El Orzán (La Coruña), 20 de septiembre de 1925

MAUPASSANT

 

Al sencillo monumento que Guido de Maupassant tiene en el parque parisiense de Monceau, se ha venido a agregar otro inaugurado en un jardín de Dieppe el domingo último.

Toda la tierra francesa está impregnada de la figura del pensionista del doctor Blandu[1] (sic). Es curioso observar como el recuerdo de los hombres que existieron se transforma poco a poco en paisaje; hoy Don Quijote, la leyenda de un caballero loco es el erial árido de la Mancha y los pasos de Despeñaperros; Cristo vive perennemente en el huerto de los Olivos y en el lago de Genezaret y alienta Heine en las noches en que el Rhin desliza su cinta negra de agua por entre los bosques y la luna borda en las nubes cenefas de plata. El hombre, figurilla semoviente que se alza un momento de la tierra para desaparecer enseguida, deja impregnado de su mirada y saturado de sus pasos el ambiente en que vivió, como esas habitaciones abandonadas y solas durante muchos años, en cuyo polvo aún parece perdurar la huella de los muertos.

Maupassant, aristócrata – nació en el historiado castillo de Miromesnil, hacia el año 1850 – en posesión de dinero amarillo y un yath blanco, hubiera sido un excelente deportista, pero, aleccionado por su tío[2] Flaubert, se dio primero al arte y más tarde a la morfina.

Al igual de Ibsen, que para excitarse en el trabajo, presentaba la palma de la mano a la uña cargada de veneno de un escorpión, Maupassant escribió bajo la influencia de la morfina sus más famosos cuentos y novelas.

Obtenidos en gran parte a costa del vicio, los personajes de sus obras le fueron matando lentamente; tornóse en sombrío su carácter, nunca muy alegre; se enturbió la mirada de sus ojos claros –Goncourt lo cuenta–, y un día, la locura le desplazó silenciosamente a la celda de un manicomio poblado de los gritos de los locos furiosos, Tenía entonces treinta y tanto años y acababa de estrenar con enorme éxito su bellísimo drama “La Mussote”.

Ahora, en el homenaje del pasado domingo, habrán ido a besar el mármol frío de su estatua, en una especie de penitencia de los espíritus, todos sus personajes. En la caravana no pudieron faltar los hombres de quienes él habló con un terrible desprecio; ni la pobre “Bola de Sebo”, caminando entre los burgueses que ahogaron el llanto de la infeliz mujer con las notas patrioteras – en sus labios – de la Marsellesa; ni la madre de Pedro y Juan con sus dos hijos, que le recuerdan, el uno su deber y su pecado el otro; ni los campesinos avarientos que venden a sus hijos; ni la enfermera que mata de un susto a una vieja agonizante para ahorrarse unos días de velatorio; ni la infeliz tísica de “Las primeras nieves”… Habrán ido asimismo la turba de vagabundos hambriento y pastores ignorantes y las buenas burguesas que un día, cansada de no tener historia, ponen el pecado mortal junto a la serie de lamentables incidentes s de fogón y barredura que constituye su vida, y los dos pacíficos pescadores de caña que en una tarde de guerra se dejan fusilar serenamente con la tranquilidad de quien se somete a algo habitual.

Serán hombres de todas clases, embriones de epopeyas descifradas por el novelista, que acertó a destacar el heroísmo humilde de las gentes modestas, que viven en silencio detrás de un mostrador o sobre el pupitre de un escritorio, para al cabo surgir en un ademán de gesta y abandonar toda la serenidad y toda la quietud de sus vidas para ofrecerse al drama que nunca creyó entrar en almas tan toscas, en cuerpos tan bastos.

Todos los personajes, en fin, que él dejó retratados con resaltes trágicos y relieves de epopeya en la mezquina extensión de unos cuentos maravillosos, habrán corrido a la estatua de su señor, y por detrás de las cabezas del alcalde, del político, del literato y del periodista que discursearon en ese acto, no habrá sido difícil ver las siluetas de los verdaderos personajes de la conmemoración.

De hoy en adelante Guido Maupassant, callado en la quietud eterna del mármol, con ese gesto de vida que se hizo hielo de las estatuas, se sentirá feliz. Pensará en su vida de viajes y aventuras por el mundo; recordará los paseos sobre el agua azul del Mediterráneo en su yath; pasarán ante su imaginación los cielos exóticos; los mercados de esclavas; los hombres misteriosos del Tibet; la luz deprimente de los fumaderos de opio; los ritos bárbaros del Oriente y todas esas costumbres que nos llegan en sus narraciones o en las novelas de Pierre Loti, envueltas en una niebla de incienso y cargadas de los complicados perfumes orientales. Y al ver todo esto junto a su vida, el gran escritor se sentirá más feliz que nunca en su jardín.

Pasados los años, el monumento se fundirá con el paisaje para se de éste algo tan característico como las estatuas rotas de los jardines abandonados. Y en todas las estaciones, lavada por la lluvia invernal o rodeada en verano de flores, la carne de piedra del expensionista de la celda número X del doctor Blandu (sic), se llenará de una alegría infantil, de un júbilo de noche estival, al verse lejos de los sueños de la morfina, apartado definitivamente de los hombres en la quietud de su jardín.

 

V. FERNANDEZ ASÍS

 

Publicado en El Orzán (La Coruña), 20 de septiembre de 1925

Digitalizado en el presente formato por José M. Ramos González, para:

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/


 

[1] Está mal escrito. Se trata del Dr. Blanche. (Nota de J.M. Ramos)

[2] Flaubert no era tío de Maupassant. Error que se repite con relativa frecuencia. (Nota de J.M. Ramos)