La Lectura, Tomo I, 1903

 

MAUPASSANT Y EL ANGELUS

 

Entre libros y revistas: Maupassant, por Nemi.– «Un hecho tomado en sí mismo no es jamás artístico. Saber desentrañar las pequeñas causas que le engendran y le justifican, es en lo que consiste la labor del literato. Ha de encaminar todo su esfuerzo hacia ese fin.»

Tal era la opinión de Guy de Maupassant. Este gran artista murió joven. Henri Amic refiere el tráfico fin de aquél en un volumen titulado En regardant passer la vie. A principios de Diciembre de 1891, Maupassant era presa de una gran excitación nerviosa. Una noche su criado, el fiel Francisco, fue despertado por unos tiros de revólver: acudió y encontró a su amo que, asomado a la ventana, disparaba al aire; pretendía que alguien había querido escalar el muro del jardín.

Llegó el 1 de enero de 1892: durante el día Maupassant fue a visitar a su madre a Niza, después regresó a Cannes. ¿Qué ocurrió durante la noche? Los médicos habían comprobado en él los progresos de la parálisis general. Tal vez tuvo un momento de absoluta lucidez y quiso suicidarse. El revólver no tenía balas, previamente escondidas por el criado; hizo fuego, pero inútilmente. Entonces intentó cortarse la carótida con una navaja de afeitar; se hizo una profunda herida. Francisco acudió a los gritos, y el doctor llegó a tiempo. Maupassant quería morir antes que permanecer, como permaneció durante no poco tiempo, en estado de lenta y lamentable agonía.

Henri Amic conocía por entero, de labios del mismo autor, el asunto del Angelus, la última novela apenas comenzada de Guy de Maupassant.

La acción comienza durante la guerra de 1870, en los alrededores de Rouen, el mismo día en que los prusianos han invadido el castillo de la Condesa de Bremontal. La pobre señora ha tenido a comer a su padre, al Dr. Paturel y al Abate Marvaux. Sus invitados se han marchado ya; su hijo Enrique, de tres años de edad, está acostado; ella se encuentra sola: su marido ha marchado al ejército hace cinco meses, y ella está encinta y próxima a dar a luz. El enemigo llega.

El coloquio entre la señora de Bremontal y el comandante del destacamento prusiano es de una intensidad extraordinaria. La señora entra seguida de su hijo:

––¿Es usted la dueña de este castillo?

Ella permanece en pie ante él, sin devolverle su insolente saludo, y responde un «sí» tan seco que todas las miradas se fijan en el soldado.

Este no se turba y replica:

–¿Cuántas personas son ustedes aquí?

–Tengo dos antiguos criados, tres doncellas y tres hortelanos.

–¿Qué hace su marido de usted? ¿Dónde está?

Ella responde con altivez:

–Es soldado como usted, y se bate.

El oficial replica con insolencia:

–¡Ya! entonces es de los derrotados.

Y se echa a reír groseramente. Su hilaridad se comunica a dos o tres prusianos, que ríen con igual descaro, pero con timbres diferentes, dando la nota de la alegría teutona. Los demás callaban examinando con atención a aquella valiente francesa.

Entonces, ella, desafiando al capitán con una mirada intrépida, dice:

–Usted no es un caballero, al venir así a insultar a una señora en su casa.

Sigue un gran silencio, largo, terrible. El soldado permanece impasible sin dejar de reír, como dueño que es de hacer cuanto se le antoje.

–Está usted en un error – dice: – usted no está en su casa, sino en la nuestra. Ya no hay ninguna persona en Francia que esté en su casa.

Y ríe de nuevo con la lisonjera convicción de afirmar así una verdad incontestable y peregrina.

Ella responde, exasperada:

–La violencia no es un derecho. Es un delito. Usted no está en su casa, como no lo está un ladrón en la casa saqueada.

La cólera arquea las cejas del prusiano.

–Para probar a usted que no está en su casa, la ordeno que la abandone, o haré que la echen a usted de ella.

Al oír aquel acento despiadado, rudo y autoritario, el niño, más sorprendido hasta entonces que asustado ante la vista de aquellos hombres, rompe en llanto.

Al sentir llorar al pequeño, la Condesa pierde la serenidad, y la idea de las brutalidades a las cuales puede entregarse la soldadesca, de los peligros que su adorado hijo puede correr, hace que conciba el deseo loco, irresistible, de salir, de huir a cualquier parte, a una cabaña de la aldea. «La arrojaban al camino. ¡Tanto mejor!»

 

La señora de Bremontal cae al huir. Exhausta de fuerzas, la desgraciada se arrastra hasta una cuadra. La caída ha adelantado el parto. La noble Condesa da a luz un niño, que nace, como Cristo, en un estable. La infeliz criatura vive, pero es víctima de las angustias experimentadas por su madre durante la gestación y de la última conmoción por ella sufrida: sus piernecillas están atrofiadas.

Llega el fin de la guerra. El señor de Bremontal cae muerto en uno de los últimos encuentros. La joven viuda considera su vida como terminada, y, valientemente, se consagra por completo a la educación de sus dos hijos.

