Vida Socialista, 20 de marzo de 2010

 

¡Guerra a la guerra!

 

«¡Aquello fue horrible! Entre mujeres  y niños había más de mil almas. Todo el mundo aullaba. Se rodeó el tren, no se le dejaba partir. Hasta las extrañas lloraban mirando lo que pasaba. Una mujer de T. dejó escapar un «ah» y cayó muerta. Deja cinco hijos. Se les ha distribuido en los asilos; mas, a pesar de todo se han llevado al padre. ¡Y que falta nos hace M! ¡Nos basta con nuestra tierra! ¡Y cuánta gente ha muerto, cuánto dinero se ha gastado»

¿Verdad que esto parece algo que nos atañe muy de cerca?

Y, sin embargo, no es más que un relato de Tolstoi de la guerra ruso-japonesa. Las iniciales corresponden a Tula y Manchuria; pero fácilmente podrían sustituirse por cantidades iguales.

Es que en toda época, en todas ocasiones, a sentimientos o hechos semejantes responden las mismas manifestaciones; y las de la barbarie son semejantes siempre.

No existe ninguna barbarie comparable a la que suscita la guerra, y, sin embargo, se le concede tanto poder a los que la sostiene, que la Prensa enmudece, los ciudadanos callan, y todos la secundan, escudadas en la frase absurda de que es un mal necesario. ¡Necesaria la guerra! ¡Necesaria la destrucción! Y existen leyes que dificultan ocuparse abiertamente de estas cuestiones. Hace poco, en la guerra de Melilla se decía que era antipatriótico combatir la campaña. ¿Acaso no eran más patrióticos lo que se oponían a esa desdicha vergonzosa? y todos callamos, de buen grado unos, otros por no poder publicar los artículos (como me sucedió a mí) y el absurdo se consumó, y el resultado escrito está en la conciencia de todos, aunque nos enmordacen con encarcelamientos cuando se quiere hablar. Noel, un voluntario, que sería admirable si hubiese ido de cronista en  vez de alistarse para la cacería de hombres, escribió una frase en carta particular, más feliz y sincera que aquellas otras destinadas a sacar partido de su estancia en un campamento. «Dile a los hombres, si yo muero, que la guerra es digna de ellos.» Por algo escribe Letourneau: «Nos complacemos en esperar que una humanidad mejor que la nuestra acabe con las luchas; pero ¿qué pensarán los hombres entonces de esta civilización de que tan orgullosos estamos?

Si como genios del mal la guerra tuvo apóstoles para cantar sus excelencias, como un José de Maitre y un Moltke, que nos la pintan como santa divisa: «que impide caer en el repugnante materialismo», podremos oponerles a centenares los grandes hombres que levantaron contra ella su voz: Pascal, Swift, Spinoza, Rod, Richet, Mazzini, Kant, Castelar y otros muchos, de cuyas opiniones me voy a valer para contestar los argumentos de la guerra sin caer en la ley de Jurisdicciones.

¿Sois religiosos? Escuchad la voz de los grandes redentores de la humanidad, Buda, Cristo; ellos condenan la guerra. Oigamos a sus precursores Lao-Tsé e Isaias.

«El arma más bella – escribe el primero – no es un arma bendita. El que regocija de la victoria se regocija del asesinato de los hombres.»

«Son vuestras iniquidades –dice el segundo– (c. LIX) las que os han separado de vuestro Dios, porque vuestras manos están manchadas de sangre.» Y, sin embargo, se hace la guerra en nombre de un Dios misericordia, se queman herejes... ¡Qué absurdo!

¿Por qué se hacen las guerras? Leed a Anatolio France. «La sin razón de las guerras modernas se llama interés dinástico, nacionalidad, equilibrio europeo, honor... si todavía subsiste un honor en los pueblos resulta extraño medio para sostenerlo hacer la guerra, es decir, cometer todos los crímenes `por los cuales el ciudadano se deshonra: incendio, rapiña, asesinato.»

Gaston Moch añade: «La misión de la guerra es proporcionar a un pequeño número de hombres el poder, los honores, las riquezas, a expensas de la masa cuya credulidad explotan esos hombres»

Y Tolstoi dice: «Cuanto más dinero se gasta en la guerra, más dilapidan los jefes y los hombres de negocios, que saben que nadie les denunciará y que todos roban.»

Leed ahora a los que os hablan en nombre de los sentimientos naturales.

«La guerra está maldita de Dios y de los mismos hombres que la hacen. La tierra no se riega con sangre, el cielo le envía agua fresca a sus flores y el rocío puro de sus nubes.» (Alfredo de Vigny.)

«Si mis soldados empezasen a pensar, ninguno permanecería en las filas.» (Federico II.)

«Un viajero que descuberierera en una isla lejana casas rodeadas de armas, la creería habitada por bandidos. ¿Qué aspecto presentan las ciuddes europeas? (Lichetenberger.)

¿Qué razón hay, pues, para que subsista la guerra cuando vemos que la rechazan religión, sentimiento, razón y humanidad?

Tal vez nos lo contesta Flammarion en las siguientes líneas: «Los habitantes de nuestro planeta han sido educados en la idea de que hay naciones, fronteras, banderas... Tan débil sentimiento tienen de la humanidad que desaparece enteramente ante la idea de patria...»

Veamos la alta misión del ejército:

«El asesinato de millones de hombres se considera victoria y provoca entusiasmo y alegría.»  (Channing.)

«Aprendí en la disciplina, que el cabo siempre tiene razón cuando habla al soldado, el sargento cuando habla al cabo, el teniente cuando habla al sargento, y así sucesivamente, aunque digan que dos y dos son cinco, y que la luna brilla en pleno medio día». (Erckmann Chatrian.)

«¿Puede verse nada más chistoso que el de un hombre quiera matarme porque su príncipe ha tenido una disputa con el mío, sin que él ni yo nos hayamos ofendido jamás?» (Pascal.)

Leamos también una descripción del ejército hecha por Guy de Maupassant: «Reunirse rebaños de hombres, no pensar en nada, no leer nada, no ser útiles a nadie, pudrirse en suciedad, acostarse en fango, vivir como el bruto...»

Y el premio del heroísmo y la muerte gloriosa de estos infelices oídselo a Alfonso Karr: «Y, por fin, algunos años después se van a buscar sus huesos y con ellos se fabrica negro de marfil o betún inglés para lustrar las botas de su general.»

Entendamos bien todo esto, para no caer en la anomalía de que el partido socialista pida el servicio militar obligatorio; lo que hay que pedir es la supresión de los Ejércitos, el desarme, las conclusiones de la Conferencia de La Haya; que acaben de una vez para siempre las odiosas guerras. Las del siglo pasado costaron la vida a 14 millones de hombres. ¿Comprendéis el horror de esta cifra? Ninguna guerra vale una sola vida. ¡Hay en ellas tanto amor, tanto dolor!

Yo he visto la guerra, he presenciado toda la tristeza de la lucha, he contemplado el dolor de las heridas en las frías salas de los hospitales, y he visto los muertos en el campo de batalla... Pero más que todo esto, me ha horrorizado la crueldad que la guerra despierta, cómo remueve el fango en nuestras almas, cómo nos habitúa con el sufrir ajeno hasta casi la indiferencia y sobre todo cómo penetra el odio en los corazones! Sí, con la barbarie de la guerra surgen los atavismos bestiales borrados en nuestra selección. El enemigo no es ya nuestro hermano. Sentimos el deseo de matar. ¡Que horror! Si dejáramos hablar a los corazones, no habría guerra, no habría enemigos. ¿Utopía? No, eso grande, superior, que llamamos Dios, lo llevamos en nuestras almas.

Queremos imponer nuestra civilización. ¿Qué es civilización? ¿Acaso no son más civilizados los que están más cerca de la naturaleza? Creemos progreso todas estas máquinas eléctricas, trenes, automóviles, palacios, y cuanto al inventarse nos esclaviza con nuevas cadenas y crea mayores necesidades. Todos los trabajos rudísimos, la división de pobres y ricos, nace de esto, y se dice3que del lujo viven los menesterosos. Cierto. Pero si no se hubieran inventado vivirían mejor. La libertad, la igualdad están en la vida primitiva.

Para defender este orden de cosas ridículas se sostiene el ejército y se habla de obligar a todos al servicio militar. Oigamos sobre esto, para terminar, a Tolstoi: «No hay nada más vergonzoso que ese servicio militar obligatorio que alista a todos los hombres contra su voluntad, a la edad de la ternura, para trabajo de criminales... En los bárbaros tiempos de Gengis-khan no mataban más que los que tenían afición a la carnicería. Las gentes gozaban del derecho de quedarse en su casa, de cultivar sus tierras, de soñar, de hacer el bien. El mundo civilizado pone e fusil en la mano del hombre, le da orden de matar, y si el hombre arroja el arma y rehúsa ser homicida se le trata como delincuente... Todo hombre debe ante todo, y cueste lo que cueste, negarse a tal servidumbre.» No se alegue que pelea para mantener el orden o contra otras razas. Todo el pueblo obrero, desdichado, oprimido, y todas las naciones de la tierra, forman, con sus mismos verdugos y tiranos, un conjunto único, el hombre. En toda guerra, sea cual fuere, padece siempre la humanidad.

Y estos hombres que se niegan a matar, que prefieren morir con las manos puras, en paz con su conciencia, son los Drojjin y los Olkhovik de Rusia, los Nazarens de Austria, los Goutandiers de Francia, los Terrey de Holanda y los valientes Doukhobors de América y de Rusia. ¡Gente admirable que se negó con entereza a ser cómplices del crimen legal!

Debemos aumentar su partido, inculcar sus doctrinas a nuestros hijos, predicar el amor entre todos los pueblos... y si las doctrinas de paz se imponen por medio de la fuerza aún, luchemos denodadamente para lograr el fin de las luchas. ¡Guerra a la guerra!

 

Colombine.

seudónimo de Carmen de Burgos

 

 

Publicado el 20 de marzo de 1910 en Vida Socialista.

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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