La Vanguardia 18 de abril de 1890
PLÁTICA
Al siglo presente le han sacado sus hijos una infinidad de motes. Hubo quien
empezó por llamarle el siglo de las luces, denominación que según un juicioso
amigo mío, debió salir del cerebro de algún lampista. Luego vino quien
concretando más, le llamó el siglo del vapor y de la electricidad, y como en
asuntos de esta índole todas las manifestaciones son libres, le han salido a la
época presente un sinnúmero de aditamentos. Un farmacéutico le llama el siglo de
los específicos; un diputado el de la evolución de ideas; un macero del
Congreso, el de las palabras inútiles; un artillero, el de la balística; y otro
amigo mío, que sufre atrozmente de la boca, el de los dentistas.
Todo eso me parece muy bueno, exacto y puesto en razón.
Por mi parte, propondría también que al siglo presente se le llamase de las
novelas, pues aunque en anteriores centurias se escribieron bastantes, hay en la
actualidad tal balumba de obras pertenecientes a dicho género literario, que no
veo verdaderamente motivo para que mi proposición no fuese tan aceptable y
atendible como tantas otras.
¿Saben mis lectores; cuántas novelas se han publicado
en volumen, únicamente en Francia, durante el años 1889? 14.000 y dejo el pico,
por no recordarlo. 14.000 novelas: o sea 38 por día, lo cual no deja de
constituir un regular contingente de obras imaginativas ofrecidas a la
curiosidad pública.
Si fuera aficionado a cálculos estadísticos y me
gustara además fantasear, pues nada hay que armonice tan bien con la estadística
como la fantasía, sin duda por aquello de que los extremos se tocan, pudiera
entregarme aquí a un estudio muy instructivo y muy inútil, que también son
compatibles ambas cosas, acerca del número prodigioso de ejemplares tirados que
suponen aquellas catorce mil novelas; podría calcular aproximadamente la
cantidad no menos considerable de lectores dispuestos a devorar aquella pingue
cosecha intelectual, y si llevara mi pasión investigadora hasta el punto que la
llevaba cierto personaje de una comedia del francés Labiche, que había
descubierto el número de viudas que durante un año atravesaron el Puente Nuevo
de París, podría también por mi parte lanzarme a extravíos matemáticos que
hicieran decir a muchos: ¡Jesús y lo que sabe ese hombre! calcularía entonces la
cantidad de letras de molde empleadas en la composición de esas novelas, y el
peso del papel y el de la tinta que se ha gastado; y el dinero que ha costado el
tiraje y el que se ha invertido en compras de ejemplares; sin contar una porción
de detalles de menor cuantía, que probarían mi ingeniosidad y amor a la
erudición menuda, verbigracia, la suma total de chifladuras representadas por
las siete décimas partes de los autores y el conjunto de porquerías literarias y
literales incluidas en aquel fárrago novelesco.
Porque no cabe dudar de una cosa y es que los cuatro
quintos de ese diluvio de novelas pertenecen al género naturalista; género muy
de mi gusto, lo confieso francamente, cuando quien lo maneja es hombre de
talento superior, pero que ofrece el grandísimo peligro de convertirse en género
puerco y nada más que puerco, puesto en manos de muchos desgraciados, que se
imaginan ser novelistas y observadores así que se sienten hundidos hasta el
cuello en un estercolero. Hay muchacho de esos que en cuanto se siente capaz de
escribir un capítulo nauseabundo exclama muy satisfecho: pues señor, lo que es
eso ni Zola lo hace mejor.
***
Yo no sé como le irá a Zola en el otro mundo, cuando se le obligue a presentar
balance. Su situación no me parece de las más envidiables, no precisamente por
razón de lo que ha escrito, sino por razón de lo que ha hecho escribir. Si yo
fuese el Juez Soberano, creo que absolvería plenamente al autor de los Rougon
Macquart, pues me parece que tendría un flaco por los hombres de talento,
pero me parece así mismo que le echaría una solemne peluca por el contagioso
ejemplo que ha dado a sus contemporáneos, induciendo a tanto y tanto joven a
seguir las rutas de la pornografía.
Verdad que Emilio podría contestarme: ¡Señor, yo
que culpa tengo si habéis consentido que vinieran al mundo tantos majaderos, que
tomaban solo de mí lo malo y no sabían imitarme en lo bueno!... sin contar
– añadiría tal vez Zola con ese piadoso cariño que todo innovador siente por sus
sectarios, – sin contar que los pobrecillos no lo hacían con mal fin; nada de
eso: la vida era tan cara en aquel pícaro... quiero decir en aquel magnífico
mundo, fundado por Vos, que había que apelar a todos los medios para hacerse con
algún dinero. Y como yo había ganado tanto con mis libros, aunque me esté mal el
decirlo, ya se ve, los chicos se animaban e iban un poquito más lejos de los
límites naturales, y se permitían ciertos excesos que... que condeno, vaya si
los condeno, mayormente recordando que la mayor parte de mis discípulos
escribían con los pies. Pero aquellos éxitos míos, Señor, les trastornaban la
cabeza y sobre todo el de la Bête humaine! ¡45.000 ejemplares en un día y
100.000 a los dos meses!
