El Liberal, 25 de agosto de 1892

 

BOLA DE SEBO

Adriana Lequay

 

I

 

...¿Quién lo ha dicho? ¿Quién se atrevería a decir que no tiene París temblores de madre amorosa cuando caen sobre el asfalto, arremolinadas por un aire de muerte, las pobres flores que se desprendieron fatalmente de las buhardillas para correr airadas de uno a otro confín del boulevard? Todavía se recuerda a la gentil florista que dejó entre manos de descorazonado amante el fresco azahar de su cestilla, y que burlada por él con otra vendedora de flores, tuvo ánimos para entregar a su rival la última rosa, sobre la que depositara un moribundo beso de mujer suicida... – Besos y flores de olor, que vaga aún y vagarán siempre sobre la fría rudeza del asfalto...

 

II

 

El alegre sol de Trouville, abrillantador de lujosos atavíos de princesas y duquesas que veranean entre gasas y perfumes, ha sido eclipsado por la noche triste de una mujer infortunada que desaparece anónimamente en un surco de Rouen.

Se llamaba Adriana Leguay. Ojazos azules; cabellera negra: sombra de noche escandinava sobre azul marino de lago suizo. La Naturaleza, pródiga con Adriana, la dio además tez pálida, formas insinuantes, todo un derroche de gracias y hermosuras que la hicieron merecedora del apodo Boule-de-Suif con que fue bautizada en la piscina de la orgía. Todavía hizo más en favor suyo: la presentó a Guy de Maupassant para que la inmortalizara en un fragmento del tomo Les soirées de Médan; y el gran melancólico, poco conocido hasta entonces, nació del vientre de Boule-de-Suif, como de la tumba de Figaro el lirio hermoso de la poesía de Zorrilla.

Adriana era guapa y buena. Una amiga suya, tísica pasada, la dijo al morir en el hospital: «Ahí te lo dejo»... Adriana adoptó al niño huérfano, costeó su educación, «le hizo hombre». Por entonces conservaba el azul de la pupila, la negrura del pelo, la opulencia de las carnes blancas y frescas.

Todo envejece, todo cansa. Adriana envejeció. ¡Los ojos mortecinos, la cabellera entrecana, las protuberancias lasas! A la vejez de su belleza ultrajada siguió el cansancio de su clientela de adoradores. Quiso trabajar... recordó que había sido modista... ¿cuando?... Sus antiguos conocidos, los que la rechazaban por inservible, silbaron sus propósitos de meterse a honrada. Vino la pobreza, después la miseria, enseguida el suicidio, ¡y una agonía lenta, cruel, durante tres días muy negros!... Todo acabó... Pero vaga aún y vagará siempre en una página de Maupassant, como efluvio de un alma caída inmerecidamente, el aroma de un corazón sano en un cuerpo podrido, y el azul fosforescente de unos ojos que alumbraron con resignada dulzura las orgiásticas noches de la juventud de Rouen.

 

III

 

La meretriz y el escritor han muerto juntos. ¡Sólo que Maupassant, en marcha para la Necrópolis, se ha detenido riendo en la estación de los locos, para vera caer a sus pies la flor ajada de Boule-de-Suif!...

 

LUIS DE MADRID.

22 de agosto.

 

 

Publicado en El Liberal, el 25 de agosto de 1892.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional

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