La Vanguardia, 22 de julio de 1893

MAUPASSANT[1]

 

Como todos los maestros dignos verdaderamente de este nombre, hoy tan prodigado, Maupassant debe recibir el testimonio de nuestro homenaje. Maupassant ha hecho hablar a las multitudes anónimas, en medio de las cuales vivió; a los que en el porvenir estudien nuestro modo de ser enseñará algo de nuestro sentir y de nuestro pensar, de la tristeza de los tiempos que en suerte nos han tocado a nosotros, de nuestros descorazonamientos y fatigas, de nuestras crisis de desesperación y egoístas resignaciones, toda la monotonía de la existencia que arrastramos, en medio de los trabajos o diversiones que nos dan la ilusión de la vida.

Maupassant no fue un filósofo de profesión, (sus prefacios prueban, en efecto, que era poco hábil en el manejo de las ideas generales) ni fue tampoco un gran historiógrafo (sus digresiones históricas, raras afortunadamente, lo demuestran); pero respiró una atmósfera saturada de filosofía y de ciencia; vino al mundo en el momento preciso en que morían la mayoría de los ensueños y de las falsas esperanzas que hasta entonces habían embellecido la vida humana; sufrió la opresión de tantas y tantas experiencias cumplidas, de tantas nociones adquiridas sobre tantas cosas, de una labor de tal modo prodigiosa, que ha acabado por eclipsar el ideal y someternos a la tiránica obsesión de lo real. Por efecto de esa especial sensibilidad que hace dolorosamente adivinar a ciertas almas lo que no saben, Maupassant sintió, sin tener de ello clara conciencia, la fatiga mental causada por tan gigantescos y generosos esfuerzos hechos para conocer la naturaleza de las cosas; quizás sufrió mucho más de ese resultado que los robustos obreros de nuestras desilusiones.

¿Bajó alguna vez a las profundidades hasta donde perseguía Renan, como fantasmas, los misterios y los dogmas? A semejanza de ese maravilloso evocador, ¿pudo comprobar la maliciosa inmoralidad de la suerte, que se complace en castigar a la virtud y recompensar al vicio? ¿Llegó a comprender, por las demostraciones de Taine, lo que vale la creencia enfrente de nuestro libre arbitrio? ¿Vio acaso, bajo la multiplicidad de los hechos y la deslumbrante fantasmagoría de las apariencias, el frío mecanismo de las leyes? No lo sé; pero diríase que esos dos grandes hombres, sobre todo el segundo, le iniciaron alguna vez en el conocimiento de la verdad y le hicieron ver el mundo tal cómo ellos lo habían visto. Maupassant fue, y es, por instinto y por educación, un escritor naturalista, y no conozco otro a quien mejor pueda ser aplicado ese adjetivo, si por naturalismo debe entenderse, no un sistema vacío y sonoro del cual se sirven algunos como de una caja de lata a cuyo estridente ruido se detiene a los transeúntes, sino una especial disposición del espíritu, una costumbre intelectual, creada, aún en aquellos que no son verdaderos sabios, por el estado general de las ciencias positivas, propagada por la democrática vulgarización de los descubrimientos y sistemas, acrecida por la tristeza que se desprende de ciertos acontecimientos políticos (bancarrota de los ensueños idealistas en 1848, naufragio de la libertad bajo el segundo imperio, humillaciones de 1879...); Maupassant quedará, por su menosprecio de los hombres, por su alegría sensual, en cuyo fondo se descubre siempre algo de profunda tristeza, por su entusiasta amor a la naturaleza eterna y consoladora, como el más ilustre representante, o, si se quiere así, la más gloriosa víctima de una época en que todos, grandes y pequeños, sufren de un mal infinitamente mas peligroso que las melancolías de Obermann y de René.

Maupassant es muy otra cosa que un conteur gras, destinado a hacer pasar un buen rato en torno de una mesa restaurant. Taine, cuya repugnancia por Zola ha sido siempre muy acentuada, sentía al contrario por Guy de Maupassant, a quien familiarmente llamaba un toro triste, una particular predilección; y en esos últimos años lo leía, lo releía y lo hacía leer y admirar a sus amigos. No hay escritor, ni aún entre los moralistas y los ascetas, cuya lectura sea más mortificante para nuestro orgullo.

Tanto más nos alejamos de las realidades suprasensibles, menos resistencia hacemos a la tristeza que se desprende del espectáculo de las cosas y de los placeres y dichas precarias a que estamos reducidos. Un espiritualismo sincero, ninguna razón tiene para ser melancólico, a menos de verse a ello obligado por la moda o por el mal funcionamiento de su estómago; su alma inmortal está segura de sobrevivir a la caída de las hojas, a las primaveras pasadas, a los soles apagados... Encontrará en un mundo mejor a las personas que en este haya amado. ¿Por qué afligirse de las ruinas amontonadas en torno suyo por la renovación continua de la vida material?

– Al contrario, para aquellos que tienen la desgracia de verse privados de la fe en lo sobrenatural, n existe consuelo que sea verdaderamente eficaz. Si nada existe, – fuera de las apariencias sensibles, – la vida, después de los ardores físicos de la juventud, nos parece desierta, descolorida, sembrada de ruinas. A cada paso, viendo perecer a un hombre o una cosa, nos sentimos torturados por el sentimiento de lo irreparable, contra el cual nuestro corazón en vano se levanta. Toda belleza mustia, toda dicha desaparecida, toda amistad deshecha, toda esperanza fallida será motivo cotidiano para un nuevo luto del alma; y temeremos, más que ninguna otra cosa en el mundo, el golpe brutal de la muerte... a menos que no busquemos en ella, expresamente, la liberación de nuestros padecimientos, la incapacidad de sufrir, la indiferencia a toda miseria, la paz del olvido eterno.

En todo eso indudablemente está la razón del amargo pesimismo cuyos accesos han precedido, de muchos años, la crisis final donde fue a oscurecerse la clara inteligencia de Maupassant.

 

Gaston DESCHAMPS.

 


[1] Los diarios de París han publicado estos días artículos y más artículos hablando del insigne novelista; hemos creído agradable para nuestros lectores transcribir los principales pasajes del hermoso artículo que en Le Temps le ha dedicado el excelente literato Deschamps, pues nos parece uno de los juicios más definitivos que la prensa francesa ha dedicado al ilustre escritor que acaba de morir.


         Publicado por La Vanguardia, el 22 de julio de 1893

Fuente y propiedad de la hemeroteca de La Vanguardia: http://hemeroteca.lavanguardia.es

Reproducida en este formato por J.M. Ramos para  http://www.iesxunqueira1.com/maupassant