La Voz, 21 de abril de 1924

 

LA LÁMPARA

 

–Yo también te juro que, como Maupassant, la había amado con el alma entera. No sé si habrás querido en tu vida como yo quise a aquella mujer, que hizo arder mi vida en un fuego divino, que quemó a la vez mi cuerpo y mi alma. Supongo que no; quiero decir que me parece poco fácil que hayas sentido nunca un amor como el que a mí me inspiró la mujer aquella. ¿Sabes lo que es estar loco por una mujer, no saber pensar más que en ella, no pronunciar más que su nombre, no tener ante los ojos más que su semblante querido, la gracia de su cuerpo, las flores de sus manos?... Mira estas canas: todas han ido brotando en mi pobre cráneo en las noches de insomnio en que me abrasaba su recuerdo, al calor de mi ternura, a la humedad de mis lágrimas, que mojaba mis almohadas por ella. ¡Sí; he llorado mucho, mucho, por ella, y sólo a ti puede decírtelo! Ha sido en mi vida una obsesión, obsesión dulcísima que no me dejaba apartar ni un instante de ella mi pensamiento, mi recuerdo y mi ternura. ¿Te ríes?... Sí; ya sé que tú, como la mayoría de las gentes, no quieres así: queréis de un modo más suave, más tranquilo, con eso que las gentes llaman sentido práctico. Pero... ¿sabes una cosa? Que ni el dolor de tantos años por ella, n el no poder borrarla de mi corazón, ni el tener la conciencia de que mi vida se destrozó entonces para siempre, me han hecho maldecir un momento, ¡en tantos días, en tantas horas de dolor!, el ser como yo soy. ¿Me comprendes?... ¡Sí; tú me comprendes!

Calló mi amigo. Bajábamos muy despacio, en un sereno atardecer de abril, por la avenida del Tibidabo. Había llovido un poco antes, y la humedad y un también extraño frío en aquella fecha había dejado desierto el hermoso paseo. Los hogares, a través de los jardines llenos de mimosas y de lilas, que comenzaban a estallar, se iluminaban con lámparas tenues, semejantes a cercanas estrellas, y que nosotros veíamos a través de los visillos... Yo, por contestar algo a mi amigo, repuse:

–¡Bah, Luis! ¡Hubieras sido feliz si te hubieras casado con otra mujer! No es el ser feliz tan difícil como tú supones.

–¿Lo crees así?... Yo no sé dónde he leído que los hombres felices aseguran que es muy fácil serlo. Nadie ha tenido el corazón más dispuesto que yo a haberse contentado con un poco de dicha. Y, sin embargo....

–Pues yo te digo – le interrumpí yo entonces, queriendo desviar con un chiste la tristeza que notaba en su voz – que si te hubieras casado con aquella mujer a la que tanto has querido, a la que tanto quieres..., ¡la hubieras olvidado por completo!

 

***

 

Reímos los dos. Sin saber por qué, envueltos en el dulcísimo crepúsculo, habíamos aun acortado el paso. Dijérase que los dos intentábamos retardar el momento de entrar y zambullirnos nuevamente en la fiebre del ruido y de movimiento de la gran urbe... y yo tenía una especie de ansiedad extraña, como el que espera un suceso raro, una profunda confidencia... De pronto mi amigo se paró. Estábamos delante de la verja de un hotel, que tenía, como casi todos los de la hermosa avenida, las ventanas abiertas. A través de los visillos se veía un idílico cuadro de interior; junto a un fuego de leños, encendido tal vez tardíamente a causa de la lluvia de estos días, un hombre y una mujer, sentados en sendos butacones, hablaban muy juntos. La mujer sonreía con una sonrisa dulce, y quizá por una costumbre instintiva había cogido y conservaba entre las suyas una de las manos del esposo; en una mesa, dos niñas rubias y un niño hojeaban un libro de estampas; y sobre la mullida alfombra roja de la estancia, junto a las mismas ascuas, inmóvil, como si fuera de mármol o alabastro, un gato dormitaba beatíficamente.

Mi amigo me cogió con fuerza nerviosa del brazo y me dijo, señalando al dulce cuadro familiar:

–¡Mira esa casa, mira esa gente! Tú, como todos los que sois felices, como todos los que habéis tenido la suerte de fundar un hogar y os veis en él llenos de cariños y ternuras, no sabes lo que eso vale. Os pasa lo que al rico, que no da tampoco valor al descanso y a las comodidades de la vida, porque se ve rodeado por ellos a todos los instantes. ¡Pero si tú supieras, si tú pudieras comprender, por unos minutos no más, toda la alegría que debe ser eso para el alma, toda la amargura que se siente cuando se ve uno solo y sin ternuras en la inmensidad y el frío espantoso de la tierra!...

