EL AMOR MENDIGO

Pese a ser la hija del primer alguacil de Melun, la señorita Brigitte no era amada, porque tenía unos ojos estúpidos que bizqueaban, la boca sin sonrisa y el gesto sin gracia; y no amaba porque no tenía corazón. Pero el dios Amor se apiadó de la señorita Brigitte, y, por el pecho de su madre Cipris, juró que ella poseería todo lo que le faltaba para experimentar e inspirar ternura. Con una venda en los ojos, y llevando colgado del cuello un cartel donde podía leerse: «Ciego por haber mirado demasiado la belleza de las muchachas», se dispuso a mendigar,– ¡mendigo vestido de púrpura y pedrerías!– en la puerta de los almacenes del Louvre, y tendió su escudilla de oro a las parisinas que entran y salen en un rumor de vestidos dorados. A una le pidió la mirada que tiene el color de los paraísos que él promete; a otra, la sonrisa misteriosa de las Giocondas, que encanta y desespera; a una tercera, el todopoderoso donaire por el que, un trapito de tul ondeante con un encaje tejido por las hadas, confiere a los más delgados brazos la curva suave de los cuellos de cisne. Como las parisinas no saben decir no al Amor, llenaron, con muy buena disposición, su escudilla, y él llevó las preciosas limosnas a la hija del alguacil. Ahora la señorita Brigitte es amada, pues tiene unos vagos ojos turbadores que confunden, y la sonrisa divina y cruel, y el donaire; pero sigue sin amar porque no tiene corazón. No es que el dios Amor, mendigando a la puerta de los almacenes del Louvre, haya olvidado pedir la inestimable limosna, sin la que nada vale, a las parisinas que entran y que salen en un rumor de vestidos dorados; pero las parisinas no han podido darle el corazón, puesto que jamás lo han tenido.

Traducción de José M. Ramos
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