Nuevo mundo, 12 de mayo de 1904

 

DEL EPISTOLARIO DE UNA ISIDRA

 

Querida Blasa: Aquí tienes a tu amiga Ramona, la cónyuge del boticario de esa, sumergida en un mar de diversiones, viviendo si no en el gran mundo, por lo menos a su orilla y luciendo, por las calles, paseos y teatros, el vestuario que se admiró ahí más de una vez en las grandes solemnidades. Mis galas tienen aquí grandes éxitos. Mis primas Sulita, la casada con Ramírez el bolsista, y Antonia, la esposa de Campas, el comerciante de la calle de Postas, han hecho esfuerzos sobrehumanos para «madrileñizar» mis trapitos de gala; pero si hemos de ser francas preciso es que reconozcamos la triste verdad: sus esfuerzos se han estrellado contra unos trapos muy patriotas, ellos son de esas y no pierden el aire de la tierra ni a tres tirones. Tienen cachet ¡vaya si lo tienen! pero un cachet que a veces me pone en un aprieto. Trataron mis primas de remediar esta falta vistiéndome con sus trajes, pero resultó que yo también tengo cachet, así es que dejándonos de pequeñeces y tomando el lance a risa por ahí ando con las creaciones de Paula, nuestra costurera. Ya verás, en cambio, que buen efecto volverán a hacer cuando salgan a relucir el día de la fiesta de nuestra patrona. Entonces se desquitarán los pobrecitos.

 

Hablemos ahora de cosas que tocan al fuero interno, como dice tu marido. Hace diez años, ¡un siglo! vine yo por primera vez a Madrid. ¿Te acuerdas? Ya estaba yo en relaciones amorosas con mi boticario, mas eso no empece, como dice también tu D. Jerónimo, para que sucediera lo que sucedió y que tú, mi amiga de toda la vida, ya sabes. Pues bien, querida Blasa, la novela ha tenido al cabo de los años su desenlace. El medio (palabras del doctor) influye sobre todos los seres y sobre todas las cosas. Indudablemente, chica, en cuanto llegué a Madrid noté que estaba «influida» por él. Llegué de noche, en el tren gallego; en el cielo negro relucían las estrellas que era un primor; de los jardines del Campo del Moro llegaban hasta mí unas bocanadas de aire perfumado que respiré con ansia; parecía que me inundaban el corazón de recuerdos y de mil cosas inefables. Era paso de risa aquél; doña Ramona metida en una manuela entre dos cestos tamaños como baúles mundos, repletos de golosinas y de frutos de su país, apoyados los pies en una maleta que perteneció a su abuelo, y llevando en su regazo una manta zamorana que tiene

 

«más borlas verde y grana

que todos los cerezos y los guindos

que en Zamora se crían.»

 

Se volvió niña y quitándosela diez años de encima, soñó como si no fuera una humilde boticaria.

¡Ay Blasa! ¿Te acuerdas de aquella historia?

 

«Pues por ser cosa de gusto voy a volver a contarla.»

 

¡Hace ya tanto tiempo!” Quince años cumpliría por San Juan. Mis primas no pasaron entonces trabajo para disfrazarme de madrileña; a los quince años, con un buen palmito, se está siempre a la última moda.

Mi tía y mi tío se desvivían por hacerme amable la estancia en Madrid, y como ahora, todo se volvía consultar mis gustos para subordinarlo todo a ellos. «¿Dónde quieres ir mañana?» «¿Dónde quieres ir luego?»

Y yo iba a donde a ellos les parecía mejor, todo me era igual, menos cuando preguntaban: ¿Y al anochecer?

Pues al anochecer... y antes de que yo hubiera concluido decía mi tío, como el personaje de un sainete que por entonces se representaba: «Y por la noche... ¡al Oriental!» Era costumbre de mis tíos, como lo es de otras muchas familias, entrar, al volver de paseo los días de fiesta, en un café de la Puerta del Sol, y como aquella temporada, en honor mío, se habían hecho todos festivos en su casa, al café íbamos siempre con gran contento de todas mis primas y no menos de la Isidra.

 

La mesa colocada frente a la nuestra la ocupaba a la hora que nosotros llegábamos un joven como de unos veinticuatro años, rubio y delgado, con unas manos muy blancas, y unos ojos azules grandes, muy grandes y profundos como el mar, y que yo miraba como se miran las aguas del Océano sin lograr llegar al fondo. ¡Era mi don Juan – Juanito le llamaban los conocidos que le saludaban al pasar – tan distinto de mi señor boticario!... Este Juanito era todo espíritu... el otro, materia bruta... ¡Cómo le hubiera yo querido!... El primer día que le vi, salió enseguida; luego supe que tal era su costumbre y por eso le agradecí tanto que los días siguientes permaneciera en el café hasta después que nosotros nos íbamos.

