LOS AGUINALDOS CORRESPONDIDOS
I
Era la víspera
del día de Año Nuevo. Completamente alegres aún por ese buen vino de Tavel
consejero de locuras que ellas habían bebido en el cabaret, – pues habían tenido
el capricho de cenar en un reservado, juntas y solas, sin camareros, – Elena de
Courtisols y la baronesa de Linège charlaban al fondo de una platea del pequeño
teatro durante el segundo entreacto de la Revue. Como puede comprobarse se
trataba de una escapada. Para que ésta fuese más completa, las dos mundanas
huidas de los salones, donde se aburrían, ¿procuraron llevar las vestimentas
correctas, casi grises, de matices suaves que recomienda el decoro? ¡en
absoluto! vestidos vivos cuyos color divierten, con los brazos al desnudo
saliendo de la estrecha manga que se detiene en el codo y un desorden de rizos
rojos bajo el sombrero demasiado pequeño de donde parecía que iba a levantar el
vuelo un pájaro de múltiples colores. Lo que las divertiría mucho hubiese sido
que se las tomase por unas coquetas. La impertinencia de los anteojos las
complacía al tratarse de una novedad. Nada más encantador que comprometerse
apenas, cuando eso no compromete a nada, cuando se esta segura de regresar a
tiempo a una mojigatería que en ese momento no se recuerda. Las gatas blancas
conocen ese juego de adelantar la pata hacia el ruiseñor y retirarla muy rápido.
De modo que las dos amigas estaban muy satisfechas con esa vaga emoción en el
corazón, que refina el placer mediante el sentimiento de una poquita
imprudencia; y había en su charla en voz baja, que se mezclaba con estallidos de
risas, sin etiqueta, todo el encantador desorden de un salón donde se hacen
confidencias.
–¿Los aguinaldos? – dijo la señora de Courtisols. ¡Ah!, sí, bolsos, cajas, copas
de esmalte, joyeros, ramos de flores, y todas las figuritas de porcelana del
mundo sobre las mesas, los sofás y también encima del piano. El año pasado, el
salón estaba tan repleto que tuve que disponer de mi habitación a fin de ubicar
los regalos, e incluso tuve que poner algunos bajo la almohada.
–¿Para acercarlos al altar?
–¡Vaya una idea loca! En el momento de dormirme, sentí algo duro que me rasgaba
la piel.
–¡Oh! a mi, una simple arruga en la batista me produce un auténtico suplicio.
–Era una jarrita de plata cincelada. Me quedó la marca en la espalda durante
ocho días, una marca un poco azulada y rosa.
–¿Que dijo el Sr. de Courtisols?
–¿De la marca?
–Sí.
– ¡Eh, querida! ¿Acaso se permite a los maridos mirar ahí? Además – añadió la
bella charlatana mostrando sus dientes alineados – estoy segura que él hubiese
preguntado por la jarrita.
–¿Quién te la había regalado?
–El Sr. de Marciac o el vizconde de Argelès, no lo sé exactamente.
Ambas no pudieron impedir echarse a reír, muy juntas una de la otra; sus bocas
parecían dos rosas que se peleaban.
–Por añadidura, – continuó la señora de Courtisols,– los aguinaldos no me gustan
demasiado. ¿No hay algo de humillante en recibir tantos regalos? Nunca podré
admitir que se acepte sin devolver. Yo me he impuesto la regla, de la que no me
desvío en ningún caso, de dar siempre el equivalente de lo que he recibido.
– ¡Bueno! ¡Qué me dices!
–¡Es un principio! y hay principios a los que estoy especialmente aferrada.
–No lo dudo. Pero por lo que respecta a los aguinaldos debes verte a menudo muy
comprometida. Si uno de tus pretendientes te envía una caja de confituras o de
bombones tú no puedes ofrecerle a cambio bombones o confituras. Por cierto, ¿has
devuelto la jarrita?
–¡Sí que eres curiosas! Además, no me comprendes del todo. He dicho: el
equivalente, no he dicho: la misma cosa. Así pues, supongamos que el Sr. de
Argelès me regala un cofre de cristal, lleno de violetas caramelizadas.
– Si, supongámoslo.
– El azúcar de esas violetas divierte a los labios con un fresco y delicado olor
alterándolos dulcemente.
–¿Y que?
–Pues al día siguiente, yo tiendo al Sr. de Argelès una de mis pequeñas manos
sin guantes, él la besa y nos despedimos.
–Comienzo a captar tu idea. Pero cuando recibes uno de esos maravillosos ramos
de magnolias y de rosas de Irán, que esparcen por el salón todos los cálidos
aromas de los invernaderos.
–Me inclino un poco complacientemente escotada, en una conversación durante un
baile, hacia aquél que me ha enviado el ramo, ¡y te aseguro que me vuelve a
deber los perfumes!
–Excelente. Sin embargo hay cosas que no deben ser resueltas tan fácilmente. No
siempre se nos regalan caramelos o flores; y no me explico cómo puedes
arreglártelas cuando te obsequian con un brazalete, pendientes o un collar de
perlas por ejemplo.
–¡En ese último caso, nada más sencillo! A base de coqueterías y flirteos
fingidos, doblego bajo mi capricho al pobre hombre que me ha querido echar un
lazo de perlas al cuello, y el yugo que él lleva vale el equivalente del collar
que me ha regalado.
