Mundo Gráfico, 14 de noviembre de 1914

 

UN AMOR DE GUY DE MAUPASSANT

 

Camino de Etretat, la carretera se desborda en numerosos senderos que llevan, tortuosamente, bajo toldos de acacias, a casas de campo animadas desde la primavera al otoño por los viajeros y por las flores. Uno de esos caminos es célebre, y debe estar fatigado hasta de la envidia de los otros caminitos desiertos; él ha conducido en peregrinación hasta el santuario de «La bella Ernestina» a legiones de amigos de Guy de Maupassant, deseosos de rememorar junto a una de las amadas del poeta, el cruento final del narrador que, creyendo gozar un día la suprema exaltación del talento, acaso sintió todo el horror de saber que eran los brazos de la locura los que estrechaban su cabeza.

La bella Ernestina no acoge a sus huéspedes en el umbral y no se muestra sino después de largo rato, inocente, argucia de autor que no hace salir a su protagonista en la primera escena. Al verla tan fuerte, tan añosa, viene al recuerdo aquella viejecita del poema de Baudelaire que, al oír a la belicosa charanga turbar la paz del parque, alza trémula de marcialidad la frente merecedora de un laurel. Y no es raro que la bella Ernestina suscite remembranzas literarias, pues en ella, a pesar de su propósito de permanecer siendo humilde campesina, todo es literatura: los hombres que la adoraron en su juventud, los trofeos que decoran su casa, las antiguas dalmáticas que penden solemnes de los muros de su museo, rodeadas de armas, de cetrinos marfiles, de brocados, de puñales, de arcabuces, de preseas, lejana y gloriosa historia de casullas... de una multitud de ricos objetos que parecen haberse trasfundido lo eclesiástico y lo guerrero. La bella Ernestina parece un libro viejo.

En su buen tiempo debió ser una de esas bellezas de cuento, cuyo influjo se irradia en leguas y leguas a la redonda, y otros príncipes, enamorados ya antes de conocerla, deseosos de conquistarla y rendirle tributo de galantería. Un octogenario pescador de Etretat a quien se la he nombrado, puso los lacrimosos ojos chispeantes y se pasó la lengua por entre los labios, como saboreando óptimo manjar. Hoy la bella Ernestina, muy vieja ya, no guarda en su ancianidad erguida ningún vestigio de aquella hermosura. El tiempo que troncha romanticismos la ha hecho convertir el santuario del autor de «Une Vie» en posada, donde es preciso mezclar las evocaciones del escritor, con chocolate o con una taza de té cuando menos. En el salón principal, sobre la cornisa de una gran chimenea normanda, un retrato ostenta esta dedicatoria: «A la bella Ernestina, su amante platónico Guy de Maupassant.» Es ese retrato en el que ya aparecen en la mirad del cuentista francés futuras alucinaciones, y en la frente surcos de ocaso. Presididos por su figura melancólica hay otros retratos ilustres: Gustavo Flaubert, Barbey d’Aurevilly, Gambetta, el pintor Besnard a quién la bella entregó el lirio de su hermosura y de quien tiene un hijo ya conocido por la fama. En una bandeja de cobre repujado, un sinnúmero de tarjetas de hombres eminentes, y en los muros varios autógrafos, entre los cuales, uno muy pomposo de Castelar y otro de la reina Isabel II, sugieren un capítulo entero de Historia de España... Todo esto es enseñado minuciosamente entre algunos nostálgicos suspiros. La hora de la confidencia llega después, cuando la ex bella juzga que las personas que la escuchan no profanarán sus palabras... o que pueden ser buenos clientes.

Es una historia que debió poseer, al ser contada las primeras veces, la maravilla de la emoción. Hoy, de tanto repetirla, tiene un desagradable automatismo; hay sí, por momentos, en el tono, unción de recuerdo; pero el rostro permanece indiferente y los ojos brillan secos y sagaces mientras la refiere. Esto es sensible, mas es lógico. Si la bella Ernestina sufriera cada vez que narra la desventura de Guy de Maupassant, estaría ya muerta de pesar.

–Yo quería a Maupassant– dice – como una hermana. Y él... Hombre más llano no lo he visto, hombre más inteligente no lo habrá... Nos queríamos tanto, que hasta los que sabían que era cariño fraternal, tenían celos de él. De muchos de sus cuentos normandos, fui yo quien le di el asunto, pero luego, cuando venía a leérmelos, me parecían nuevos, mejores. ¿Verdad que sus cuentos se recuerdan después como cosas que no fueron leídas? Nadie ha metido la vida en letras de molde como él... Casi siempre que estaba alegre me decía: – Ernestina: si tú no fueras tan amiga de aconsejar (porque yo le regañaba por sus locuras) serías la mujer menos imperfecta de la tierra. Y yo le respondía:– Si tú no fueran tan enamorado y tan poco amante, serías el hombre mejor del mundo... Sí, han de saber ustedes que él se mató, que abusó de su fuerza de toro, de gigante... la confianza en su resistencia física le perjudicó; aun herido ya, se hacía ilusiones... La última ve que lo vi – prosigue – acababa de escribir «L’Horla»; todos lo notábamos distraído; pero ¿cómo íbamos a suponer la terrible verdad? Un día me llamó aparte y me dijo: – «Ernestina: Nosotros nos debíamos haber amado mejor». Yo me reí; pero de pronto se tornó sombrío y: – «No sé –añadió... quisiera al mismo tiempo poder vivir para realizar una gran obra, y morirme pronto, enseguida... haberme muerto ya.» Me dio miedo y eché a correr. Después hablamos de cosas corrientes, mas para mí esa fue nuestra última conversación... Cuando recuerdo su fisonomía en aquel momento, me parece que ya aquella cara no era la suya, sino la cara de la Locura...¡Oh, si ustedes supieran cuánta tristeza!... Después no quise volver a verlo... ¿Para qué? Desde aquí lo seguí a través del manicomio, de la agonía, de la muerte. Una vez, la única que he salido de mi rincón normando, fui al cementerio, pero había varias señoronas junto a su tumba, y tuve que arrodillarme al pie de la sepultura de otro a rezar por su alma.

Aquí, unos viajeros que llegan, interrumpen la historia y llaman súbitamente a la realidad a la amada del escritor. Intranquila por el deseo de atenderlos, nos muestra los libros que le dedicara el gran cuentista y algunas cartas donde se habla de su belleza con una devoción que es lo único que hoy la atestigua. Hay otras cartas – nos dice – demasiado íntimas, que no se pueden  enseñar. Luego nos habla con afecto del ayuda de cámara de Guy de Maupassant que acaba de publicar unas memorias, por las que su antiguo señor pasa evocado con acentos casi filiales, memorias donde se cuentan cien detalles de la existencia del escritor y que tienen sobre el interés de lo anecdótico, el de ver pasar ensalzado por el hombre para quien se ha dicho que nadie es grande, al poeta viril y sencillo que se conformaba con hacer sus obras «de un poco de esta pobre vida».

Cuando llega la hora de servir el chocolate, movidos por igual escrúpulo el amigo que me acompaña y yo, nos oponemos a que ella nos sirva de criada; todo es inútil: se obstina y, sin sospechar la delicadeza de nuestro empeño, nos colma las tazas, echa agua en los vasos, nos ofrece dos servilletas que han debido respirar largo tiempo en el fondo de uno de esos patriarcales armarios normandos, el ácido perfume de un membrillo... Cuando nos alejamos, al verla en el umbral, desde donde nos saluda con obsequiosidad de comerciante deseosa de acreditar su establecimiento, mi compañero y yo hablamos de ella.

–Normanda, campesina y sentimental, por este orden – dice él –; y yo...

–Sí, es un poco triste encontrar en ella a la hostelera.

–¿La hubieran amado hoy los que la amaron cuando era hermosa?

–Entonces, por ser hermosa, su espíritu puede se que tuviese un reflejo de esa hermosura, y fuera espejo que retuviera algo de los grandes espíritus que en él se miraban.... Además, a otros les será agradable verse servidos por manos que acariciaron y marcaron el camino de hombres insignes.

El automóvil va a entrar en un recodo; nos volvemos para mirarla por última vez. Mi amigo concluye escépticamente:

–Ahora va a entrar a referir la historia a los otros viajeros. Pero yo, que en estos fragantes y hondos crepúsculos normandos, siento anhelos de infundir amor y poesía en todos los seres, pienso en que ella se ha mostrado sórdida porque no nos creyó dignos de escucharla; pienso que Ernestina tiene acaso el sagrado egoísmo de sus remembranzas; y que de noche, cuando no hay viajeros ni negocios, vuelve a ser «La bella Ernestina» y llora a su adorador, relee sus cartas, aquellas que no se pueden enseñar, y hasta lamenta no poder suprimir una palabra de la dedicatoria del retrato, para que su pobre poeta no entrara en la locura y en la muerte con un deseo incumplido. Sí, seguramente ella guarda su más bella melancolía para su soledad de las noches heladas, porque tal vez durante una charla de amor, su galán le recitó el amenazador y suave verso de Ronsard:

«Quand tu seran vien vieille, au soir, á la chandele...»

 

Alfonso HERNÁNDEZ-CATÁ

 

 

Publicado en Mundo Gráfico, el 14 de enero de 1914.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant