LA VIDA AMOROSA

 

LA ACREEDORA

 

I

 

Una vez, la esposa del embajador de Turingia, al que seguían unas camareras y criados encargados de llevar su equipaje, se apeaba del coche-cama sobre el andén de la estación del Havre. Era a comienzos de otoño; regresaba de pasar una temporada en el mar; su marido había hecho construir sobre un enorme acantilado, un chalet que parecía un palacio de madera; fue allí donde ella pasó el verano. Regresaba a París antes de los primeros fríos. Ninguna mujer es más bella que la condesa Wilhelmine de Freiesberg. Es alta, esbelta, con un rostro un poco pálido, donde la frente, sin rizos, que  se alza con aspecto de estar a la espera, sobre el oro liso de sus cabellos y una corona de perlas tal vez mezcladas de estrellas. Es dulce y augusta; la esposa del soberano que el conde representa no es tan regia como esta embajadora. Mueve los brazos con donaire y solo le falta un cetro; cuando se la ve caminar por la calle donde los coches se cruzan, parece  una emperatriz que atravesase una catedral el día del coronamiento. Por otra parte, en estos tiempos, circulaba una leyenda respecto a su persona que la hacía parecer más altiva y más lejana. Se contaba que el conde de Freiesberg, muy viejo y veterano diplomático, había aceptado, de no muy mal grado, el que se le negara a entrar en la puerta nupcial, cerrada, a la que él golpeaba en vano por las noches después de las ceremonias del himeneo; y, luego, ningún amor había entibiado el frio corazón de la esposa virgen, nieve debajo, nieve encima; esta joven mujer era una decente chiquilla. De ahí un entorno como rodeado de respeto; la imposibilidad de ser amado por ella desalentaba los deseos; Era lo opinión unánime que era bella para nada. Incluso aquellos que no la conocían en absoluto experimentaban al verla, a causa de su esbeltez principesca y de sus grandes ojos azules y gélidos, una admiración casi religiosa. Aquí, en esta estación, dónde personas en tumulto partían para Saint Cloud, regresaban de Asnières, se hacía en torno a ella el vacío y el silencio; caminaba a pasos lentos, delante de los criados semejando todo el conjunto un cortejo ceremonial. Tras haber atravesado la sala de los Pasos Perdidos, cuando iba a descender la escalera bajo la cual esperaban los carruajes, un joven al que ella jamás había visto, un transeúnte, no importa quién, se acercó a ella con aire impertinente, y, sin quitar el sombrero de la cabeza, le dijo:

–¡Vaya, eres tú, Lolotte! ¿cómo te va?

 

II

 

Ella levantó los ojos y en ellos surgió un brillo de cólera tal, que el hombre, el insultador, el imbécil, curvó la frente, bajó los párpados, como alguien sobre el que cayese un rayo.

Él se balanceaba; al verle las piernas flexionadas parecía que iba a arrodillarse.

Ella se había detenido. Lo miraba, inmóvil, mientras los criados permanecían detrás de ella detenidos.

Entonces él balbuceó, en voz baja, con el mentón dirigió al pecho, muy rápido, muy rápido:

–¡Oh! jamás me perdonareis. Si estuviese ebrio tendría una excusa; pero no estoy borracho; mi actitud es imperdonable. Sin embargo, escuchadme. Os había visto muy de lejos; no podía saber que vos erais una reina que pasaba. Escuchadme. Déjadme deciros porque he hecho lo que he hecho. ¡Un minuto! ¡Concededme un minuto!

Ella no se movía. Respondió sin dejar de mirarlo:

–De acuerdo, hablad.