–¡Ah! tienes respuesta para todo. Pero, dime, ¿esta regla singular a la que
obedeces, no presenta ninguna excepción? Y, llegado el caso, ¿estarías resuelta
a entregar?...
–Sí, pase lo que pase, y se me ofrezca lo que se me ofrezca – respondió con
firmeza la señora de Courtisols – he hecho al respecto un gran juramento.
No acabó.
–¡Ah! ¡Dios mío! – gritó, estrechándose en el fondo de la platea; – allí, en las
butacas de orquesta, muy cerca del palco, ¿no es el Sr. de Valensole? ¿Crees que
nos ha escuchado?
II
Pero de la
fútil conversación que acabo de contar, sería demasiado impertinente concluir
que la señora de Courtisols fuese una persona poco seria, proclive a culpables
concesiones. ¡Nada más lejos de la realidad! Se la consideraba entre las
mundanas más estimadas, las más dedicadas a sus obligaciones; se había resistido
de un modo absolutamente digno de elogio a las pretensiones de muchos sutiles y
apasionados amantes; un poco atrevidos en sus intenciones, ella mantenía una
conducta irreprochable; nadie ignoraba que, desde hacía cuatro largos meses,
rechazaba todos los días al desesperado Sr. de Valensole, aunque él tuviese,
como se dice, todo lo que hay que tener para gustar, e incluso le ofreciese
oportunidades casi seguras de discreción y de misterio estando casado. Que ella
no hubiese sido nunca afectada por las atenciones de este elegante caballero era
algo que sería temerario afirmar; Conmovida o no, ella sabía mantener una fría
actitud, y no una mirada demasiado languideciente, ni una sonrisa furtiva había
denunciado lo que pasaba por su mente, admitiendo que en realidad algo pasase.
Sin embargo, al día siguiente de la alegre escapada, ella no dejaba de estar un
poco inquieta, cuando una criada le anunció al Sr. de Valensole; tal vez era
posible que él hubiese prestado oídos a las locuras que ella había dicho a su
amiga en la platea.
Apenas entró, el visitante se mostró completamente extraordinario. Se mostró tan
violento en palabras y gestos que era algo que no se podría pensar del hombre
moderado y cortés que era de ordinario; sin duda su paciencia había llegado al
límite y no podía contener por más tiempo el exceso de su amor.
–¡Señora!–exclamó cayendo de rodillas – ¡solamente de vos procede mi
desesperación, y de quien puede proceder la alegría! Sois la más cruel de las
mujeres, al mismo tiempo que la más exquisita; odio vuestra barbarie tan
intensamente como adoro vuestro encanto. pero, detestada y querida al mismo
tiempo, ya no puedo soportar las angustias de las que soy víctima inocente. Es
necesario que me asesinéis del todo o que vuestra clemencia me aconseje vivir.
¡Destrozadme, señora, o amadme! No saldré de aquí más que decidido a morir o a
vivir de felicidad.
Y ese furioso amante no se limitaba a tan vehemente discurso. Con la cabeza en
el albornoz de la señora de Courtisols, mordiendo los flecos de los encajes,
besando al vuelo los dedos asustados, la estrechaba contra él con un abrazo
brutal, mientras que su mano derecha, con una pasión no exenta de habilidad,
hacia saltar uno a uno los botones de la ligera blusa. ¡De modo que la joven
mujer profirió un grito de espanto! Sí, verdaderamente la desnudez de un poco de
piel, entre el hombro y la parte superior del brazo, relucía, liso y rosado, en
la claridad del salón.
Pero, tras un momento de turbación, – bien legítimo como se convendrá. – la
señora de Courtisols volvió a ser dueña de sí misma. Sorprendida de entrada por
ese brusco comportamiento, inquieta tal vez no estar tan colérica como debiese
estarlo, no tardó en darse cuenta de la situación, en adoptar la actitud que
convenía. ¿Por quién la tomaba ese impertinente? Hay que reconocer que si lo
hubiese dejado seguir un instante más, él la hubiese desnudado enseguida, ¡en
pleno día! Se levantó, roja de ira, – después de haberlo estado de pudor, –y,
severa, al igual que una emperatriz ofendida:
–¡Salga, caballero! – dijo extendiendo un brazo.
Pero la manga recogida que dejaba el brazo al aire mitigaba un poco la dignidad
del gesto.
Sin embargo él bajó la frente ante esa orden; y, al igual que un hombre a partir
de ahora sin esperanzas, humilde, arrepentido, resignado, alcanzó la puerta con
el aire de un condenado que camina hacia el cadalso.
La cruel mujer había detenido su impulso: él se sometía y no le quedaba más
remedio que morir.
–¡Adiós! – murmuró.
E iba a salir cuando se dio la vuelta:
–Al menos, señora, permitiréis que antes de abandonaros para siempre, concluya
el banal deber mundano que servía de pretexto a mi visita. ¡He aquí mi aguinaldo
de fin de año!
Al mismo tiempo extraía de su bolsillo una adorable figurita de ninfa de marfil,
preciosa, débil, completamente desnuda, y se la ofreció con cierta sorna.
–¡Ah! –exclamó Elena de Courtisols – habéis escuchado lo que dije en la platea.
Él continuaba ofreciendo la desnuda figurita. La señora de Courtisols miraba,
pensaba, vacilaba, no sabía que decisión tomar; luego, de repente, con una risa
loca, dijo:
– ¡Bueno, que diablos! – dijo ella – ¡no me desdigo!
Traducción de
José M. Ramos
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