ALERTAS

Dando un brinco sobre la cama, con la manos golpeando la olorosa y medio sombría atmósfera de la adúltera habitación, con los ojos desorbitados, los senos oscilando fuera del nido de las sedas, como perdidas torcaces de picos rosados, y tan pálida de miedo que sus cabellos rubios parecían más dorados, ella dijo:
–¡Ludovic!
–¿Eh?
–¡Ludociv!
–¿Qué?
–¡Despierta!
–¿Cómo?
–¡Mi marido!
–¡Venga ya!
–Te digo que sí.
–¡Está en Marsella!
–Está en la escalera.
–¡Rayos!
–Oigo sus pasos.
–Sí, alguien sube...
–Tiene llave, va a entrar.
–¡Maldita sea!
–¡Estoy perdida!
–Atranquemos la puerta.
–Es muy fuerte. La derribaría.
–¡Ah! ¿es muy...?
–Escóndete bajo la cama.
–¡Hortense! ¡de Paul de Kock!
–No es momento para hablar de literatura.
–¿Y si huyese por la escalera de servicio?
–No hay.
–¡Estos arquitectos!
–Vete para el balcón.
–¿Un vodevil?
–O un drama, elige.
–¡Canastos!
–¡Está subiendo!
–¡De acuerdo! ¡al balcón!
–No olvides nada.
–No.
–Tu ropa está en la silla.
–¿Y mi sombrero?
–En el perchero al lado de la ventana.
–¡Ah! ¿y mis botines?
–Clementina los ha llevado.
–Eso es, descalzo sobre la piedra.
–¡Ah! ¡me matará!
–¡Mi pobre gatita! Pero...
–¡Qué!
–Ya no oigo nada.
–¿No lo oyes?...
–No, escucha, nada.
–Es que se ha detenido en el rellano del tercer piso para tomar aire.
–¿Es asmático?
–¡Eso no le impide ser celoso!
–Bueno, ya me voy.
–¡Mi pobre amigo!
–¡Diantre! está lloviendo.
–Es cierto que llueve.
–¡Pillaré una pulmonía!
–Salta a la calle y toma un coche.
–¿Saltar desde el cuarto?
–Hay albañiles que caen desde más alto y no es precisamente para salvar a una mujer.
–En fin, no puedo...
–¡Pues bien! mira allí, a la izquierda, ¿ves esos pequeños barrotes de hierro?
–Sí.
–Pasa por encima.
–Bueno.
–A continuación verás una ventana.
–¿Y si está cerrada?
–Golpea, llama sin hacer ruido: «¡Susana! ¡Susana! »
–¿Susana?
–Mi mejor amiga. Su habitación da al balcón. Le dirás que vas de mi parte. Le explicarás la razón. Susana te ocultará.
–Pero, si...
–¿Qué sucede ahora? Me muero de miedo.
–¿Y si ella no está sola?
–Todas mis amigos son mujeres honradas, señor, ¡cómo yo!
–Sí.
–¡Adiós!
–¡Adiós!
Ella cerró la contraventana y volvió a su cama esperando al esposa que se había detenido para tomar aliento sobre el rellano del tercero. Mientras tanto, Ludovic, en camisa blanca bajo el sombrero de copa, con un brazo agarrando sus ropas, saltó por encima de los barrotes y vio la ventana no cerrada todavía, – apenas era medianoches – y la empujó discretamente con la falange de su dedo índice.
–¿Susana?
Nadie respondió. Empujando más:
–¡Susana! ¡Señora Susana!
La cortina se abrió. Una blancura, sin duda de hombros, el lustre negro de una cabellera y una rosa que era una boca, lucían en el cristal. Pero la cortina cayó completamente.
–¡Señora! ¡Señora! Es Hortensia...
La ventana se entreabrió.
–¡Es Hortensia!...
–Quién me envía.
–Entonces entre, entre rápido.
Desde que puso el pie en la habitación, ella dijo:
–¡Oh! ¡señor!
–¿Qué sucede?
–¡Oh! ¡señor!
–¿Señora?
–¡Está usted en camisa!
Sin duda él estaba en camisa. Pero al mirarla:
–¡Usted también!
–Yo... yo estaba acostada...
–¿Acaso piensa que yo no lo estaba?
Ella quería mantenerse seria, pero no pudo. Ambos estallaron en carcajadas. Riendo de ese modo perdían un tiempo precioso que podrían emplear: Ludovic en vestirse y Susana en envolverse en una bata. Pero no se puede pensar en todo. Y, siempre riendo, Susana era exquisitamente bonita a causa de una boca de coral muy roja donde los pequeños dientes eran como granos de azabache blanco, a causa de los senos oscilando fuera del nido de sedas como perdidas torcaces de picos rosados. De modo que, mientras ella consideraba, no sin interés, a ese apuesto joven entrado por la ventana como si hubiese caído del cielo, Ludovic que, en su agradable sorpresa, había dejado caer sus sombrero y sus ropas, pensó que su penosa aventura tendría placenteras compensaciones si la amable vecina de su amante consintiese, en la habitación en penumbras, donde alumbraba un fuego claro, donde la cama allí se abría como una blanca promesa de nieve tibia, llegar hasta los más extremos deberes bien entendidos de la hospitalidad nocturna.
Pero de pronto:
–¡Señor!
–¿Eh?
–¡Señor!
–¿Qué?
–¡Váyase!
–¿Cómo dice?
–¡Mi amante está subiendo por la escalera!
–¡No!, ¡no!
–Le digo que sí.
–¡Oh, no!
–Oigo sus pasos.
–Alguien sube, en efecto, después de haber tomado aliento sobre el rellano del tercero, pero es...
–¡Mi amante!
–¡Eh! no, ¡el marido de Hortensia!
–¡Eh! sí, señor, el marido de Hortensia.
–¡Ah! ¡bah!
–Yo lo creía en Marsella...
–¿Y está en la escalera?
–Sí.
–No importa, puesto que va a junto su esposa.
–Él viene a mi casa.
–Muy fuerte en efecto, aunque asmático.
–Tiene la llave, va a entrar.
–¡Rayos!
–Huya.
–¡Al balcón!
–¿No se olvida nada?
–Nada...
–¿Sus ropas?
–Ya las tengo.
–¿Y su sombrero?
–Sobre mi cabeza.
–¡Vaya, vaya!
–¡Pero el chaparrón se ha intensificado!
–¡Eh! bien, cuélguese de la persiana...
–¿En la persiana?
–¡Trepe hasta el techo!...
–¿Hasta el techo?
–Justo encima de mi ventana verá la claraboya de una buhardilla...
–¿Y luego?
–Luego golpee. En esa buhardilla vive Clementina...
–¿La criada de Hortensia?
–Ella le abrirá y usted estará al abrigo.
–Pero...
–¡Ah! ¡márchese ya, márchese!
Ella cerró la contraventana y, mientras regresaba a su cama para esperar al amante que, a cada escalón, hacía alto para tomar aliento, Ludovic, en camisa blanca bajo el sombrero de copa, con un brazo agarrando sus ropas, alcanzó con su mano derecha la persiana, se levantó, hábil gimnastas, alcanzó el canalón, subió más todavía y se sentó ante la claraboya.
–¡Clementina!
–¿Quién está ahí?
–Soy yo, ¡ábreme aprisa!
–¡Señor Ludovic!
Saltó dentro de la buhardilla, que estaba mal iluminada por una vela. Lo invadió un buen olor de carnes sanas, pues Clementina, antes campesina, mezclaba con los delicados olores de polvos de arroz el fresco aroma de sus robustos y rosados veinte años. Fuera de la camisa gris sobresalía la dura curvatura del pecho. ¡Ninguna vacilación! frío por la lluvia y caliente por los deseos exacerbados, Ludovic deseo acostarse donde abrazaría a esa hermosa muchacha. La agarró, la transportó, la tendió sobre las sabanas y se acercó a ella, la abrazó, estupefacta y radiante, bajo las tibias coberturas. En suma iba a ser un feliz fin de aventura con un beso de hermosa criada.
Pero de repente:
–¡Rápido! ¡rápido!
–¡Eh!
–¡Rápido!
–¿Qué?
–¡Tiene que irse!
–¿Qué te ocurre?
–¡Tiene que irse!
–¿Por qué?
–¡El señor sube!
–¿El señor?
–Sí.
–¿El marido de tu ama?
–Sí.
–¿El amante de la Señora Susana?
–Sí.
–¿Y en que te afecta eso?
–¡Claro que me afecta!
–Él va a casa de una o de la otra.
–No del todo.
–¡Vamos pues!
–Él les ha dicho...
–Ya sé... que iba a Marsella...
–Y es a mí a quién viene a ver.
Entonces Ludovic se levantó, tranquilo. Lleno de admiración por un hombre que, aunque asmático, tiene derechos señoriales sobre las camas de tres jóvenes mujeres, reconociendo que lucharía en vano contra el ineluctable destino, profirió con seriedad: «No añadas ni una palabra. Es inútil. No me digas que estarás perdida y me encontraste aquí. No me preguntes si me olvido algo o si tengo todas mis ropas o mi sombrero. Esas preocupación no tendrían nada nuevo para mi. Ni siquiera me indiques sobre que intervalo de chimeneas sobre el tejado, donde una tierna gata me acogería con sus maullidos y me calentaría con sus caricias; pues aquél que, por la voluntad de la suerte, me obliga a incesantes desplazamientos, pronto vendrá, bajo la forma de un gato a arrojarme de mi supremo asilo.» Luego, salio de la buhardilla por la claraboya y se sentó al borde del tejado, estremecido bajo la lluvia y resignado.
Pero transcurrido apenas un minuto, se abrieron a la vez la claraboya de la buhardilla y las dos ventanas del balcón; y, todas a la vez: «¿Señor? ¿Ludovic? ¿Señor?» llamaron las tres mujeres. Pues Hortensia y Susana, cada una desde su habitación, habían oído los pasos del hombre alejarse del rellano del cuarto piso; y Clementina, con la oreja pegada a la puerta, los había oído dirigirse hacia el fondo del corredor; las tres estaban equivocadas; aquél que ellas habían creído reconocer el paso, era algún criado regresando a su ático; y tres jóvenes cabezas se asomaban en la noche buscando a Ludovic.
Es cierto que nunca hay que desesperar, incluso a la hora en la parecen encarnizarse con nosotros las persecuciones sutiles de la peor especie.
Toda esa mala suerte nocturna se acabó del modo más feliz. Mientras el marido viajaba hacia Marsella, Ludovic come las sobras de la cena familiar en un comedor bien iluminado y bien cerrado, en compañía de Hortensia y Susana; para agradecerle la hospitalidad ofrecida, Hortensia invitó a Susana a esta amistosa comida. Y fue un desenlace no menos honesto que agradable. Pues las dos amigas, con los labios apenas mojados por el recuerdo de un deseo y de una espuma de vino ligero, llevan, muy castas, junto a Ludovic ya vestido, unas batas que les cubren hasta el cuello; y, atenta a los menores deseos de los invitados, Clementina los sirve con una modestia discreta...

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes