El Regional: diario de Lugo, 10 de septiembre de 1928

 

 

SU LADRÓN

por Agustín Remón

 

–¡No! ¡No quiero pensar más en eso!– decía mentalmente Roldán –. Quiero dormir. ¡Necesito dormir! Pero aquella escena entre Lucrecia y su madre… Cruda, muy cruda, por más que él la había «arropado»… El mutis de Lucrecia era magnífico; allí esperaba que el público «se entregase»…¡Y sin dormir! ¡Maldita sea!... Claro que no todos los días se acaba una comedia. ¡Ea! ¡Es imposible!...

De un nervioso manotón rechazó la ropa de la cama.

¿Habrá de faltarme el libro de un amigo para captar el sueño? Vamos a ver.

Ya los pies en «las silenciosas», se dirigió a su despacho. Desde el principio del pasillo observó la tenue claridad que se filtraba por bajo la puerta de aquella habitación. ¿Un olvido, y la lámpara había quedado encendida? Demasiada poca luz para eso. Luz de luna, tampoco.

–Calma, calma – se dijo Roldán.

Retrocedió a la alcoba, buscó y encontró la automática, «el arma virgen», como la llamaba, y volvió al pasillo. La claridad bajo la puerta continuaba.

Se acercó a la puerta; aplicó el oído. Nada. Sí. Un papel que se mueve, el volver de una página. ¡Y el sillón! ¡El crujido de su sillón,, que tan familiar le era!

–Calma, calma…

Abrió la puerta cautelosamente, los nervios de punta, el brazo armado, rígido, hacia delante. Más claridad. SE contuvo antes de entrar en la habitación; sentía un extraño temblor en las pantorrillas. Su cabeza y la automática avanzaron al mismo tiempo. Sentado a su mesa de trabajo, des espaldas a la puerta, en su sillón, estaba un hombre. Una linterna, colocada sobre un montón de libros le envolvía en luz.

¿Qué hacía allí aquel tío? ¡Aquella linterna siniestra!... ¿Un ladrón? ¡Claro! Pero ¿qué hacía que no robaba y se marchaba?

–¿Eh?...¡Si está leyendo! ¡¡Mi comedia!!

Así es; la comedia en que aquella noche pusiera el «Telón. Fin de la obra», y que había quedado sobre la mesa, servía de lectura al… ¿ladrón? ¡Naturalmente! Un ladrón, un ladrón imbécil, que no se daba cuenta de que el dueño de la casa estaba allí detrás, los ojos enormemente abiertos, el brazo armado, siempre rígido, hacia delante, y las pantorrillas temblonas. Al fin se decidió.

–¡Vuélvase o le mato!

El ladrón dio un brinco; algunas cuartillas volaron. Y Roldán se encontró frente a frente con el primer lector de su comedia: era un ladrón con gafas.

Pequeño y escuálido, de rostro alargado y tristón, lo que más se destacaba de su figura era la nariz, una nariz gigantesca, en la que con toda holgura cabalgaban unas grandes gafas de concha.

Roldán se tranquilizó. Desapareció la desazón en las pantorrillas; el brazo perdió su rigidez, y pudo decir con voz perfectamente tranquila:

–¿Qué hace usted aquí?

El grotesco individuo, sin dejar de mirarlo, medroso y casi compungido, inició el movimiento de agacharse; pero ante el gesto de recelo y amenaza de Roldán se detuvo.

–Iba a recoger las cuartillas… No llevo armas… No haré nada…

Dijo aquello en tono lastimero y mesurado. No era un delincuente vulgar, ni mucho menos. A Roldán le interesó el tipo. Se metió la pistola en el bolsillo del pijama, dispuesto a conversar con «su ladrón». Nada había que temer; en todo caso, podía hacerle rodar por el suelo sin esfuerzo.

–No le felicito por su acierto – le dijo Roldán aproximándosele, confiado y sarcástico – Aquí tenía usted bien poco que robar…

–Ya lo he visto, señor… En fin, tómelo usted.

El individuo, con un gesto de desaliento, puso sobre la mesa un pequeño reloj-pisapapeles, un termómetro y una pitillera de alpaca. Suspiró.

–¿Piensa usted entregarme a la policía?

A Roldán le daba lástima y risa aquel curioso ejemplar de ladrón, apocado y melancólico. Procediendo en literato, quiso conocerle mejor y contestó con otra a su pregunta.

–¿Y cómo estaba uste leyendo esa obra?

Cuando me disponía a marcharme por donde había venido (la ventana), vi que en la taberna de enfrente abrían un poquito para que entrase el sereno. Saltar antes que él hubiese salido, era expuesto. Resolví esperar; pero el vino debe ser bueno. Vi la obra sobre la mesa y comencé a ojearla; pero me interesó tanto que insensiblemente me entregué de lleno a su lectura. Mi afición literaria me ha perdido. Haga usted de mí lo que quiera… Llevo ya tres semanas sin robar nada de provecho.

–¡Todo está muy malo!– comentó Roldán casi en serio.

Su vanidad se sintió halagada. Aquel elogio de su obra, inesperado y extraño, era de buen agüero; su obra, que había tenido el extraño poder de hacer olvidar al ladrón que la leía en el lugar del robo…

–No tenga usted cuidado – le dijo amable –. No le denunciaré.

Y añadió sonriendo:

–Y me alegro que le haya gustado mi obra…

–¡Ah! ¿Pero es suya?

Los ojos del individuo se iluminaron con una mirada de sincera admiración. Inmediatamente se puso a recoger las cuartillas del suelo, y al entregárselas con un leve gesto de reverencia, le tendió la mano con cierta timidez.

–Permítame, señor felicitarle con todo respeto. ¿No le ofendería estrechar la mano de un ladrón?

–En absoluto. En este mundo, como usted comprenderá, eso tiene que hacerlo uno con bastante frecuencia.

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Varios meses más tarde se estrenó la comedia de Roldán con un éxito clamoroso.

–Estuviste más tranquilo que en otras ocasiones – le dijo un amigo de su confianza.

–¡Oh, estaba segurísimo de que no podía fracasar!

Y contó a su camarada el extraordinario caso del ladrón absurdo y amante de la literatura.

–¿Y qué fue de él?

–No pude reformarle, aunque lo intenté de varias maneras. Tenía una invencible predisposición al hurto, había nacido para robar… De todos los empleos que le busqué le echaron por ladrón… De una oficina de seguros se llevó el reloj de pared; de una funeraria, los blandones; de una zapatería, veinticinco calzadores de propaganda… Un día me trajo un argumento para un drama: estaba bien aquello. Me puse a trabajar, y ya casi terminada la obra, cae en mis mano un libro de Maupassant… ¡Y el ladrón había sustraído de allí el argumento!... Le perdí de vista algún tiempo; me escribió desde la enfermería de la cárcel. Al trepar un balcón, se le habían roto las gafas, cayéndose a la calle dese varios metros de altura. Fui a la cárcel, compadecido. Cuando llegué, agonizaba: «¡Luz, más luz!», exclamó al morir, y es que su afición al robo se manifestaba hasta en aquel trance, y al expirar se apropiaba las últimas palabras de Goethe…

 

AGUSTÍN REMON

 

Publicado en El Regional: diario de Lugo, 10 de septiembre de 1928

Digitalizado en el presente formato por José M. Ramos González para,

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