***
Estas cifras son espléndidas y no hay duda que habrán trastornado muchos cascos.
Muchísimos jóvenes vislumbran hoy en Francia, seducidos por la fortuna que
sonríe a Zola, a Daudet, a Maupassant y otros, un porvenir brillante conquistado
en el campo de la novela. Y sin embargo, ¡cuán pocos llegarán a la meta! la
mayoría permanecerá olvidada y pobre, y unos por falta de talento, otros por
falta de suerte, de esos aspirantes a la gloria, los más seguirán hundidos en la
oscuridad.
Y he dicho por falta de suerte, porque he creído siempre que el éxito es hijo
del mérito, siempre y cuando este ha conseguido hacer un buen casamiento con la
fortuna, señora muy veleidosa, conforme es sabido desde remotos tiempos. Eso de
que el talento concluye siempre por abrirse paso, se me antoja ser tan solo una
frase muy bonita, pero muy convencional, propia, sí para animar a la juventud
estudiosa, pero que resulta con harta frecuencia, mentirosa y falsa. Se ven los
talentos que prosperan y se abren paso, pero se ignoran los que luchan, a veces
con obstinación, sin obtener fruto alguno, como no sea el de la decepción y de
la amargura. ¡Ah! si pudieran contarse los nombres de todos los que han muerto
ignorados, a pesar de tener títulos para vivir ilustres...
Muchas han sido y serán las veces en que una obra notable pase sin embargo
desapercibida, y concretando el caso al hecho que sirve de tema a esta plática
¿no puede suponerse y hasta afirmarse que entre esas 14.000 novelas publicadas
en Francia y de las cuales habrá a lo menos 13.000 que no serán citadas
siquiera, se encontrarían algunas de verdadero mérito, obras, quizás, maestras,
cuyos autores permanecen y permanecerán ignorados?
Y no puede ser de otra manera. De esas mismas 14.000
noveles, el público ilustrado, ese que otorga una reputación literaria, no lee
más ue un número muy limitado, relativamente, de ellas: las demás las deja de
lado. Y de las pocas que lee, busca todavía que sean de la pluma de un autor ya
famoso. El otro público, esto es, el que viene en orden segundo de ilustración,
sigue el ejemplo y se llega al resultado siguiente: de la novela de Zola se
venden cien mil ejemplares en dos meses: de la novela de X*** se vende una media
docena, si se vende. Quizás la obra de X*** es una estupidez, quizás es una obra
maestra. Como nadie la lee, no se llega a dilucidar nunca ese problema; si la
leen seis personas, vayan ustedes a saber si entre esas hay alguna capaz de
comprenderlo, y si lo comprende, capaz de hacerlo creer a los demás.
***
En España estamos mucho mejor bajo ese punto de vista: los novelistas no son
muchos; los buenos son pocos, y como entre estos últimos no se conoce ninguna
que venda 45.000 ejemplares, no digo en un día, sino en un siglo, de ahí que la
emulación tanga escaso aliento. Si algún muchacho se propone escribir una
novela, lo hace con un fin puramente platónico, pero no con un fin lucrativo, a
menos de ser memo de solemnidad.
En nuestra tierra las letras producen menos que un
destino de cuarta clase; eso cuando producen algo que no sean disgustos, que
suele ser en la mayoría de los casos. En algunos, quedan esos que se llaman
títulos de gloria, muy apreciables sí, pero sobre los cuales no encontrareis
ningún Banco que preste dos pesetas.
Atrévome a jurar que un sindicato constituido por
Emilia Pardo Bazán, Pérez Galdós, Pereda, Valera y Narciso Oller no encontraría
en la Plaza quien consintiera en un empeño sobre sus valores literarios, a pesar
de lo sólidos que son. Y si hubiese un insensato que lo hiciera, perdería de
fijo toda la consideración en el mundo mercantil.
Meditad muy seriamente eso, jóvenes hispanos e
incautos, y antes de escribir un capítulo, especialmente si el diablo os sugiere
la idea de futuras ganancias, recordad la frase sublime de aquel banquero en la
agonía.
Cultiva, hijo mío, las letras, decíale a su heredero –
cultívalas con amor, pero que sean letras... de cambio.
EZEQUIEL BOIXET
Publicado en La Vanguardia el
18 de abril de 1890.
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