La Vanguardia, 6 de abril de 2009

 

DE LA TORRE A LA PIERNA

 

La torre Eiffel es para los ciudadanos de la UE “la obra del hombre que mejor simboliza Europa”. Pues bien, los franceses han decidido festejar los 120 años de este singular monumento dándole una mano de pintura, algo así como un lifting, cuyo coste es de cuatro millones de euros. El color pardo de la imprimación (se ha descartado el rojo veneciano elegido por Gustav Eiffel para su inauguración) resulta la elección de un colectivo de expertos (que son esos tipos que suelen jugar malas pasadas) entre los que hay cineastas, fotógrafos, pintores y arquitectos. Aseguran que es el tono que mejor armoniza con el paisaje de la ciudad, aunque se diría que han estado influidos por los malos tiempos que corren. El presidente de la sociedad que explota la torre, Jean-Bernard Bros, ha dicho que el color elegido subraya el efecto bronce de la iluminación nocturna, lo que no deja de ser un elemento cuestionable, porque en realidad el monumento pertenece a la ingeniería del hierro.

Curiosamente, algunos autores franceses atribuyen a Eiffel la paternidad de uno de los fetiches de lencería, como es el liguero. Según esta teoría, el ingeniero dibujó en una servilleta de la mesa donde almorzaba un suspensorio para las medias de su esposa, que se quejaba de los problemas de circulación que le producían las ligas elásticas. Lo cierto es que resulta fascinante pensar que quien puso en pie la torre Eiffel con ocasión de la Exposición Universal de 1889 contribuyó a que su propia esposa pudiera ir erguida sin que se le cayeran las medias ni se le hincharan los pies. Si la torre es símbolo de la capital francesa, también pueden considerarse parte del encanto de la ciudad sus tiendas de lencería (de hecho, Chantal Tomas fue pionera en sacar prendas atrevidas de los sex shops para exponerlas en sus boutiques de ropa interior). En este sentido, París estaría doblemente en deuda con este sabio ingeniero de Dijon.

Sin embargo, Eiffel, cuyos ingenios abarcan desde la estructura metálica que aguanta la estatua de la Libertad hasta la cúpula del observatorio astronómico de Niza (y un puente sobre el Onyar en la ciudad de Girona), no encontró gran comprensión entre sus contemporáneos. Se da la circunstancia de que Alexandre Dumas decía que la torre parisina era un verdadero “monstruo”, Guy de Maupassant la consideraba “un inútil montón de chatarra oxidada”, Léon Bloy la definía “un lampadario absolutamente trágico” y Paul Verlaine la contemplaba como “un esqueleto de torre” y era capaz de dar grandes rodeos para no verla en el horizonte.

El día en que la torre estuvo terminada, Eiffel, henchido de orgullo, subió a pie los 1710 escalones que permiten ascender desde la base hasta el tercer piso e izó la bandera francesa. Las crónicas no reseñan si, detrás de él, la esposa enarboló su liguero.

 

Màrius Carol

 

 

Publicado en La Vanguardia el 6 de abril de 2009

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