EL AGUA QUE RÍE

I

En aquella época en Alemania no se hablaba de otra cosa que de una ondina que tenía una malísima reputación. En realidad la merecía, siendo como era la causa de la muerte de un gran número de hombres jóvenes. Cantaba unas melodías tan dulces, decía unas palabras tan cálidas, tendía unos brazos tan blancos, tan prometedores de deliciosas caricias entre los cañaverales, que ningún mortal podía resistírsele; incluso los más ariscos no tardaban en seguirla enloquecidos de deseo a las profundidades del lago de donde ya no regresaban; y por la noche, entre los rumores del agua y el rozamiento de las lianas, su cruel risa burlona. De ahí la desesperación entre los habitantes de los pueblos vecinos; madres que lloraban a sus hijos, novias que lloraban a sus novios; todo el mundo maldecía a la despiadada seductora. Pero el que más la detestaba era un cazador de lobos llamado Gerbert. Feroz como los animales a los que le gustaba matar, recreándose en la matanza, mostrando con orgullo sus brazos rojos que hundía hasta el codo con delicia en el cuerpo de las bestias con el vientre abierto, no experimentaba ningún tipo de sentimiento de ternura ni hacia el hombre ni a la mujer que lo habían engendrado, ni hacia sus hermanas, pobres chiquillas que se atemorizaban ante él; jamás imitó a aquellos que se levantan al amanecer para depositar un ramo de flores en el alfeizar de una ventana en la que, al despertar, una niña conmovida sonreiría al verlas. Sin embargo había querido, con una amistad apasionada a uno de sus compañeros de caza, audaz y fuerte como él, y ese compañero, ese amigo fraterno, había sido arrastrado por la ondina hacia las profundas aguas, lo había tomado para no devolverlo. A partir de ese momento Gerbert se vio invadido por un terrible deseo de venganza; uno se estremecía cuando éste hablaba de los suplicios que infligiría a la embaucadora; la tomaría por los cabellos, la arrastraría por las piedras y las zarzas, la extendería desnuda encima de una roca; allí, con dientes y uñas, la desgarraría, se regocijaría con sus gritos y la sangre que fluyese, y, por último, elevando y besando su hacha, – una hacha enorme, viva como un rayo y brutal como el impacto de un trueno – descuartizaría su cuerpo en más de veinte trozos sanguinolentos. La ondina, sabedora de los proyectos de su enemigo, – pues los genios tienen medios de informarse ajenos a las demás personas – no dejaba de sentir alguna preocupación; ahora tenía mucho cuidado de no nadar demasiado cerca de las orillas donde Gerbert merodeaba últimamente tan frecuentemente como le permitía su oficio de cazador; con él no había intentado utilizar el poder de sus dulces canciones, de sus tiernas palabras, de sus brazos acariciadores, pálidos a la luz de la luna o sonrosados al alba. Incluso, desde que lo percibía, horrible, desenfrenado, acechándola, se apresuraba a hundirse en el misterioso abismo a donde nadie podía seguirla sin morir. Allí se sentía tranquila y se burlaba de la cólera de Gerbert al que miraba a través del cristalino líquido. Se producía sin embargo en un punto concreto del lago un leve estremecimiento; era la respiración de la ondina que salía a la superficie en forma burbujas de aire, viniendo a mostrar su risa en la superficie del agua.

