y excesivamente influido por la actual ola de calor.

Porque de una ola de calor se trata ahora, y así nos lo anuncian desde Nueva York los despachos meteorológicos, como también anunciaron, dándola glorioso mote, aquella ola de frío que aun no hace cinco o seis noches hacía decir en «La Mallorquina» a un extranjero, del séquito del príncipe de Suecia:

–¡Voto al santo rey Olaf! ¡Qué buenos ratos se está perdiendo en Madrid mi compatriota Nansen!

Ahora, en cambio, podría venir por acá nuestro viejo amigo Stanley, y para nada echaría de menos las delicias del Congo.

Ha sido una lastimosa idea la de quitar las palmeras de la Carrera de San Jerónimo. Al cabo de dos o tres días de ola de calor, se habrían creído las pobres en lo mejorcito de África; habrían llegado hasta los segundos pisos, y como habrían fructificado de seguro ¡qué hermosa cosecha de dátiles para aquellos vecinos, al alcance de la mano!

Y si volvía la ola de frío –como probablemente volverá en cuanto le convenga a Don Práxiedes – los dátiles se convertirían en ricos frutos escarchados; y eso más tendría que agradecer el barrio a la iniciativa de Agustín Lhardy, que no podría en tal caso ser más desinteresada, puesto que iría contra su propia repostería.

Pero estas son amenidades fantásticas de la ola de frío y de la ola de calor con que gallarda y rápidamente «se cambia en la cabeza» del género humano la siempre diestra y ágil Mamá naturaleza.

Los efectos de estas perturbaciones atmosféricas son en la realidad bastante menos agradables. Par no notarlos a expensas del cuerpizon – como decimos los modernistas de Puerta de moros – se necesita tener el físico de bronce, y en estas envidiables condiciones, no hay en Madrid más que diez o doce personajes, tancredísticamente repartidos por plazas y paseos.

Por nombrar a alguien, nombramos a Mamá naturaleza, y a sus caprichos echamos la culpa de estos «baños de ola» con que nos obsequia; pero en rigor y sin estar en los secretos de Mad. Blavatsky, ni siquiera en los de mi eximia amiga madame de la Pilongue (calle del Grafal, esquina a la del Nao), más bien parecen cosas del otro mundo las que ocurren en éste, ya con las broncas aéreas, ya con los trastornos interiores del globo, que serán todo lo interiores que usted quieran, pero cuando se «exteriorizan» hay que reírse de los que inventa y provoca la empecatada humanidad para su desahogo y selección.

¿Por qué hemos de atribuir estos efectos a causas ciegas?

No sacaré yo ahora a relucir el consabido digitu Dei est hic, ni siquiera diré que el diablo anda en Cantillana; pero hoy mismo, y ante la ola de calor, no puedo menos de acordarme del celebérrimo Rayo Ardiente de los marcianos.

El autor de La Guerra de los mundos dio a aquellos invasores incómodos – como todos los invasores, por supuesto – la figura de unos pulpos indecentes... ¡Error grave! Más imaginativo, más noble, y más ejemplar para nuestro ridículo orgullo terrestre, hubiera sido suponer que esos seres superiores, sin ser precisamente espíritus puros, son inaccesibles a nuestros pocos y limitadísimos sentidos corporales.

No hay necesidad de verlos, oírlos, palparlos y gustarlos, para creer que andan a nuestro alrededor, tomándonos el pelo con más gracia que los duendes y espectros inventados por el miedo y la superstición.

Lean vuesas mercedes El Horla, de Guy de Maupassant, narración alucinadora si las hay; y luego, para consolarse de la ola de calor y de la ola de frío, de los terremotos y de las indecisiones de Sagasta, pueden echar la culpa a la multitud de horlas invisibles que nos rodean, trastornado los antiguos dominios de Eolo, Neptuno y Plutón.

Y aquí dejo el asunto, no vayan vuesas mercedes a suponer que la ola de calor me ha trastornado a mí el cerebro.

Tales peligros, por lo demás, se combaten muy fácilmente en este planeta malsano y en este Madrid maltrecho: trajecito de alpaca, vaso de limón helado, abanico japonés, y ¡no hablar una palabra de política!

Mejor es hablar del tiempo, al compás del «Wals de las Olas»

 

Mariano de Cavia

 

Publicado en El Imparcial, el 28 de mayo de 1902

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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