LAS ALAS
FRUSTRADAS
I
Sucedió una
mañana que una abeja entró por una ventana abierta en la habitación de una joven
muchacha que bordaba.
Zumbó de aquí para allá, radiante.
Había besado muchas flores en la orilla de los arroyos, donde palpitan por
grupos las mariposas que buscan el sol, en las praderas primaverales atravesadas
por el vuelo negro y blanco de la urraca, en el sendero del bosque, donde se
aferran a los hilos de la Virgen las ligeras trepadoras como las clematitas y
las enredaderas.
Nunca había visto tantas flores como en esta habitación infantil.
Sobre el papel de las paredes, sobre la madera de los muebles, en las cortinas
de la pequeña cama blanca, se desplegaban por millares, claveles y balsaminas,
jacintos y ranúnculos; en los dos espejos enfrentados, se reflejaba todo el mes
de junio de un jardín infinito; había unos ramos de eglantinas entre las arrugas
de un vestido colgado en la pared florida, había ramas de lilas entre las cintas
de un sombrero caído en la mullida alfombra, y era una rosa blanca lo que
eclosionaba en la gasa bajo los dedos de la bordadora.
La abeja sin duda estaba un poco desconcertada debido a tantas corolas y tantos
perfumes; se puso a picotear por todas partes, deteniéndose en el sombrero,
insinuándose en el vestido, golpeándose contra los espejos, yendo de los
claveles a las balsaminas, no sabiendo si preferir un ranúnculo o un jacinto,
volando alrededor de las manos de la niña para besar la rosa inacabada; y
pensaba, en su espíritu de abeja, en la dulce miel que tendría en el alveolo de
su colmena.
Pero pronto se sorprendió.
Le parecía que esas flores, más bellas que las flores, no tenían aroma, no
vivían bajo la picadura del aguijón; en vano resultaba que las libase de pétalo
en pétalo, pues se sentía más hambrienta que antes; y entonces, añoró el sendero
del bosque y la orilla de los arroyos y las praderas primaverales.
Quiso regresar allí, reanudando su vuelo, siempre recto.
Pero ahora la ventana estaba cerrada.
La abeja, tristemente acurrucada en una de las falsas eglantinas del vestido,
murió sin haber hecho miel entre tantas bonitas flores.
II
Cierto día un
ruiseñor entró por la ventana abierta en la habitación de una chiquilla que
cantaba.
Volaba de aquí para allá, encantado.
Había oído a muchos pájaros en el bosque o en los árboles del parque: los
jilgueros que brincan de una rama a otra agitándolas con pequeños tintineos, las
currucas charlatanas que no saben lo que gorjean, el pardillo que ríe, el cuco
que se lamenta; había oído su propio trino, lento, límpido, profundo, entre el
claro de luna de las noches misteriosas.
Pero jamás había oído canciones tan bonitas como en esta habitación de niña.
Con las manos errantes de un extremo a otro del clavicordio, la intérprete, con
ritmos intensos y locos, cantaba aires ágiles, parecidos a carcajadas, cuyas
notas se expandían en cascadas ; su voz era alegre como las que se canturrean,
los lunes de verano, bajo los cenadores de las verbenas, y, recordando los
violines del baile en las ferias y los flautines, ella sabía todas las músicas
que hacen bailar.
El ruiseñor, un poco sorprendido, se divertía mucho debido a tantas
cancioncillas y a tantas cuadrillas. Se había ocultado bajo el techo de la
habitación, en una especie de gran nido que había encontrado allí; escuchaba,
siguiendo el ritmo con pequeños movimientos de cuello. ¡No se limitó a escuchar!
Dócil a las lecciones, cantó él también como la loca interprete; ejecutando
motivos de polcas, ejecutando coplas de operetas; y pensaba, en su espíritu de
pájaro, en las hermosas canciones con las que se divertiría sobre su rama las
noches de verano.
Pero enseguida le invadió la tristeza.
Le daba la impresión de que esos aires alegres no valían lo que su melancólica
melodía. Trató de modular el trino de antes, lento, límpido, profundo: lo había
olvidado; y, entonces, añoró el bosque y los árboles del parque donde suspiran
las filomelas.
Quiso regresar allí, abrió sus alas y levantó el vuelo.
Pero estaba en una jaula en la que se había cerrado la puerta.
El ruiseñor, tristemente oculto bajo el techo de la habitación, detrás de los
barrotes, murió, no cantando ya entre tantas alegres canciones.
III
Un día
aconteció que un poeta entró – en este caso no fue por la ventana, – en la
habitación de una parisina que reía.
Él la miró maravillado.
Había admirado a muchas jóvenes en el barrio de su pequeña ciudad, donde se
jugaba a juegos inocentes bajo las matas de madreselva, en la iglesia, en la
misa del domingo, bajo el reflejo de los vitrales que ponía aureolas en la
frente de las arrodilladas, en los serios salones donde los parientes juegan al
whist, mientras los jóvenes muchachos y las chiquillas charlan por parejas tras
las cortinas de las ventanas.
Jamás había visto tanta gracia turbadora como en esa habitación de la parisina.
Todas las promesas del goce sonreían en los ojos de la encantadora, y el perfume
perverso que emanaba de sus cabellos hacía que se tuviese la cabeza pesada como
en una rara embriaguez. Las puntas de sus agudos dientes, en su boca
entreabierta, inspiraban el deseo de ser mordido en el corazón hasta no tener
más sangre; e, incluso un poco lejos de ella, se sentía la envoltura de su
vestido, de su cabello, de sus brazos, como un abrazo que jamás cesaría.
El poeta estaba colmado de delicia debido a tantos encantamientos y tentadoras
gracias. Se arrodilló, balbuceando declaraciones, besando los queridos ojos
traidores que ella no volvía hacia él, aspirando los seductores rizos del cuello
y la nuca, ofreciendo su corazón a las mordeduras de los dientecillos agudos,
sumergido en la envoltura del vestido, de los cabellos, de los brazos; y
pensaba, en su espíritu de poeta, en los hermosos versos que haría para ensalzar
a su bella amiga.
Pero pronto se sintió invadido por la melancolía.
Le parecía que esa mujer, más encantadora que las mujeres, no devolvía amor a
cambio de amor, no se estremecía bajo el beso sincero; y por mucho que la
abrazase, devorado de deseo, se sentía más insatisfecho que antes; y entonces la
detestó, añorando el barrio de su pequeña ciudad, la misa del domingo bajo el
reflejo de los vitrales, y la conversación con las ruborizadas primas bajo el
quicio de las ventanas.
Quiso volver al inocente pasado.
Pero los brazos de la parisina no eran de los que permiten huir.
El poeta, dolorosamente desfallecido en los pliegues del perverso vestido, murió
sin amor entre tantas caricias, como habían muerto la abeja de pena por no hacer
miel y el ruiseñor de tristeza por su canto perdido.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |