La Esfera, 19 de julio de 1924

 

LAS FUERZAS MALÉFICAS

 

Habrá en torno nuestro, como aseguran los ocultistas, fuerzas bienhechoras y maléficas que desde la región del misterio nos empujan al éxito o al fracaso, al placer o al sufrimiento? El éter impalpable que nos rodea, ¿estará efectivamente poblado de seres que nos tutelan y nos odian alternativamente según su capricho? En ese caso, si tales poderes existen y se manifiestan fuera de la órbita de nuestras previsiones, ¿de quién dependen? ¿De Dios o de la nefasta potencia rival que le disputa el dominio del mundo? Un estudio del doctor Vergnes sobre la enfermedad que precipitó a Maupassant prematuramente en la demencia y en la tumba nos ha sugerido esas interrogaciones. Todos sabemos el periodo de trastornos mentales que precedió a la paranoia que debía arrebatar del reinado del arte, en el que era uno de los más esclarecidos árcades, al célebre novelista. Primero fue la neurastenia aguda, con su cortejo de fobias e ideas fijas, sus insomnios tenaces y sus desfallecimientos angustiosos. Luego vinieron las alucinaciones atroces, vanguardia de la manía persecutoria, y, por último, la locura, que determinó la reclusión del infortunado escritor en una casa de salud de la que no debía ya salir más que para la eternidad.

¿Causas del naufragio de aquella robusta inteligencia? Hasta ahora se había creído que el desquiciamiento cerebral de Maupassant sobrevino a la infección avariósica que emponzoñaba su sangre, sin que él lo supiera. El microbio, invadiendo las células nobles habitadas por el pensamiento, había condenado a la obscuridad a aquel gran espíritu tan enamorado de la belleza. En ese diagnóstico coincidieron los más altos prestigios de la neurología llamados para asistir al gran literato. Señaladamente el doctor Blanche, que habló por aquellos días con Paul Bourget, no ocultó a éste su pesimismo. «El pobre Maupassant está perdido», díjole el ilustre clínico.

¿Cómo desalojar del cerebro al espirilo criminal? Todavía no se ha dado con un método de desahucio eficaz. Un gran médico austriaco ha hecho ensayos para curar la parálisis general progresiva inoculando al enfermo el virus palúdico con cierto éxito alentador que abre para lo futuro un horizonte de optimismo; pero ese descubrimiento, que tal hubiera salvado a Maupassant de la locura y de la temprana muerte que nos privó de su genio creador, es tan de ayer que apenas se ha extendido fuera de Austria, Alemania y los Estados  Unidos. Hay en España un médico joven, de poderoso talento investigador – estoy aludiendo al doctor González Lafora – que sobreponiéndose al escepticismo común a casi todos sus colegas, suele recoger y experimentar esas audaces novedades, simpático atrevimiento que le ha valido no pocos éxitos de clínica. En nuestros manicomios no prende, que yo sepa, esa generosa curiosidad. Los paralíticos vegetan en esas casas de salud a expensas de los métodos clásicos de curar, que ya han degenerado en rutinas estériles, hasta que sucumben. ¿Cuál de nuestros psiquiatras ha ensayado el método austriaco que combate la parálisis progresiva con el bacilo de la malaria? Me felicitaría de conocer su nombre para colmarle de alabanzas. Pero conste que en las revistas profesionales españolas no he visto noticia alguna de que se hayan hecho aquí tales experimentos. ¿Por qué? Sin duda porque el médico español, que suele ser a menudo excelente clínico, no suele arrojarse a la investigación personal.

Es más bien colonizador que explorador. Volviendo a Guy de Maupassant, parecía ya fuera de duda que la causa de su demencia precoz y de su anticipada muerte fuese la avariosis cerebral descuidada y tal vez ignorada del enfermo, y todos los médicos que cuidaban del gran escritor estaban concordes en que sus alucinaciones eran los prodromos del terrible mal. Pero imagine el lector cuál no habrá sido mi asombro al enterarme, por un estudio publicado en la revista de ocultismo El velo de Isis, de que las obsesiones y las ideas delirantes que precedieron a la reclusión del gran novelista no eran de carácter morboso, sino episodios trágicos de su lucha con las fuerzas maléficas que nos rodean. El doctor Vergnes nos lo asegura con la mayor seriedad. A creer de este médico, Maupassant fue, antes de morir, una víctima de los elementales que se mueven en la región astral, seres invisibles y perversos que flotaban en torno del gran literato para torturarle y enloquecerle. ¿Que piensan de esta temeraria afirmación nuestros grandes clínicos? Ya estoy viendo al sabio y socarrón D. Enrique Fernández Sanz sonreír maliciosamente de tan extraño diagnóstico. Y nada digamos del gran don Santiago Ramón y Cajal, que ha explorado con genial sagacidad las misteriosas zonas en que se incuba el pensamiento humano. Pero, ¿qué dice este hombre? – exclamará el eminente histólogo apenas se entere de que hay todavía médicos por el mundo que imputan a los elementales maléficos lo que es obra de una simple paranoia –¿Qué desafíos eran esos que sostenía el infortunado Maupassant con fuerzas misteriosas que se agitan en el éter? – se preguntará estupefacto el venerable maestro aragonés.

Pues sí, señor, mi esclarecido amigo D. Santiago. Ahora resulta que las obsesiones, las fobias y todas las ideas delirantes, tan certeramente estudiadas por Krapelin y Blenler, no son trastornos producidos por degeneración de la célula cerebral, sino influencias perversas del más allá. La Providencia, no contenta con someternos a las más duras pruebas, confinándonos en el mundo material, ha poblado el infinito que nos rodea de seres invisibles e invulnerables, puesto que no nos ofrecen el menor blanco, delegando en ellos la misión de atormentarnos. Esas larvas dotadas de una actividad malévola que vagabundean por el aire no nos pierden de vista, y cuando más descuidados estamos se apresuran a hacernos sentir su ilimitado poder. Yo he sido también no hace muchos días víctima de la maldad de esos misteriosos elementales. Nos dirigíamos mi mujer y yo a visitar a una pobre enfermita adorada, para consolarla con nuestra presencia, cuando nuestro automóvil – de alquiler, ni que decir tiene –, guiado por un animal, fue a estrellarse contra una farola en la cuesta de San Vicente, imprevista alteración de la trayectoria del coche que nos causó a los dos algunas lesiones leves. ¿Será – pensé yo luego – que los elementales que pueblan la atmósfera detestan al automóvil? ¿Tendrá razón el doctor Vergnes? Yo me inclino a creer más bien que el mecánico era un bruto y que su empeño de aventajar por la velocidad a un coche que nos precedía dio origen al choque. De todos modos, hay que convenir en que si fueron las larvas invisibles las que nos causaron aquel desavío, no se ensañaron con nosotros, sin duda porque confiaban en desquitarse en otro lugar, pues luego he sabido que unas horas más tarde los elementales caían sobre un aristócrata en la cuesta de las Perdices y lo malherían con una crueldad que me consternó, volcándole el coche. ¿Por qué? ¿Cómo es que el Creador tolera que nuestra vida esté a merced de esos perversos seres que, según el doctor Vergnes, flotan en el éter, o mejor dicho, en la región astral? Eso es lo que me tiene caviloso. Pero no hay que alarmase. Esas fuerzas maléficas, lejos de ser invencibles, pueden ser contrarrestadas y aniquiladas. Nos lo asegura otro ocultista de alta categoría, el doctor Cucausee, vulgarmente conocido por Papús. Para desembarazarnos de su hostilidad hay dos procedimientos: aplicar unas puntas de acero sobre los conglomerados de luz astral, que anuncian la presencia de aquellos misteriosos seres, o purificar la atmósfera quemando incienso, mirra y benjuí, con lo cual se hace inhabitable el ambiente a los elementales.

También aconseja el uso del carbón vegetal, que tiene, según parece, la propiedad de absorber todos los fluidos que flotan en el aire, y como remedio infalible la recitación del Evangelio según San Juan.

Expongo los tres métodos de exorcismo aéreo para que el lector escoja el que más le guste, según su profesión; un militar preferirá las puntas aceradas; un industrial el carbón y un místico la oración evangélica.

Yo, que soy creyente, adoptaré el último, porque es de los tres el que me inspira más confianza.

 

Manuel Bueno

 

Publicado en La Esfera, el 19 de julio de 1924. Año XI, número 550, pág 6.

Fuente y Propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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