Tú ya sabes, Blasa, que todo aquello se redujo a un idilio de miradas; pero si las miradas besan, ¡cuántas veces le he besado en sus ojos azules! Si las miradas acarician, ¡cuántas veces he alisado sus cabellos rubios y sedosos! Llegó la marcha, fue a esa, y te conté mi historia. ¿Te acuerdas con cuanto sentimiento cantaba yo las habaneras entonces? Era `porque todas esas ternezas de las habaneras se las cantaba yo a mi don Juan.

¡Si se enterara el señor boticario!... ¡Que no se entere, por Dios! porque sigue siendo todo materia bruta y era capaz de hacerme «reaccionar» a bofetada limpia

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Pues, como te iba diciendo, era cosa de ver a doña Ramona embanastada en la manuela con todos sus bártulos, y gracias a que me pude librar de las alforjas, ¡que el farmacéutico se empeñaba en hacerme traer!

Las brisas aquellas del Campo del Moro eran para mí como vahos escapados del infierno; ¡qué de diabluras me hicieron discurrir!

Me veía jovencita y veía a mi don Juan rubio y elegante y los dos juntitos pasábanse del brazo luciendo su amor como si fueran la simbolización de él. Y la verdad es que más gallardamente no pudiera encarnarse.

Y comenzó mi vida madrileña.

–Iré a donde ustedes quieran – dije a mis tíos cuando comenzaron a proyectar distracciones para mí. – Pero al anochecer... por la noche al Oriental – interrumpió mi tío muy satisfecho, porque pasar una hora en el café era muy de su gusto.

 

Fuimos aquella misma tarde, y allí estaba mi don Juan; debía de haber llegado momentos antes; aún no le habían servido el líquido aquel color de ámbar que bebía siempre. Le miré y me miró; me reconoció al punto. Sus ojos azules me lo dijeron. Allí no corrían las brisas del Campo del Moro; pero una vendedora de claveles, como si fuera una cómplice del diablo, apareció en aquel momento ofreciéndonos su mercancía e hizo sus veces.

Y aquí llega el desenlace, que precipito porque va a salir el correo. Juan, según he sabido, es un periodista famoso de esta corte y gracias a esta circunstancia puedo completar la novela. Hoy vi su firma en el periódico donde escribe y al cual está suscrito mi tío. Como puedes calcular leí enseguida su artículo y podrás darte cuenta exacta del interés que me inspiró cuando te cuente su argumento.

El artículo se titula El espejo de monsieur Parent. Mi don Juan, aunque disfrazado, es el héroe, y yo, Ramona, la heroína. Don Juan me puesto un nombre muy bonito. Monsieur Parent es el personaje de una novela de Guy de Maupassant que envejece en un café sin darse él cuenta, y un día, al mirarse al espejo, se ve hecho un carcamal. La situación es preciosa; ya ves tú toda una vida pasada en aquel rincón bebiendo ajenjo: aquello es un verdadero entierro.

 

El héroe de Juan también se ve un día al espejo, un espejo de otra naturaleza, como que soy yo, y ve en él su espíritu en un estado tan lastimoso como el de Parent. Al llegar aquí todas son lamentaciones, vuelve la vista al pasado y lo encuentra vacío; ¿`para que vivió? ¿Qué hizo? ¿Por qué no amo a aquella rubia? Aquella rubia hubiera sido su ángel tutelar, y sigue muy triste llorando su vida estéril. Cuando recuerda a la forastera que conoció hace ya diez San Isidros, dice cosas que me enternecieron. Aquello fue un poema realizado en quince días – escribe; – un amor completo; dudé de si me llegaría a amar; tuve la dicha de ser amado; sentí los celos, me convencí de que yo era sólo el preferido de su corazón y luego probé las amarguras de la ausencia.

 

¡Habla con tanto cariño de aquella niña y de aquel joven! Parécele, y a mí también me parece lo mismo, que él es como un hijo de él y ella como una hija mía. Cuando nos hacemos viejos no es raro que al recordarnos jóvenes o niños sintamos por lo que fuimos afectos paternales, semejante a los que se dedican a un hijo muerto; esto ya me había pasado a mí algunas veces.

Adiós, Blasa, quema por Dios crucificado esta carta, que sea todo humo como mi amor que ya ves que fue correspondido. Quema, sí, esta carta, no llegue a manos del boticario más bárbaro del partido judicial y se encargue él de dar otro desenlace a mi única historia de amor.

Ramona

 

Tomás CARRETERO

 

 

 

Publicado en la Revista Nuevo Mundo el 12 de mayo de 1904.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos González, para

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