La Vanguardia, 11 de julio de 1893
 

MAUPASSANT - NECROLÓGICA

(Sección Busca, buscando)

 

Sobre la tumba, abierta todavía del infortunado Guy de Maupassant, ha pronunciado Emile Zola un admirable discurso que es a un tiempo la oración fúnebre dictada por el corazón dolorido del amigo y la síntesis luminosa del talento y de las obras del difunto escritor. El autor de Germinal quería entrañablemente al autor de Une vie. El y Gustavo Flaubert habían sido los dos verdaderos maestros de Maupassant; y el discípulo profesaba por aquellos dos grandes iniciadores de su vida literaria un cariño extremado y una admiración sin límites. A la memoria me viene un artículo entusiasta que Maupassant dedicaba años atrás en la Revue Blueu a Zola, cuando este ilustre ya, pero mucho más discutido que no lo es hoy, acababa de publicar uno de sus libros. Ahora, el maestro le devuelve públicamente el elogio... con los ojos arrasados en lágrimas y los labios temblorosos de emoción.

El malogrado novelista iba a cumplir dentro de pocos días los cuarenta y tres años; hacía ya próximamente dos que su clarísima inteligencia había sucumbido, víctima de una de las más espantosas catástrofes en que puede naufragar el entendimiento humano. Entonces murió realmente Guy de Maupassant; y entonces la prensa, descartando ya la miserable cuestión de la vida corporal, dedicó a aquella alma muerta, largos artículos necrológicos. Hoy no se hace más que repetir lo que se dijo en aquellos días. ¿No era acaso para el pobre escritor un cementerio aquel manicomio en que había entrado, despojado de cuanto le hiciera grande, célebre, ilustre, diferente del vulgo?

Aún hoy día, se preguntan muchos amigos de Maupassant que causas pudieron ser las que mataron tan poderosa inteligencia en plena robustez física, en el apogeo de la edad viril. Se ha hablado sucesivamente de pesares amorosos, de excesos de trabajo mental, de abuso de drogas para mantener la excitación cerebral, de... no sé qué más. La causa verdadera sigue ignorada o al menos la ignora el público. Es muy probable que algunos íntimos la sepan; pero al fin y al cabo ¿qué importa saberla? A nada ha de conducir la indiscreta averiguación de un hecho que no tenía ya remedio y que privaba a la moderna literatura de uno de sus más privilegiados representantes.

Es imposible, empero, dejar de pensar en aquella locura que se vino de tan brutal, de tan inesperada manera y cuya aparición formaba un contraste inexplicable con la serena inteligencia revelada en las páginas de Maupassant. Son y han sido muchos los escritores, en cuyos libros parece reflejarse con más o menos intensidad el germen de un extravío mental que ha de revelarse– así llega a creerlo uno – en sus posteriores actos. A nadie habría podido extrañar que Edgard Poe y que Hoffmann, por no citar más que estos, murieran en una casa de orates, tal es la genial extravagancia que prodigaban en sus obras. Verdad es que si el segundo murió tranquilamente en su cama sin haber dado jamás muestra alguna de desequilibrio cerebral, el primero habría acabado de seguro en el hospital de locos, si el delirium tremens no le matara en la calle. ¡Pero Maupassant! Sería difícil encontrar un autor de los de primera magnitud en cuyos libros se transparentase más serenidad de espíritu y un temperamento más equilibrado. Leed todas sus novelas, todos sus cuentos, todas sus impresiones: siempre se ve en ellos una «manera de proceder» desapasionada, severa, enemiga de todo desplante, de todo exceso, de todo desarreglo de la imaginación. Diríase que el escritor ha puesto cuidadoso empeño en embridar su fantasía, en no dejarla correr más que por donde a él le conviene, con mesura y circunspección. Preocupado aun tiempo de la mayor habilidad de la factura que lleva a un grado de perfección rarísima y de la escrupulosidad analítica en el estudio de las cosas, de los personajes y de los sentimientos, evita siempre la divagación inútil y permanece aferrado a la lógica que se ha impuesto al trazar el plan de la obra. Y esta lógica se revela hasta en sus páginas más sentimentales, en aquellas donde el poeta ha dejado más rienda a su corazón; en aquellos capítulos admirables de Pierre et Jean, en aquel final maravilloso de Fort comme la mort. No parece sino que el novelista ponía todo esmero en hacer el análisis de la razón pura, buscándolo en las escenas de la vida moderna, aunando los refinamientos del pensador con los refinamientos del artista.

¡Qué esfuerzo tan prodigioso supone esa preocupación continua de la verdad «interna» y de la belleza externa!... ¡y quién sabe si en esta tensión incesante, en esa lucha diaria del cerebro no encontraríamos la causa verdadera de aquella ruptura de una razón quebrantada por tanto razonar!

Pero ¿de qué sirve argüir, repito, sobre un doloroso episodio humano que solo otro Guy de Maupassant hubiese podido explicar con su admirable claridad, si la muerte se ha encargado de poner fin a una vida que fue tan brillante, tan envidiada durante algunos años y luego se convirtió en objeto de compasión?

 

Juan BUSCÓN
(pseudónimo de Ezequiel Boixet)

 

Publicado en La Vanguardia, el 11 de julio de 1893

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