Nuevo Mundo, 13 de noviembre de 1913

 

UN CAPRICHO DE MAUPASSANT

 

Fuera del hombre, la melancolía no existe. Esa depresión o negación, que es laxitud, desaliento y embrollo de colores y sonidos, no se produce en la naturaleza. A pesar de repartirse la Muerte y la Vida por igual el imperio del mundo, la Vida tiene una alegría, una vistosidad, una teatralidad insolente que se imponen a la Muerte y apagan sus lutos. En la realidad hay dolor, pero no tristeza: el día, la noche, el campo, el mar, hasta la nieve, muestran alegría; existen, son... y cada cosa «que es», ríe con el regocijo de vivir, con la valentía saludable de una afirmación. Un árbol, una fuente, una montaña, una estrella... exponen al sol la ufanía substantiva de su color y de su perfil. Cantan los vientos, aunque nadie oiga su canción, y aunque no hubiese ojos humanos capaces de admirar los siete colores del espectro, aquél existiría.

De donde deduzco que la lluvia, por ejemplo, no es triste; ni hay tampoco melancolía ninguna en los crepúsculos, ni en el filar murmurador de las aguas...

Esa tristeza, que el hombre equivocadamente imagina recibir por las abiertas ventanas de sus sentidos, nace de él, es una frustración de su espíritu, que revierte ásperamente contra la realidad y la afea y la tizna.

El dolor, por tanto, es una flor reflexiva, una digestión del cerebro, una superioridad. Los animales ignoran la tristeza; estarán enfermos, estarán hambrientos, pero tristes no; los tontos tampoco conocen la pena. Con arreglo a esta idea podría decirse que el hombre es «el hígado» del universo; de él, como de una fuente maldita, brotan  la duda filosófica, la previsión amarga, la inquietud terrible de lo que ha de ser. Y tal es el amargor de su espíritu, que alcanza a su carne. La carne humana, según el grave testimonio de Guy de Maupassant, es blanduzca y tiene mal sabor.

Este episodio, que acredita el deseo de verdad, el ardiente prurito de conocer, que señalan el arte robusto del autor de Una vida, lo refiere Mr. Maurice Pillet en un interesante estudio relativo a la constitución fisiológica de Maupassant, y publicado en la revista Esculapio.

El escritor salía de un círculo y caminaba hacia su casa. Era muy tarde, y a intervalos, aquí y allá, el clarineo cabalístico de los gallos anunciaba la proximidad del amanecer. El fragor de los primeros carros que iban a los grandes Mercados centrales cargados de vituallas, rompía el silencio húmedo de las calles, envueltas en gasas sutiles de neblina.

Inesperadamente, desde lo alto de uno de aquellos pesadísimos camiones, un carretero, que sin duda iba dormido, cayó al suelo, y antes de que pudiera recobrarse, las ruedas le alcanzaron, dejándole moribundo. Auxiliado por algunos guardias, el novelista, que era muy robusto, transportó al herido al hospital más próximo. En aquel centro benéfico Maupassant conocía un médico, a quien habló aparte.

–Hace tiempo – le dijo – deseo gustar el sabor de la carne humana, y ninguna ocasión mejor que ésta. Lo comprendí así en cuanto vi caer a ese desgraciado; es un mocetón saludable, membrudo. ¿Quiere usted ayudarme a satisfacer mi capricho de antropófago?

Riendo, el médico prometió complacerle; y al día siguiente, después de practicarle al carretero la autopsia, envió a Maupassant un buen trozo de carne, que el novelista, alborozado y gastrónomo, se apresuró  a poner en manos de su cocinero. Luego, con ilusionado apetito, se sentó a comer; pero su decepción fue grande; aquel guiso dantesco, cuyo misterio ninguno de sus criados conocía, no le gustó.

–La carne humana– escribía después Maupassant – se parece algo a la de buey, pero es infinitamente más insípida, y, a no ser por un refinamiento de crueldad, no comprendo que los salvajes la prefieran a cualquier otra.

Algunos lectores, de estómago delicado, exclamarán:

–¡Comer carne humana... sea de carretero o de esos heroicos frailes que van en las misiones!... ¡Qué asco!...

Quizás... pero estad ciertos que el sabor de un guiso depende, más que de los guisado, del aliño con que fue servido a la mesa. ¿Quién no ha incurrido en delito de canibalismo alguna vez?... Los grandes agiotistas, los especuladores de minas, los «príncipes» del carbón, del petróleo y del acero, cuantos tienen la habilidad de convertir en oro el hambre y el dolor del prójimo, ¿pensáis que no han comido también carne humana? ¿No creéis, como yo, que muchos empresarios, muchos editores, entienden de esto más que el cocinero de Maupassant?...

Todo es cuestión de apresto, de forma; y en el arte de guisar carne humana, los cocineros tradicionales, los cocineros clásicos, de gorro y mandil blanco, son los que saben menos...

 

Eduardo Zamacois

 

 

Publicado en Nuevo Mundo el 13 de noviembre de 1913 (Madrid)

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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