DON MELITÓN EN LA TORRE EIFFEL

 

La nueva Babel que levantamos los humanos, la torre Eiffel, en la ciudad de los sueños, París, fue construida para que se nos apareciera como descendida de los cielos en la inauguración de la Exposición Universal de 1889. Pero no es mi intención relatar hechos históricos más que conocidos. Lo mío, bien lo saben quienes siguen esta página, es auscultar el corazón de los tiempos idos, escuchar la música de sus latidos, melancólica a veces y alegre otras y cuántas jaranera, descompasada, bulliciosa y encadenada a la aventura de vivir cada momento según la partitura que el dedo de Dios escriba.

Cuando se construyó la torre Eiffel no pueden imaginar cuanto enfrentamiento hubo en las calles y en la prensa, en las tertulias de café y en los mostradores de las tabernas. En las casas, al tiempo de la cena, en los teatros a la hora de visitar el ambigú y hasta en la sacristía de Notre Dame, entre misa y misa. Las gentes del no y las gentes del sí a la construcción del monumento, por causa de ello, tiraron a la basura sin más, amistades, matrimonios y hermanos. Y todo por considerar que sería un adefesio para la ciudad más bella del mundo o el ramo de flores con el que los propios ángeles hubieran adornado el escabel de estrellas en el que Jehová reposa sus pies.

En medio de la discusión, cuando ya el monumento había sido inaugurado y asombrado al mundo, un hombre, cómo no, un poeta, un literato a la altura de su tiempo que se había distinguido por ser un paladín de la destrucción de aquel engendro metálico que había prostituido la genuina belleza de la ciudad, comía diariamente en uno de los restaurantes que aún hoy permanecen abiertos en la primera planta de la torre Eiffel. Asombrados por aquel comportamiento, los reporteros de la época, le esperaban cada tarde a pie de calle para que les explicase cómo podía ser que el más acérrimo enemigo de aquella obra, almorzara cada día en su interior. Esperaron muchos días, perdieron muchas horas con sus lápices afilados y sus libretas en blanco aguardando la respuesta de Guy de Maupassant, uno de los más geniales y misóginos escritores franceses.

Una tarde de abril, envueltos en el dulce aroma de la primavera francesa, Maupassant, por fin, contestó a su pregunta: “Almuerzo en la torre, a la que por supuesto me gustaría dinamitar, porque es el único lugar de París desde el que no se ve este monstruo”. ¡Ay, la conducta humana! Seguimos con frecuencia la sentencia de Guy de Maupassant y así sucede que hacemos como que no vemos el hambre, las miserias, las enfermedades, las guerras, las torturas, la muerte rondando en los telediarios mientas damos cuenta de un cocido que levanta la boina o despellejamos con mimo unos camarones o unas nécoras apoyadas en un buen vino abanicado por su más apropiada temperatura.

El asunto es huir, dejar atrás las responsabilidades, buscar refugio entre cuatro paredes de cielo y quebrar cualquier espejo que pueda devolvernos el miedo que se oculta tras nuestros ojos. Y volver, volver al país de Nunca Jamás, aquellos días en los que mamá nos sentaba en el colo y nos cantaba: “Don Melitón tenía tres gatos y los hacía bailar en un plato. Y por la noche les daba turrón: ¡vivan los gatos de don Melitón!”

MAXI OLARIAGA

La Voz de Galicia, 3 de diciembre de 2017
Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/