EL ACTOR

Regresando a su casa después del teatro, el apuesto actor pálido, con perfil de joven romano, no pudo impedir esbozar una sonrisa, – pese a estar acostumbrado a semejantes homenajes, – en tanto que los muebles del salón estaban cubiertos por maravillosos ramos de flores, montones enormes de gardenias, suntuosas matas de lis y un enorme centro de rosas blancas que se desploman en nívea cascada. Sobre unas coronas de claveles, dos raspillas formaban las letras de su nombre, y, aquí y allá, ramilletes de violetas, – ramos de dos céntimos, enviados con una devoción más humilde, – mezclaban sus discretos ruegos a los desenfrenados votos de los más magníficos. Pues es aquel que trastorna a todas las mujeres, y turbar no hace daño.

Desde que entra en escena, – señor de satén blanco donde brillan los oros, caballero vestido de paño casi negro, – un estremecimiento de gusto y deseo asciende de vestido en vestido desde las butacas de la planta baja al tercer anfiteatro, a causa de su esbeltez, a la vez frágil y robusta, de sus ojos marrones donde nada un sueño, de sus labios semejantes a la boca de una mujer, y de sus hermosas manos, un poco largas, que mira al hablar. En los palcos, los abanicos de las mundanas oscilan con rapidez, refrescando los rubores, esparciendo la tibieza de los alientos, los pequeños bancos se derriban bajo el nervioso tic tac de los botines; el respiración agitada de las gruesas burguesas en los balcones, hincha la seda de las blusas haciéndolas estallar como un balón demasiado lleno de gas; y en el gallinero, las obrerillas aspiran imaginarios besos en la acidez azucarada de las mandarinas. A él no parece importarle la emoción que provoca. Ni una mirada de comprensión, ni un gesto de agradecimiento. Triunfa, como quien no quiere la cosa; y al orgullo de sentirse victorioso, añade el orgullo de desdeñar su victoria. Está tranquilo, con un poco de frialdad. Incluso, al objeto de que ninguna espectadora pueda darse por aludida con los apasionados arrebatos del papel, es con una voz muy engolada, sin inmutarse, que dice: «Os adoro» a la enamorada de la obra, mirando siempre sus bellas y largas manos.

Fuera del escenario, no es menos indiferente. Jamás ha respondido a las entusiastas cartas de amor, tan perfumadas como las flores, que se ocultan entre los ramos; ahora, ya ni siquiera las lee, las olvida, con el matasellos intacto, sobre el tocador, entre el tarro de polvos blancos y la pata de liebre. Las puertas de su camerino y de su apartamento permanecen cerradas a cal y canto a todas las súplicas; los ayudantes y los criados tienen órdenes estrictas. «Las flores, sí; las mujeres, no.», dijo un día, mientras hacía relucir, en medio de una piel de gato, el nácar rosado de sus uñas. En vano, la marquesa de Portalegre lo espera todas las noches, desde hace tres meses, en su cupé, delante de la entrada de los artistas; en vano, la señora de Lurcy-Sevi le ha enviado un cofre de concha lleno de finas perlas, con una nota que decía: «No habría bastantes perlas en el mundo para enviaros, como lágrimas he derramado.»; y, en vano también, esa exquisita criatura de piel broncínea, una brasileña rubia escotada cuyos senos son naranjas, ha jurado que se mataría, sin remisión, si no obtenía de él el favor de un abrazo durante una noche. El apuesto actor pálido ha permanecido insensible; y, todavía esta noche, considera sin afecto la ternura de las flores suplicantes que atiborran el salón.

Sin embargo, en el momento de entrar en su dormitorio, se detiene a causa de un ruido, y se vuelve. Del centro de rosas blancas, acaba de salir, derribada y por los suelos, una mujer, con su cuerpo de oro cálido estremecido a través de la batista de la camisa. Es la baronesa de Villabianca. Él la mira sin sorpresa. «¿Qué desea, señora? – ¡A usted!» dice ella rodeándole el cuello con sus brazos desnudos. Pero él, rechaza la mimosa y descarada caricia, con sus largas manos, tan hermosas, de uñas claras. «Todo lo que puedo hacer por usted, señora, es rogarle que no salga a esta intempestiva hora, por el mal tiempo que hace.» Después de eso, entra en el dormitorio y cierra la puerta tras él con doble vuelta de llave. La baronesa, que tiene mucho frío, no sabe donde abrigarse, levanta el centro y se acurruca allí, tiritando hasta la mañana, en camisa, entre las rosas.

Traducción de José M. Ramos
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