La Vanguardia, 3 de noviembre de 1897

 

Monumento en el parque Monceau

 

¿Quiere el lector saber cuales han sido los dos nombres que más se han pronunciado en estos quince días, que con mayor frecuencia se han escrito en los artículos y en las gacetillas de los periódicos, que más número de veces se han repetido en la tertulia artística o literaria, en el salón del gran mundo y hasta en la más humilde buhardilla? Pues esos dos nombres son los de dos novelistas famosos, muerto el uno, loco y en plena juventud, vivo el otro y en plena gloria, después de veinte años de renombre universal: Guido de Maupassant y Emilio Zola.

El ruido que promueve el primero en estos instantes es a causa del monumento que acaba de erigirse a su memoria; el estruendo que produce el segundo es motivado en parte por el discurso que leyó al pie del monumento inaugurado y ante todo y sobre todo, por la gran novela «París», que ha empezado a publicar en forma de folletín, última parte y desenlace de la célebre trilogía cuyos dos primeros tomos se titularon «Lourdes» y «Roma».

El busto de Maupassant se levanta en el parque Monceau, en el delicioso rincón de París lleno de verdura y de flores, donde los gorriones bajan a jugar con los niños, en medio de las parejas amorosas que corretean y de grupos de ancianos que toman el sol. La inauguración del monumento fue un espectáculo curioso, que patentizaba la ironía de la vida, sobre todo al recordar la independencia orgullosa de carácter y el desprecio del mundo oficial que encarnaba tan vigorosamente el autor de Bel Ami. Maupassant, que siempre rehusó con altanería el cintajo de la Legión de Honor, creando desde entonces con este hecho sin precedentes una situación difícil a todos los literatos a quienes semejante obsequio ha sido concedido, Maupassant, que durante toda su vida hizo gala de un soberano desdén por todas las Academias, verse, a los tres o cuatro años de su muerte, sancionado, consagrado, pedestalizado, si se me permite el neologismo, instalado en el mármol y en la gloria ¿y por quién? por el ministro de Bellas Artes, por el propio monsieur Rambaud, y con circunstancias agravantes de un discurso pronunciado por monsieur Enrique Houssaye, el más peripuesto, el más salonnier de los académicos franceses. Únicamente la presencia de Zola, amigo entrañable y hermano mayor del escritor glorificado, sentaba bien al lado del monumento.

El modelo de éste, obra del escultor Vernet y del arquitecto Deglane, fue expuesto en el último Salón y obtuvo generales elogios, a pesar de que algunos encontraron la obra más bien chic que artística y apropiada al carácter literario de Maupassant. La principal figura del monumento es una parisiense descuidadamente tendida sobre un banco, con la cabeza apoyada en la mano derecha y teniendo en la izquierda un libro cuya lectura ha interrumpido. Para la composición de la obra el autor se ha inspirado en la frase de Olivier Bertin, de la novela de Maupassant Fort comme la mort: «Pequeña, siéntate aquí, toma esta colección de versos y busca la página 336, donde encontrarás una poesía titulada ¡Pobres gentes! Como si bebieras un vino generoso, sórbela suave y dulcemente, palabra por palabra, y déjate embriagar y déjate enternecer. Escucha lo que te diga tu corazón. Después cierra el libro, levanta los ojos al cielo, piensa y sueña...»

Y la damisela del monumento a Maupassant es esta, la que piensa y sueña, con el volumen cerrado, al pie de la columna que sostiene el busto del gran escritor, busto que no evoca, al decir de muchos que lo conocieron, su fisonomía vigorosa, sembrada de precoces arrugas, impresas por el desencanto de la vida y acaso también por el presentimiento de un terrible destino...

–«¡Pobre Maupassant! exclamaba Zola en su discurso, quien había de esperar un desenlace tan trágico para una existencia tan venturosa! Su celebridad estalló como el rayo, y fue el hombre más feliz, si tal palabra puede aplicarse al que tuvo tan lamentable fin. Pero ahora que se admira en obra entera, ahora que se le ve inmortalizado a la sombra de estos árboles, yo me atrevo a pensar que su fin desastroso acrecienta su figura, elevándola a una altura trágica y soberana en la memoria de los hombres. Desde sus comienzos fue aclamado, y sus amigos de primera hora se convirtieron en legión. Conquistó los salones aristocráticos después de haber conquistado los burgueses, y una ola de admiraciones y ternezas y entusiasmos le envolvió por todas partes. Hasta después de la tumba, bien lo veís, la gloria le acompaña y su memoria se eterniza en este bello monumento, símbolo de la entrega que le había hecho de su alma la mujer moderna. ¡Y ahora nosotros festejamos aquí en busto, cuando tantos otros hermanos suyos mayores, los más ilustres, aguardan la hora de la justicia!»

«Es que Maupassant representaba la salud, la fuerza misma de la raza francesa. Era uno de los nuestros, un latino de cerebro límpido y sólido, un creador de hermosas frases, resplandecientes como el oro, puras como el diamante! Si una tan soberana aclamación resonó siempre a su paso, es porque todos reconocían en él un hermano, un nieto de los grandes escritores de nuestra Francia, un rayo del ardiente sol que fecunda nuestro suelo, que madura nuestras viñas y nuestros trigos...»

La multitud ahogaba con sus frenéticos aplausos cada período de Zola, en quien se ven personificadas en su grado mayor esta fuerza, esta claridad, este equilibrio potente de las letras latinas, que él atribuía, también con justicia, al escritor glorificado. Si faltase una prueba de ese poder de evocación fascinadora, que mana de la pluma del gran novelista de los RougonMacquart, la tendríamos elocuente en la tempestad de emoción que han levantado los primeros folletines aparecidos de «París» ....[...]

 

(Continúa el artículo hablando de la obra de Zola)

 

Por L’UTEGE

 

 

Publicado en La Vanguardia el 3 de noviembre de 1897

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