El Luchador: diario repúblicano. Año XII Número 3814. 31 de mayo de 1924.

 

EL AUTOR DE “BEL-AMI”

 

por

Rodrigo Soriano

 

 

–¿Quién es ese? – preguntaba, no sé quien, mirando cierto retrato expuesto en una galería de hombres célebres franceses.

–No puede ser literato ni artista. ¡Imposible! – añadió otro.

–Es un capitán de carabineros que sale de la peluquería.

–O un gimnasta de circo.

–¡Qué bigotes, Dios mío!

–Sería bueno para decir «¡que viene el coco!» si no estuviese tan repintado.

–Me parece que es el que nos cobró el domingo pasado los derechos de Consumos – dijo un señor gordinflón, gracioso de oficio.

–Vamos a ver el catálogo.

–«Guy de Maupassant»– dice.

–Un novelista… Creo que ha escrito algunos cuentos muy verdes – añadió el gracioso alejándose.

Guy de Maupassant era, en efecto. Pero el retrato, pintado por un artista de periódico de modas, era, más bien, grave ofensa al escritor ilustre tan conocido en España.

Cada persona tiene su pintor, como cada cuerpo su alma. Poned a Velázquez retratando damiselas remilgadas, a a pastorcillas ridículas, o a Watteau copiando el monstruoso canalla rostro de un enano o un borracho y la copia pecará, probablemente, de grosera en el primer caso, de falsa en el segundo.

La verdadera faz moral del infortunado autor de Boule de Suif, a quien Francia concede en estos días, por votación unánime, el primer puesto literario, no está en los retratos de salón. Tal vez los escultores que ahora labran la estatua del artista (que tiene un busto malo en un jardincillo parisién), la que muy pronto le erigirá el París genial, acierten a expresar aquel fecundo vigor propio de su estilo y de su persona.

No lo expresa bien, ni el uno ni la otra, el retrato del novelista más admirado entre los conocidos y que a Gervex se debe, el Maupassant vestido de claro, prendida al cuello corbata azul, de rubio y flexible bigote y de rizoso cabello en forma de cascada, el Maupassant de tocador, de porcelana y esmalte, oliendo a esencias de heliotropo, sin aquel sabor y olor de buena salud, de vaca sana (según dice un escritor) que exhalan muchas de sus normandas obras.

El Maupassant de verdad, a quien conocimos, era mezcla de gimnasta y de gendarme, fiero, brusco, luchador y operario. Era el tipo exacto del francés orgulloso con rasgos de Capitán Febo, un poco fanfarrón y duelista, y energías de uno de aquellos galos primitivos que intentaron conquistar el mundo. Su cabello era de un rubio castaño, del rubio normando que aún no acierta a ser completamente inglés, pero que es rubio del Norte. Llevaba el bigote enmarañado, retorcido con noble fiereza de tirador de florete. Tenía la nariz ancha, gruesa, de grandes ventanas y sensual aspecto: nariz algo zolesca, hecha para oler por igual perfumes del pecaminoso tocador y sanas emanaciones de los establos de Normandía, de su país.

Sus ojos eran su rostro. Su expresión verdadera. Selgas definía a Ventura de la Vega, como luego Arrieta a Eusebio Blasco, cuyos vivos ojos revelaban profunda inteligencia y expedían llamaradas de talento, diciendo:

–Ventura es un apellido con dos ojos.

Maupassant era también un apellido con dos ojos. Pudiera creerse que el infortunado escritor fuese un gendarme, basta fijarse en su mirada. El escritor, el artista grande, genial y sincero, hablaba por aquellos ojos expresivos y redondos, transparentes, dulces y tranquilos unas veces, fieros y leonados otras, tiernamente azules o ferozmente acerados cuando la bilis o los nervios se apoderaban de su cerebro con oleadas de inspiración o de desesperado aniquilamiento: ojos, en fin, risueños y tempestuosos, mansos y agitados como esos lagos de Suiza que en un momento se tornan, de cristalinas y transparentes ánforas, en agitados mares cuyos desgarrados lamentos copió Schiller en su Guillermo Tell.

El color de Maupassant en sus días de juventud era rosado, lechoso, de «buena pasta»; parecía exhalar, su rostro, ese color de heno, de hogar, que exhalan los caseríos vascongados o las granjas normandas.

Fuerte, de recia complexión, músculos de acero, andar pesado, con el ligero balanceo de hamaca que se nota en los marinos cuando caminan por tierra, Maupassant, el autor de Sobre el agua, era un yatchman un consumado marinero.

Sencillo, de natural elegancia, poco aficionado a exhibiciones, consideró siempre el traje de etiqueta como una camisa de fuerza que al artista se aplicara y prefirió, mil veces, la amplia blusa del marino, las camisas de franela, las recias botas de cuero, el gorro y la pipa de los «lobos de mar».

Físicamente este era el Maupassant brillante, de la gran época, el Maupassant alegre, sencillo y complicado a un tiempo: alma cándida, clara y sembrada al mismo tiempo de encrucijadas y obscuridades; niño abierto a todas las impresiones y viejo cansado del mundo.

El espíritu de Maupassant semejaba a las altas montañas, en las cuales brotan juveniles flores, frescas y aromáticas yerbas en laderas y faldas, mientras la cumbre está cubierta de blanca nieve, de canosa cabellera.

El Maupassant de sus últimos días era un Maupassant sin espíritu. la brillante hoguera de sus ojos habíase apagado; estos amarillentos, sin expresión, miraban, estúpidos, al condolido cenáculo de amigos; su cabello, lacio y canoso, despeinado y sucio, había ya perdido su fuerza y brillo, y como enmarañada cabellera zarza caíale sobre la frente; su color era blanco, marchito; su piel, fofa, le sobraba de los carrillos y del cuerpo como improvisado traje no cortado a medida; la barba crecida, naciendo desigualmente parecía trepadora yedra que subiese por la pared sembrada de hoyos y costurones, aquel fiero bigote de primitivo galo, de los que lucharon contra César, de capitán aventurero, caído y sin cortar, enorme, le colgaba de los dos lados de la nariz cual mordaza carcelaria; su robusto tronco, herido por el rayo, inclinábase, iba sin dirección, retorcíase nervioso en la silla de cuero del manicomio. El alegre marino del Bel Ami, gozoso en otros días de aspirar las brisas del mar azul donde surgiera Venus de su cocha, se adormecía en el apestoso olor de drogas y medicinas… Y la garra de Horla, del terrible monstruo de uno de sus cuentos le ahogaba con sus uñas de vampiro… ¡Horror!

Asistió a su entierro en vida. Resurge ahora magnificado.

¡Pobres, pobres artistas, que venden su salud, su espíritu, su inspiración por un puñado de pesetas!...

 

Rodrigo Soriano. Fuerteventura, Puerto de Cabras, Mayo 1924.

 

 

El Luchador: diario repúblicano. Año XII Número 3814. 31 de mayo de 1924.

Digitalizado en el presente formato por José M. Ramos González, para:

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