La Vanguardia, 21 de febrero de 1985
Alberto Savinio, “Maupassant y el otro”. Traducción de Gabriela Sánchez Ferlosio . Editorial Bruguera. Barcelona, 1984
Aunque Guy de Maupassant no goce en nuestro país del reconocimiento que merece
su condición de padre del cuento moderno, la intachable calidad literaria de
este gran prosista francés ha inspirado en Europa varias aproximaciones
biográficas al complejo universo que fue su persona. Por ese motivo, el lector
recibirá con agrado la aparición de un libro que, bajo el título “Maupassant y
el otro”, fue escrito durante la Segunda Guerra Mundial por Alberto Savinio,
importante novelista italiano recién exhumado en beneficio de la buena
literatura.
Savinio nació en Atenas en 1891 y fue hermano menor de De
Chirico, el pintor metafísico. En 1910 viajaría a través de Francia y Alemania
frecuentando los círculos artísticos más influyentes de la época. Dotado de una
personalidad polifacética, desarrolló su talento como literato, pintor, músico y
escenógrafo. Pero es en obras de la talla de “Hermaphrodito”, “La casa ispirata”
o “Souvenirs” cuando Savinio se manifiesta como uno de los autores más
originales, en su lengua, de todo el siglo XX. A lo largo de su carrera creadora
no eludió el trato con el género biográfico y supo dotarlo de una textura
inconfundible. Para ello se valdría de sorprendentes recursos de enfoque que
lograron dar una nueva vuelta de tuerca a esta especialidad de siempre espinosa
ejecución, y cuyo rastro puede advertirse hoy en los trabajos de Indro
Montanelli.
En “Maupassant y el otro” Savinio elabora un personaje
imaginario, Nivasio Dolcemare, emparentado con los heterónimos que ingeniara
Pessoa para ocultar su verdadera voz, y desde el cual abordará la conflictiva
personalidad del gran “Conteur” normando. Siguiendo el patrón de una novela, el
libro se inicia en 1910 con la llegada del joven Dolcemare a Paris, ciudad donde
todavía sobreviven vestigios de aquella Francia finisecular de Maupassant, y que
despiertan en el viajero la primera de una larga serie de ricas reflexiones
destinadas a jalonar la obra en pos del biografiado. Novela convencional,
ensayo, biografía, estudio sociológico… ¿Qué es “Maupassant y el otro”? Además
de todo esto, una soberbia broma literaria. Y como tal, tiene mucho de juego y
de pirueta, como tal resulta atractiva, incómoda, desconcertante.
Porque cuando un autor de la envergadura de Savinio aborda la
figura de un compatriota espiritual quedan abolidas las fronteras entre un
biógrafo y el sujeto de su estudio, se produce una invasión biunívoca de
territorios, una pugna entre aguas gemelas. No en vano el repertorio de las
grandes piezas biográficas termina reduciéndose a tres únicos tratamientos
orquestales: iluminar el palacio del personaje elegido con un haz absoluto (ese
es el caso de “Napoleón” de Emil Ludwig, o “Fouché” de Stefan Zweig), alumbrar
desde un rincón uno de los salones, y, a partir de ese vértice, inferir la
arquitectura toda (así sucede en el “Proust” de Beckett) o bien, recorrer la
propiedad entera a cierta velocidad armado con una humilde aunque penetrante
linterna.
En este último grupo, tan latino, incluimos el Maupassant de Savinio, quien se
revela en sus páginas como habilísimo prestidigitador en el lance de transformar
lo anecdótico en definitivo. Su Nivasio Dolcemare deambula por París y va
descubriendo allí el trípode sobre el cual descansa la esencia maupassantiana:
“el otro”, la mujer y el agua. Entonces se aventura a desmadejar un discurso
disgregado, fruto de su pasión hacia los trasvases y el desorden, que le lleva a
desmitificar a un autor que enloqueció, según su opinión, al haber sido
suplantado por “el otro”: un inquilino negro capaz de dictar sus mejores páginas
a cambio de arruinarle como médium. Y este Nivasio Dolcemare hace gala de una
presunción jocosa omitiendo que todo artista es un transmisor susceptible de ser
chamuscado. Omite esta observación como irá desechando aquellas verdades que
amenacen con ensombrecer el extraordinario fulgor de sus razonamientos.
Savinio, por tanto, aparta su linterna de los rincones poco
sugerentes de palacio; y lo hace con un gesto de desprecio, como quien lamenta
reconocer un viejo espectro inofensivo. Así, al enfrentarse al tema de la mujer,
segunda clave en la vida de Maupassant, Savinio condena a Guy a un subgénero
triste, el de los “carnales”, aduciendo que sus relaciones con las hembras eran
exclusivamente “alimentarias”. Y para defender su idea, silencia la muerte de un
gran amor del cuentista francés e ignora que el dolor de éste, reflejado de
forma escalofriante en varios de sus cuentos, no es precisamente la rabieta de
un copulador de arboleda al que privan de sustento erótico, sino uno de los
llantos más profundos que pudieron oírse a finales del siglo XIX. Y en el mismo
tono, Savinio también le negará la entrada al Olimpo de los escritores
marítimos, desplazando tendenciosamente el espinazo de la literatura náutica.
Porque si bien es cierto que Conrad, Melville y Stevenson fueron autores más
marineros, no es menos cierto que entendían el mar como los propios peces, y su
visión en exceso mediatizada carece en ocasiones del equilibrio y la sensualidad
de una óptica más terrestre.
Entonces… ¿Puede tildarse a “Maupassant y el otro” de obra
carente de grandeza o rigor? En absoluto. Pues cada manipulación del libro es un
fuerte canto a la libertad del escritor, quizás uno de sus perdurables ejemplos.
Savinio no engaña. Simplemente derruye la lógica geométrica y elimina un antiguo
método analítico que él cree inservible o agotado. Y cualquier dato atractivo le
sugiere un juego de asociación intelectual, un test de Rorschach literario y
erudito, que le lleva a descubrir y glorificar su propio savinismo en permanente
alarde de humor, demagogia y sabiduría. Incluso desestima los aciertos por los
que Maupassant entró en la gran historia de las letras: las reflexiones sobre la
fugacidad del tiempo individual, el pánico al deterioro físico, la soledad de
los seres marginales, el miedo omnipresente, la sordidez del campesinado, el
vértigo existencial del viajero, la amenaza de la locura y los tesoros ocultos
del alma femenina. Y es que Savinio está obcecado en descifrar, bajo una benigna
epidemia freudiana, las conexiones de Maupassant con el entorno, convenciéndonos
de la servidumbre total entre el artista y sus demonios.
De poco va a servirle al lector alimentar la idea de que son
magistrales o epidérmicas las digresiones de Dolcemare acerca de la crisis
occidental, las religiones, los pueblos, las artes, el sexo, etc.; ya que
inmediatamente Savinio abandona la búsqueda de verdades íntegras en aras de unos
efectos específicos que estimulan su imaginación para mayor gloria de este
soberbio divertimento. Y el lector, así provocado, avanza en la lectura cada vez
más atraído, entre la sacudida y la fascinación, molesto y feliz, puesta ya en
duda toda validez. La suya, la de Maupassant, la de Savinio y su heterónimo, la
de la literatura y la vida enteras, la de la muerte. Y de igual manera que un
retrato en blanco y negro reproduce la realidad no como es sino como bien
pudiera ser, así este electrizante recorrido por la mansión maupassantiana
resulta, después de todo, suficiente y magnífico, casi imprescindible.
MIGUEL DALMAU
La Vanduardia, 21 de febrero de 1985