La Vanguardia, 16 de octubre de 1988

LA GUERRA

 

En la actualidad, que todas las naciones hacen grandes armamentos, como si se apercibieran para una lucha formidable, ha llamado la atención de cuantos se interesan por el humano progreso y la fraternidad de los hombres, la opinión que acaba de emitir el conocido publicista M. Guy de Maupassant.

Cuando pienso solamente en esta palabra, dice el célebre escritor, siento un espanto, como si me hablaran de hechicería, de inquisición, de una cosa lejana, finida ya, abominable, monstruosa, sobrenatural.

Cuando se habla de antropófagos, nos sonreímos orgullosos al proclamar nuestra superioridad sobre esos salvajes. ¿Pero cuales son los salvajes, lo que se baten para comer a los vencidos o los que se baten para matar solamente?

Parece increíble, pero hoy día, en nuestra época y con nuestra civilización, con el progreso de la ciencia y con el grado de filosofía que se considera ha alcanzado el género humano, tenemos escuelas en donde se enseña a matar, y a matar desde gran distancia y con perfección, a muchos infelices, que tal vez sean padres de familia.

Vivimos bajo el peso de antiguas y odiosas costumbres, de las feroces ideas de nuestros bárbaros antepasados.

Hoy día la guerra empieza a ser acusada. La civilización instruye el proceso a los grandes capitanes y a los conquistadores. Los pueblos empiezan a comprender que el engrandecimiento de un crimen no disminuye con su magnitud; que si el matar es un crimen, el matar mucho no es ningún atenuante; que si el robar es una vergüenza, no puede ser una gloria la usurpación.

Proclamemos de una vez esas verdades absolutas, deshonremos a la guerra.

¡Pero vanas ilusiones! La guerra es hoy más venerada que nunca. M. Molike ha dicho a los delegados de la paz, que la guerra es santa, de institución divina y que merced a ella se mantienen en los hombres los nobles sentimientos del honor, el desinterés, la virtud y el valor, librándoles, en una palabra, de caer en el más odioso materialismo.

Al venir una guerra, en seis meses los generales destruyen todas las obras que los sabios y los hombres bienhechores han logrado implantar a costa de luchas y sacrificios sin cuento.

¿Por qué no se juzga a los gobiernos después de cada guerra que han declarado? Si los pueblos se penetrasen de esta verdad, si juzgasen ellos mismos a los poderes sangrientos, si se negasen a dejarse matar sin razón, si se sirviesen de las armas para combatir a los que les mandan asesinar, en este día habría concluido la guerra... Pero este día no llegará.

 

 

Publicado en La Vanguardia el 16 de octubre de 1888

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