El País, 23 de enero de 2010
LOS REINOS DE
LA IMAGINACIÓN
por
David Trueba
Las relaciones entre cine y literatura sólo se resuelven satisfactoriamente
cuando ambas partes tienen algo que aportar. Y lo más difícil es producir carne
y hueso, que al fin y al cabo son la única verdad. El ejemplo de los cuentos de
Maupassant es bastante esclarecedor. Hay pocos escritores más adaptados al cine
Las relaciones entre cine y literatura dan para tantos
seminarios y conferencias, que ya han nacido niños concebidos en congresos sobre
el tema. Cuando sean mayores y les pregunten, podrán decir: yo nací gracias a un
curso de verano sobre la adaptación cinematográfica. El supuesto enigma se
resolvería con bastante facilidad si alguien aceptara, aunque fuera a
regañadientes, que el cine es sencillamente una forma de literatura, otra, como
lo es el teatro o la poesía con respecto a la novela. O también se zanjarían
muchas trifulcas si se recordara lo que André Bazin escribió en 1951: "Es
absurdo indignarse ante las degradaciones sufridas por las obras maestras
literarias en su paso a la pantalla, al menos en nombre de la literatura, porque
todo estudio demuestra que la adaptación, por mala que sea, siempre aumenta las
ventas de la obra original; así que la pureza literaria no tiene nada que perder
en la aventura".
Claro que no siempre la pureza literaria es una virtud al alcance de todos
aquellos que la reclaman para sí. Y a veces asistimos a querellas por estas
causas más propias de programas del corazón que de la inteligencia.
Quizá el equívoco original resida en negarse a ver que
toda película es una adaptación. Cualquier material sometido a los rigores de
una filmación ha de ser necesariamente adaptado. Ya puede tratarse de una
noticia del periódico, de un suceso personal, de un recuerdo de infancia, de una
visión surrealista o de una nota de suicidio, cualquier material sufre un
proceso de adaptación para ser llevado ante el espectador. También ante el
lector y ante el observador de un cuadro, y sin embargo nadie habla de la
literatura adaptada o de la pintura basada en adaptaciones. Pero nada más lejos
de mi intención que quitarle las ganas a alguien de organizar un curso de verano
sobre el tema e impedir que una catedrática encuentre el amor verdadero entre
los brazos de algún alumno aplicado o viceversa.
El ejemplo de los cuentos de Maupassant es bastante
esclarecedor. Hay pocos escritores más adaptados al cine. Él tuvo además la
buena educación de morirse un año antes de que se patentara el cinematógrafo,
con lo cual se evitó la mala sangre. Sería enorme la lista de películas que
tienen su origen en la letra de este cuentista inabarcable. Incluso aquellas
sobre las que nunca hay acuerdo acerca de si nacen con certificado de Maupassant
o son hijos ilegítimos como La diligencia, de John Ford, que para
algunos, incluido él, toma el aliento de Bola de sebo, quizá el más
conocido cuento del francés. O hasta La gran guerra, obra maestra de
Monicelli, que guarda detalles esenciales del relato Dos amigos. Por no
hablar de La mujer del puerto, de Arturo Ripstein, donde el guión de Paz
Alicia Garcia Diego tira del hilo del breve cuento El puerto.
Pero quizá las dos películas más fieles a la letra del
universo de Maupassant y más enormes cinematográficamente sean Partie de
campagne, de Jean Renoir, y Le plaisir, de Max Ophuls. La primera
toma desde el título el impulso de un cuento magistral sobre una madre y una
hija que pasan una tarde en el campo acompañadas por el marido y el pretendiente
de la joven, torpes aficionados a la pesca. Allí son seducidas por dos hombres,
o, mejor dicho, se dejan felizmente pescar por el anzuelo de dos hombres tras un
paseo en barquita.
La película de Ophuls lleva a imágenes tres cuentos del
autor, enlazados por un tema común: los placeres de la carne. Pero la verdad es
que arrastrando ese tema uno podría llevarse toda la obra literaria de
Maupassant y hasta seguramente su entera peripecia vital, tempranamente
boicoteada por la enfermedad. En el primero de los cuentos, La casa Tellier,
Maupassant nos cuenta la tragedia de un pueblito portuario que encuentra una
noche de domingo cerrado el prostíbulo local y sólo tras las pesquisas descubre
que la regente y sus muchachas se han ido a la comunión de una sobrina. Nada más
hermoso que el sagrado momento de la primera comunión vivido a través de los
ojos de las putas emocionadas.
Ahí están las películas y los cuentos para cualquiera
que quiera dejarse de ideas adquiridas y prefiera poner un poco de placer a las
relaciones entre cine y literatura. Relación erótica que sólo se resuelve
satisfactoriamente, como cualquier encuentro sexual, cuando ambas partes tienen
algo que aportar. Ophuls y Renoir podían hablarle a Maupassant mirándole a los
ojos, su dominio del lenguaje cinematográfico y su conocimiento del alma humana
iban parejos a los del creador literario. No es lo habitual, y seguramente en
esa desigualdad reside la frustración recurrente de muchos lectores
espectadores.
Maupassant es un escritor trasladable al cine no porque
proponga tramas sorprendentes o sucesos muy cinematográficos, sino porque habla
de la materia viva. El cine no puede eludir su dependencia de lo palpable. Por
eso son mejores sus proyectos que sus películas rodadas. El cine muestra una
cara y una calle, una pared y un colchón, y todo su poder de sugerencia no parte
de la abstracción, sino de todo lo contrario: lo corpóreo. Puede que fabrique
sueños, pero lo hace con los ojos abiertos. Es como un edificio construido
frente a los planos del arquitecto. Ladrillo frente a imaginación. Carne frente
a deseo. También los narradores más perdurables han fabricado sus cuentos con
materia viva, donde las huellas se asientan sobre tierra firme, donde los
personajes respiran, transpiran, gozan y sufren. Porque lo más difícil de los
reinos de la imaginación es producir carne y hueso, que al fin y al cabo son la
única verdad. En Maupassant, las mujeres y los hombres se desean, se besan, se
acosan, se traicionan, se dejan llevar, vencer, tumbar. Las mujeres recatadas
esconden una puta dentro, y las putas, todas ellas, una dama honorable. Los
hombres son tercos, frágiles, maleables, y las reputaciones, un engaño público.
Los cuentos de Maupassant respiran por entre las grietas de la narración, los
personajes no se dejan ceñir a las seis o siete páginas. Uno sigue leyendo
tantos años después Ese cerdo de Morin no con una media sonrisa
satisfecha, sino con la sonrisa entera. La mitad, por lo que se cuenta allí; la
otra mitad, por lo que se vive al lado de acá de la página.
DAVID TRUEBA
Fuente y propiedad de texto e
imagen: Hemeroteca del Diario El País
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Digitalizado en este formato por J.M. Ramos para
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