Él retomó la palabra, más inclinado todavía:

–Señora, algunos amigos regresamos de un albergue de los alrededores donde hemos almorzado, cuando vos habéis descendido del vagón. Uno de nosotros ha exclamado: «Fijaos en esa mujer. Es muy hermosa» Vos tal vez ignoréis señora que en estos trenes que proceden de los alrededores de París, viajan con frecuencia personas fáciles, bonitas o no, que no se ofenden al ser ofendidas. Yo os había visto mal y respondí, riendo: «¡Bueno! ¡la conozco! ¡Es Lolotte!» Podía ser Lolotte en efecto, o Lilette, o cualquier otra. Mis amigos se burlaron de mí. «¡Estás loco! Una mujer decente, desde luego, que regresa de Dieppe o de Trouville; incluso tiene un gran estilo.» Me obstiné continuando viéndoos de lejos. «Os digo que es Lolotte. –¡No! –¡Sí! – ¿Y tú la conoces? –¡Caramba!» Entonces, uno de mis amigos dijo: «Pues bien, te apuesto a que no irás a hablarle! – Iré a hablarle. Acepto el reto. ¿Qué apostamos?» Debo explicaros, señora, que soy un pobre muchacho, no célebre, pero que compone versos que nadie lee, o tal vez los leerían si estuviesen publicados. «¡Bien!, me dijo mi amigo riendo (es un joven muy rico, que en ocasiones viene a divertirse con bohemios) si vas a hablar con esa mujer y si ella te responde, te prometo asumir los gastos de tu primer volumen de versos.» ¡Señora! ¡Dejar de ser un desconocido! Ser uno de aquellos que los transeúntes ven sus volúmenes amarillos, rojos, azules o verdes, expuestos en los escaparates de las librerías ¡ ¡Señora! ¡Señora! ¡Ser publicado! ¡Una locura me transportó! Y me he precipitado hacia vos y os he dicho: «¡Vaya, eres tú, Lolotte! ¿cómo te va?

» ¡Oh! ahora, ya no ignoro lo ridículo e infame que he sido. De toda vuestra persona, que apenas me atrevo a mirar como un hombre después de que un sacrílego dirija los ojos hacia el Crucifijo, emana tal rayo de gloria y de candor; vos sois tan deliciosamente bella y tan misteriosamente pura; sois a la vez tan magnífica y tan ingenua, que me siento invadido del más amargo y del más religioso de los remordimientos. ¡Oh! ¡no espero que perdonéis lo absurdo de mi impudicia! Y lo que me impide arrojarme a vuestros pies, no es solamente el temor de agrupar a su alrededor, mediante otra inconveniencia, a todos esos imbéciles que pasan; también es la certeza de la inutilidad de arrodillarse, incluso ante la más clemente de las santas, después de tal crimen! »

Ella no había dejado de mirarlo. Pero sus ojos ya no mostraban la cólera de antes. Él debía tener veinticinco años, no más. Tenía el rostro amable, con una dulzura en todos los rasgos; y el arrepentimiento reflejado en su mirada que apenas se atrevía a alzar hasta ella. Por fin, ella sonrió, amistosa. Los criados se mantenían detrás, indiferentes y serios en inmóvil cortejo.

–Realmente, caballero – dijo la embajadora, – ¿es una gran alegría ver impreso vuestro primer volumen de versos?

–¡Ah!–suspiró él.

–¿Y estáis seguro de que vuestro amigo mantendrá su palabra?

–Sí, seguro.

–¿Dónde están vuestros compañeros?

–Allá, bajo la escalera. Me vigilan.

Ella pensó durante un instante.

–¡Bien, caballero, ofrecedme vuestro brazo.

El escuchaba, creía escuchar mal. Pero ella ya había puesto la mano sobre la manga del traje; bajaron juntos la escalera de la estación, y cuando, ante un grupo de jóvenes muchachos curiosamente agrupados, subió a su coche:

–¡Hasta pronto! Y ya sabes, ¡no olvides a tu Lolotte! – dijo la condesa de Freiesberg por la ventana de la portezuela, entre el relincho de dos caballos ingleses que partieron a gran trote.

 

III

 

Ese tuteo era definitivo. Lolotte  se confesaba Lolotte. El desafío había sido ganado por el impertinente apostador. ¡El libro apareció! Ahora bien,, todo llega – ese joven capaz de hablar tan brutalmente, en las estaciones a las desconocidas, tenía talento. Una vez leído su libro, hubo una gran conmoción entre los poetas que aman los versos; luego, después de esos primeros poemas y de otros poemas, menos bellos que los primeros, divulgaron su fama por el mundo. ¡Escribió novelas! ¡Hizo representar comedias! De modo que, cinco años después del episodio de la estación del Havre, nada faltaba ya a su gloria. No podía pasar entre la multitud, sin que voces a su lado murmurasen: «¡Es él!» y su nombre turbaba el sueño solitario de las jovencitas de provincias.