II

Una noche, muy lejos de la orilla, ella nadaba, con sus cabellos flotando tras ella semejantes a algas doradas, sobre la nieve de sus hombros y sobre el lago azulado. Era a comienzos del invierno cuando el agua enfriaba ya; pero las ondinas no temen el abrazo demasiado fresco; son como los peces que no diferencian julio de diciembre. Nadaba en la fluida caricia, lentamente, deliciosamente, envuelta de besos que se deslizaban por su piel. Tal era su feliz languidez, tal era su olvido de todo en la soledad y el silencio que, poco a poco, se quedó dormida. ¿Por qué no? ¿Qué podía temer a esa distancia de las orillas? y sus ojos se habían cerrado como se cerrarían unas flores marinas. Apenas moviéndose, era una forma blanca, tenue, en las sombras. De repente se despertó sintiendo un abrazo más rudo que le hacía daño. Quiso desprenderse, huir. Imposible. Una fuerza la atenazaba, la constreñía por completo; solamente uno de sus brazos y su cabeza no estaban aprisionados; el resto de su cuerpo estaba inmovilizado como en una funda. Durante su sueño, tal vez demasiado largo, había ocurrido algo completamente imprevisto! El frío se había vuelto bruscamente tan intenso que el lago se había congelado; la ondina estaba prisionera en el hielo.
Pueden pensar en los esfuerzos que hizo, por desgracia en vano, para evadirse de esta estrecha jaula; pero no e podrían ustedes imaginar su miedo. No podría regresar antes de la primavera al encantador hábitat de sus hermanas, en el fondo del lago; aún consiguiendo romper la fría envoltura, no le quedaría más remedio que vagar por la tierra hasta el regreso de los cálidos soles; ¿qué haría sola, desnuda, sobre la dura superficie del lago, o entre los árboles despojados y atormentados por el frío viento? Llamar en su auxilio, pedir que se rompiese el hielo encima de ella, en torno a ella, que se cavase un agujero por el cual pudiese hundirse y huir, fue un pensamiento que duró un instante. ¿Quién la oiría en la solitaria noche? Además si viniese alguien, tal vez fuese ese temible Gerbert con su enorme hacha en la mano. ¡Ah!, estaba perdida. Lloraba casi tantas lágrimas como había hecho derramar, y, cuando sollozaba, su cabeza al sacudirse le producía un gran daño porque sus largos cabellos, semejantes a algas, estaban presos en el hielo.

III

Vio a su lado una forma humana que permanecía de pie y levantaba algo oscuro y brillante. Por muy oscura que fuese la noche, reconoció, adivinó a Gerbert con su hacha. «¡Bien! ¡tanto mejor!, dijo. Moriré enseguida, sufriré menos tiempo. Vamos, véngate, véngate sin demora. Es cierto, he atraído a tu compañero de caza mediante mis más irresistibles canciones; él se inclinó hacia el agua y lo tomé en mis brazos; y no creo que a cambio de su vida le haya dado la gran felicidad que le ofrecía. No, miento cuando prometo a los hombres una eternidad de amor en el maravilloso palacio de estalactitas diamantinas. Apenas han tocado mis labios y sentido bajo su pecho el frescor de mis senos, ellos son envueltos por el agua traidora que los arrastra, los asfixia y los mata; ¡no me da tiempo a devolverles sus besos! Vamos, véngate. El más terrible suplicio me será más dulce que el horror de estar prisionera en esta vaina de hielo o de vivir exiliada entre los hombres. ¿Qué te detiene? ¿A qué esperas? ¿Por qué no me golpeas de una vez? » Gerbert respondió: «Mi venganza no sería completa si no te viese sufrir; espero a que la luna salga de detrás de esa nube.» Ella volvió la frente y pudo comprobar como la claridad iba a surgir pronto; no tardaría en morir. Cerró los ojos, resignada.

IV

Pero a veces sentía en todo su cuerpo, a través del hielo quebrado, una sensación violenta, brutal, que la oprimía, y unos besos, sí, unos besos, – ¡ella esperaba mordeduras! – que le acariciaban la frente, los ojos, la boca. Al mismo tiempo, unas palabras furiosas y tiernas se producían a su alrededor como un vuelo de pájaros que se posasen todos sobre una sola rama. ¡Ah! Gerbert había cometido un error queriendo esperar a que la luna hubiese emergido de las nubes para llevar a cabo su venganza. Había visto el rostro expandido como una gran rosa blanca, y los largos cabellos dorados, y los rojos labios abiertos; había visto, bajo la transparencia del hielo, los menudos y frescos senos, las níveas caderas, la longitud de sus piernas; y ahora, prendado, encantado y vencido, la furia de su esfuerzo hacia la adorable seductora se manifestaba tan ardientemente que el hielo, alrededor de ellos, bajo ellos, se desmoronó con un crujido de cristal. Se hundieron en el agua fría, hacia las misteriosas profundidades del lago; él descendió con ella en el agua traidora que envuelve, que ahoga. Cuando hubieron desparecido, en un punto concreto del lago, entre los témpanos dispersos, se produjo un ligero movimiento; era la respiración de la ondina que salía a la superficie en forma burbujas de aire, viniendo a mostrar su risa en la superficie del agua.

Publicado en Gil Blas, el 4 de agosto de 1885
Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes