La Esfera, 23 de julio de 1927

 

ELLA Y SU ALMA

 

¿Por qué me fijé en ella?... Yo, el escéptico, el desengañado del amor y de todas las mujeres, y que acababa de llega a aquella gran urbe desde otro inmenso hormiguero humano, huyendo precisamente de una mala pasión y de una mala mujer..., me fijé en ella. Bajo el cielo, de un azul profundo, de la mañana primaveral, pasó por mi lado con su traje vaporoso que la hacía semejante a una gran flor recién abierta.

Y yo sentí, ¡os lo juro!, ese golpetazo en el pecho que avisa las grandes pasiones..., y mis labios sonrieron de un modo nuevo, casi imperceptible... y otra vez hubo luz en mi pecho y en mi frente, como si nunca en mi vida hubiera amado a mujer alguna.

Hablamos. ¿Por qué se prendió tan pronto en su alma mi corazón atormentado?... No lo sé. Yo acababa de sufrir el suplicio de la pasión más grande y dolorosa de mi vida.... y sólo ansiaba olvidar y recobrar la calma de mi espíritu bueno. Había sido horrible. Veréis. A los treinta años me enamoré con todas las fuerzas de mi alma apasionada, con todas las ternuras de un corazón dulce y cándido que yo he tenido siempre, y que hasta entonces había reservado. Y lo entregué entero a aquella mujer, y le entregué cuanto era: mi alma, mi pensamiento, mis ideales, mis esperanzas, mis secretos, mis recuerdos todos, los recuerdos más santos y queridos de mi vida..., ¡todo, todo!... Y un día, por un azar, cuando ya íbamos a casarnos, supe que me engañaba... Y me engañaba de un modo inicuo, de un modo innoble, con método, casi científicamente: tenía un amante. Me lo dijeron en un anónimo... y lo vieron mis ojos... Creí morir de dolor. Como el héroe de Maupassant, crispé muchas veces mis manos en mi casa o en un rincón obscuro de las calles, con ademán de ahogar o de estrangular... Pero no la maté. Un asco invencible habíase levantado de lo más hondo de mi pecho y de lo mejor de mi mismo..., y huí lejos, a otra gran ciudad, en busca del olvida y de la soledad purificadora.

 

Pero me llevaba en el alma un odio profundo, el dolor de los traicionados, el dolor espantoso de los escarnecidos... Y yo también, como el Germán de El mal que nos hacen, sentía deseos de hacer mal, mucho mal, y de saber de lo que era capaz...

 

Así fue como yo conocía a María. Mas ¡ay!... ¿Qué diferencia separa unas almas de otras?... Apenas hablé con ella por primera vez, ya me sentía invadido por extraña dulzura. Así como hay mujeres que desequilibran, que excitan, que siembran con el amor la inquietud y el desasosiego, hay otras que parecen emanar consuelo y paz. Y María era de estas ultimas. Junto a ella se derrumbaban poco apoco, de un modo insensible, mis odios, mis rencores... Otra me volvía a sentir bueno, y por eso sentíame feliz y dichoso. Encontraba al pan el viejo sabor de antaño, y al sol la caricia perdida... y el viejo palacio de mis odios se iba derrumbando junto a aquella mujer, sordamente, silenciosamente, del mismo modo que caen los edificios en una pesadilla o en una película cinematográfica... y sobre sus escombros, otro palacio blanco, todo de marfil, iba surgiendo: era que amaba a una  mujer buena.

 

Era una tarde esplendida. Yo esperaba a María en una estación de la gran ciudad. Al fin llegó. ¡Qué linda era!... Llegaba con un traje claro que parecía acariciar sus formas suaves ¿No lo habéis observado?... La inmensa mayoría de las mujeres buenas son bellas y armoniosas, y diríase que de sus líneas se desprende algo así como un irresistible encanto material... María era así: toda armoniosa y suave y dulce y tranquila; hablaba de un modo lento y reposado; andaba a menudos pasos; todos sus movimientos eran reposados, majestuosos, con una feminidad de niña grande... Y de niña grande también eran sus pensamiento, siempre puros y castos y limpios, como el agua de una fuente serena; y sus sentimientos, tiernos y dulces, que a mí me recordaban los sentimientos de mi madre santa; y el mirar claro de sus ojos de ámbar, que reflejaban, en las miradas hondas y pensativas, toda la maravilla del jardín encantado de su interior. Porque tenía aquella mujer un jardín en el pecho... un tesoro de belleza y de ternura en el corazón, que había ido despertando las bellezas y las ternuras de mi alma apasionada... Yo la quería mucho, mucho. Y la quería de un modo tan suave y tan hondo a la vez y tan fuerte, que muchas veces, mirándola u oyéndola, yo me decía en silencio: «¡Es lo mismo, es igual, exactamente lo mismo que mi madre!...»

 

Antonio Guardiola

 

 

Publicado en La Esfera, el 23 de julio de 1927

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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