Me soltó y calló. Pero no me dejó moverme. Yo, parado allí, junto a él, le miraba y creía descubrir en sus ojos una llama nueva que los hacía relucir cada vez que miraba hacia el interior iluminado... ¿Qué sentía? ¿Qué iba a decirme?

No quise contestarle, por no cortar tal vez el hilo de sus pensamientos, y esperé unos instantes, hasta que habló de nuevo:

–¡No, no es envidia; ya no es envidia! Te confieso que antes, cuando era más joven, he sentido a veces una envidia loca al ver a los otros hombres felices. Pero tengo cuarenta años. En este último tiempo he ido pensando que quizá nadie, ni yo mismo, ha tenido la culpa de que yo sea siempre tan desgraciado. Tú sabes mi historia; eres mi único amigo verdadero; no conocí apenas a mis padres, no tuve hermanos nunca, he tenido que vivir siempre solo, en una lucha implacable con la vida... ¡No; no he tenido suerte! ¡Ya ves, a los cuarenta años soy tenedor de libros en una casa de comercio! Gano sesenta duros, y cuando he llegado a ganarlos, hace cuatro años o cinco, ya era tarde para buscarme una compañera, porque el recuerdo de aquella mujer me las ha hecho y me las hace a todas aborrecibles hasta la locura. Y... ¡piensa, piensa, amigo mío, si no es desgracia: no pude casarme con ella porque no tenía dinero, porque mi posición era tan humilde, que apenas me bastaba para mi solo! ¡No, no ¡... Es inútil que quiera decirte toda mi amargura, toda mi tristeza; no me comprenderías, no me comprendería nadie; han sido días larguísimos, negros, vacíos..., con frío en el alma, y en las manos, y en los pies...; han sido noches interminables, sintiendo el vacío y la inutilidad de mi vida a mi alrededor, llorando en silencio, a veces sin lágrimas, comprendiendo que ni mi dolor ni mi sacrificio servían ni valían para nada–; viendo salir de mi pecho una llama de purezas, y de bellezas, y de ternuras, que sólo servían para reducir a cenizas lo mejor de mi corazón... ¿Me comprendes? ¡No, no; no puedes comprenderme! ¡Los felices no sabéis, no podéis comprender la amargura ni toda la tristeza del sacrificio silencioso, del sacrificio hasta la muerte! Porque tú no sabes cómo ha sido el sacrificio...; ella..., ella tampoco puede haberlo sabido; se casó con otro hombre, me ha olvidado quizá..., y no sabe que cada minuto de esos en que ella ha reído y ha sentido en su pecho la alegría de vivir, era una gota de sangre que salía de mi corazón... ¡No, no; nadie lo sabe, nadie lo sabe... este dolor horrible...; ni ella, mujer al fin! ¡Sólo yo; yo y esta pobre alma mía, que yo siento dentro de mí hecha pedazos!

Hizo una pausa. Yo, emocionado, confundido, le había cogido a mi vez del brazo, e intentaba arrastrarle para alejarlo de aquel sitio. Pero él me retuvo. Estaba en uno de esos momentos en que el corazón necesita confesarse, y yo notaba que le ahogaba una congoja.

–¡Mira esa casa! – volvió a decirme–. Desde hace muchos años, no sé por qué, no puedo ver una habitación iluminada sin sentir que se aumenta mi pena y mis angustias. ¡Mira esas gentes! Yo pienso, he pensado siempre, que así como ellos están ahí bajo la lámpara, muy juntos al lado del fuego, ¡se debe ser tan feliz y tan dichoso!... ¡Ah, llámame loco, llámame exaltado; pero la vista de una lámpara, así como veo esa, iluminando un cuadro de ventura, me hace desde hace tiempo pensar en la única delicia de morir!...

Lloró. Le consolé casi cogiéndole en mis brazos, prodigándole las mejores palabras de consuelo..., hasta que conseguí calmarlo..., y nos separamos.

...

Pero al día siguiente, al leer la Prensa, tuve un espanto de terror: mi amigo se había suicidado en las afueras...

 

ANTONIO GUARDIOLA

 

Publicado en La Voz, el 21 de abril de 1924

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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