 

IV

 

La condesa Wilhelmine de Freiesberg se aburría como se aburre, pienso yo, la nieve sobre el Jungfrau[1]. Ser pálida, blanca, pura, es una delicia sin sacudidas de la que una acaba por cansarse. La prueba de que una no puede permanecer siempre de piedra, es que Galatea descendió de su pedestal. La condesa, a punto de cumplir veintisiete años, – más bella que antaño, levemente más gruesa, – comenzaba a lamentar ser como la nieve que no se funde, o como el mármol que no se anima. Desde luego, para evitar esa doble condición, no podía contar con su marido, cada vez más viejo, cada vez más diplomático; y los asuntos de la embajada, cosa extraña, no lograban turbarla. Sin embargo ella quería ser turbada de una vez. Tantas veneraciones, tantas admiraciones, toda esa corte de obediencias a su alrededor ya no bastaban para mantenerla alegre; su orgullo real tenía ensoñaciones de decadencia; esbelta y alta en unos satenes que se arrastran y murmuran en frufrus, era la augusta paseante inmaculada, – pero, inconscientemente, el deseo de ser un poco menos respetada la obsesionaba; y se aburría, como el Jungfrau; las gargantas de las montañas de nieve son bostezos. Es de suponer que Wilhelmine de Freiesberg hubiese  perecido de melancolía, si  no hubiese encontrado consuelo en su soledad en la lectura de un poeta adorado. Ella leía, se extasiaba, se dormía feliz. Consideraba el libro como una nube de incienso a su alrededor, adormilada; y le resultaba una divina alegría imaginarse ue ella era la diosa de tun tal devoto. Por otra parte, no conocía a ese poeta, cuyos libros estaban allí, sobre la mesilla de noche, jamás lo había visto. Incluso nunca se había atrevido a pedir que se lo presentasen, temiendo algún desenlace brusco. Pero en la ópera, una noche de estreno, alguien interrumpió una charla en al palco para designar y nombrar al poeta ilustre, sentado en las butacas de orquesta. Ella se sonrojó, – ¡como la salida del sol sobre las nieves! Había reconocido al impertinente joven de la estación del Havre.

Apenas regresó, esa misma noche, en su habitación, en corsé y con los brazos desnudos, le escribió:

«Mañana, venga a las rres.»

 

V

 

¡El se cuidó mucho de dudar en acudir! Y podéis adivinar la alegría de su sorpresa, cuando reconoció, en la embajadora de Turingia, a la hermosa mujer un día percibida.

–¡Cómo! ¿Sois vos?

Luego se callaron, no se atrevían ni a mirarse. Con la cabeza baja, como bajo el peso de sus cabellos de oro liso, en el saloncito donde nadie entraba, ella contaba las flores de la alfombra; él también las contaba, tal vez, mirando, bajo el final de la falda, una aparición rosa y malva de pequeñas chinelas.

Ella tenía el aspecto de una virgen de misal, un poco gorda.

Por fin dijo sin levantar los ojos y completamente ruborizada:

–¡Ah! ¡qué ingrato sois!

–¿Yo?

–Vos. ¿No fue gracias a mí que se publicó vuestro primer volumen de versos?

–Es cierto, señora, y mi gratitud…

–Vos me la testimoniáis muy mal! Sois ilustre porque un día, ¿recordáis? Yo os traté de tú! ¡Pues bien, caballero, (ella bajaba la voz, ruborizándose cada vez más) las deudas que se adquieren hay que pagarlas; se debe devolver el favor que se recibe…

Él se arrodilló y exclamó:

–¡Eres bella! ¡Te amo!

–¡Eh! ¡Enhorabuena! – dijo ella rodeándole su cuello con los encajes de sus mangas, completamente rosada de piel deslizante y fresca.

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas el 28 de diciembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

En exclusividad para http://www.iesxunueira1.com/mendes

 

  


 

[1] El Jungfrau (en alemán "La Virgen") es el pico más alto (4.158 m) del macizo montañoso del mismo nombre.. Se  levanta al sur del cantón de Berna, en la cordillera de los Alpes. (Nota del T.)