El mayor crece vigoroso y sano. Los cuidados maternos no le son tan necesarios como al pequeño enfermo; pone al primero en un colegio para sustraerlo a la atmósfera de tristeza que envuelve la casa. Andrés también crece, pero no puede tenerse en pie. En cambio, si las piernas del pobre niño permanecen inertes, su cerebro se desarrolla. Su madre le ha dado por maestros al Abate Marvaux y al hijo del Dr. Paturel. Los caracteres de estos dos hombres están dibujados de manera muy interesante. El abate representa el más elevado espiritualismo; el médico, por el contrario, partidario de las nuevas ideas, se encuentra más dispuesto a negar que a afirmar; pero es muy caritativo y mejor persona que muchos creyentes. Este Dr. Paturel se esfuerza inútilmente por curar al segundo de los hijos de Bremontal. Obligado a reconocer que el saber del hombre se estrella ante ciertas ineludibles crueldades de la naturaleza, y no pudiendo hacer de Andrés un joven fuerrte y sano, sueña con infundirle un espíritu filosófico que le ayude a comprender y a soportar la vida.

Un día, el abate y el doctor se encuentran reunidos en el parque de la señora de Bremontal, al lado del cochecillo en el que yace el enfermito de quince años. La discusión se entabla tranquilamente. Los dos interlocutores no prestan ninguna atención al muchacho, e insensiblemente pasan del asunto más personal a las ideas más generales.

Un suspiro lanzado cerca de ellos les hace callar: Andrés lloraba en su cochecillo de enfermo.

El sacerdote le besó en la frente. El niño balbuceó:

–¡Cuánto me agrada oírle hablar! Quisiera comprenderle completamente...

Y el sacerdote le respondió:

–¡Pobre niño, tú también has recibido del implacable destino una triste suerte! Pero tú tendrás, al menos así lo espero, en compensación de todas las deficiencias físicas, las únicas cosas hermosas que hayan sido dadas a los hombres: el sueño, la inteligencia, el pensamiento.

 

Han pasado algunos años; terminada la educación moral de Andrés, el Dr. Paturel envió a la señora de Bremontal y a sus hijos a las aguas de Aix, esperando que esta cura tuviera tal vez un resultado satisfactorio: el sabio doctor quería demasiado a su enfermo para no esperarlo.

Se realizó el viaje. Enrique y Andrés se instalaron en el establecimiento con su madre. Enrique, excelente sportman, se unió, en cuanto llegó, a un grupo de jóvenes y de muchachas; juntos hacían excursiones, y, sobre todo, jugaban al lawn-tennis: el joven pasaba así los días.

Desde las ventanas de su habitación su hermano le veía. Andrés no era feliz; aquella vida no le agradaba. Apreciaba cada vez más a sus amigos de Rouen; echaba de menos sus simpáticos coloquios serios y confortantes.

La tristeza del enfermo crecía de día en día. La madre se inquietaba. Enrique proponía a Andrés ir a ver a los jugadores; pero éste rehusaba., con el pretexto de que su puesto no estaba allí.

Entonces, gracias a un complot preparado entre la señora de Bremontal y su hijo mayor, lo que ninguno había podido obtener de Andrés lo obtuvo una alegre jovencilla.

Supo ésta encontrar argumentos sin réplica, y, dicho y hecho, sin dejarle tiempo para volverse atrás, hizo conducir el coche del enfermo al tennis y le presentó a sus amigos. Amablemente ella trataba de poner de relieve el ingenio del desgraciado. La superioridad intelectual de Andrés se imponía a todos. Bruscamente él sintió en sí el despertar de la vida, y su madre pensaba: «¡Es una resurrección!»

Una tarde, el aire era tibio, las flores exhalaban sus perfumes. El desgraciado Andrés está en el terrado del establecimiento con la joven. Él se duele de la tristeza de su destino, del dolor que siente al pensar que nadie le amará nunca.

Su compañero protesta: él la escucha hablar como en éxtasis. De repente toma una mano de la muchacha y la llena de ardientes besos: ella, sorprendida por lo súbito de la acción, no retira su mano, teme ofender al pobre enfermo; y además, ¡está ella tan lejos de pensar que él la ama!

Andrés se cree amado. Al día siguiente, cuando su madre entra a verle, se sorprende al encontrarle como nunca le había visto: tiene un aspecto radiante. La señora de Bremontal, por primera vez después de muchos años, se siente casi alegre. Su hijo Enrique tiene relaciones desde hace algunos días; ella no se ha atrevido todavía a decírselo a su desventurado hijito: aquel día tiene valor para decirlo.

–¿Con quién se casa? – pregunta Andrés alegremente.

–Con la señorita de X...

Es la que ama Andrés: ¡aquella de quien él se creía amado!

Se desvanece. Apenas vuelto en sí, quiere marchar, marchar al punto, sin ver a nadie.

En cuanto llega a Rouen el enfermo desesperado se rebela: estalla en sollozos. Recrimina a su madre, no solamente por haberle dejado vivir, sino por haber cuidado del desarrollo de su espíritu. Y el que había nacido al primer toque del angelus de la tarde, muere al primer toque del angelus de la mañana...

Entonces su madre, hasta entonces católica ferviente, abre la ventana con un gesto de sublime locura, y ante la tranquila belleza de la naturaleza indiferente, rompe en sollozos y maldice a Dios.

Tal debía ser la última novela de Maupassant.

 

 

 

Publicado en La Lectura. Revista de Ciencias y artes. Tomo I. 1903.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant