EL AMOR Y LA MUERTE

¿Señora, os acordáis? Ocurrió junto a una cama que la muerte había hecho augusta; y el cadáver, – pues el tránsito confiere a los pálidos rostros el sereno y perfecto esplendor del cual solo mostrarían el esbozo estando vivos, y durante algunas horas les concede el pletórico ideal de si mismos, – yacía sobre las sábanas blancas, cubiertas de flores. Vos llorabais, vencida finalmente por las largas angustias nocturnas al lado de la cabecera. Vos habíais sabido comportaros igualmente en los más dolorosos deberes, como en las más repugnantes tareas; ahora, a pesar de sus caricias, a pesar de sus oraciones, a pesar de su empeño en hacer vivir a aquel que fue vuestro esposo, él había entregado el alma y reposaba en la eterna calma. Destrozada, enervada, rota, conservando todavía en el oído el postrer suspiro que salió de sus labios, ¡llorabais! Esas lágrimas, eran como la lluvia donde se desahoga la ansiosa pesadez de un cielo tormentoso.
Yo entré. Había sido el amigo de aquel que ya no existía. Habíamos estado juntos en el mismo Instituto, habíamos pasado la infancia juntos; más tarde, nuestras juventudes habían sido tiernamente fraternales. ¡Qué bueno era y cómo lo quería! Yo debía hacer esta última visita y besar los dedos fríos de mi querido compañero. Entré, – con los ojos anegados en lágrimas, ¡oh! sí, de sinceras lágrimas, – con paso tan sordo, que vos al principio no lo oísteis. Había en la habitación un silencio que reclamaba no ser turbado; y entonces vi al difunto; ¡estaba tan apacible y era tan apuesto!; me incliné hacia él para decir adiós a su labio mudo.
Luego, a través de los llantos, en la solemnidad del momento y del lugar, completamente invadido por la grandiosa tristeza de la nada vecina, os miré.
¡Qué hermosa estabáis! apoyada en la mesa donde unos frascos de medicinas se mezclaban con los restos de coronas funerarias, con la sien en el hueco de la mano, y el mentón, tan pálidamente sonrosado con un hoyuelo, inclinada hacia la abertura de vuestro vestido, en donde destacaban unos senos palpitantes; completamente sumida en la desesperación abandonada de vuestros cabellos despeinados. Desde luego, yo sabía desde hacía tiempo el encanto triunfal de vuestra simpatía y de vuestro resplandor. Mundana, yo os había visto en las fiestas, mostrando la desnudez de los brazos y de los hombros, iluminando de diamantes vuestra pelirroja melena. Unas veces también, por la noche, cerca del fuego, después del whist, os había admirado de cerca, en la elegante intimidad de vuestras batas, mientras vuestro marido, con los pies sobre el escaque, contaba alguna historia, con el rostro alegre de estar allí, cerca de él, como la cordial esposa y la franca compañera. ¡Esas buenas y largas veladas! y como, con amable malicia, vos os burlabais de mi rápida partida, antes de medianoche. «¿Sin duda iba a cenar con la Señorita Pervenche, o con la señorita Constance Chaput, de las Novedades Parisinas?» Y vos me brindabía una risa encantadora, donde reían los claros dientes. Pero, nunca, – ni en los bailes, ni en las familiares visitas vespertinas, – me habíais parecido tan hermosa como los estabais en ese momento, llorando y pálida de angustia, cerca de la cama donde dormía el querido difunto. Se hubiese dicho que en el dolor erais más adorable y más extrañamente tentadora, como una desnudez dentro de la gasa negra.
Me incliné hacia vos.
«¡Pobre, pobre amiga!», os dije.
Y, levantando la frente, me rodeasteis el cuello con los brazos. ¡Ah! los demás, todos aquellos que habían venido, todos lo que iban a venir, las personas que tendrían en los labios banales palabras de consuelo, os eran indiferentes. Yo, yo había amado a aquel que pronto se enterraría, yo había sido su amigo, casi su hermano; eso os aceleraba el llanto, cerca de mi corazón, con sollozos que hacían vibrar vuestro pecho sobre mi pecho; vos me contasteis, entre estertores, vuestros tormentos durante su enfermedad, y las palabras que él había proferido, su dolora agonía, sus intentos buscando donde aferrarse, y su alma yéndose, por desgracia. Que jamás os sería imposible olvidarlo. Que todo vuestro ser le había pertenecido de un modo absoluto, que le perteneceríais aún por completo, y lo que os parecería absurdo, sería no dormir al día siguiente en su tumba, como dormíais antes en su cama. Algunas veces os apartabais de mi para mirarlo, para mostrármelo sobre la pálida almohada, para hacerme notar lo tranquilo que estaba y que guapo era, y tan joven,: «¿No os parece que duerme, que va a despertarse, que nos va a hablar?» Luego, en el violento exceso de la desesperación, caísteis sobre mi, estrechándome las manos entre vuestras manos húmedas, rozándome con vuestra carne la mejilla, arrojándome en los cabellos vuestro cálido y jadeante aliento.
¡Oh, podemos ofrecernos el uno al otro este testimonio, señora! ya que, en vida de él, nunca hubo un solo culpable pensamiento de mi hacia vos, ni de vos hacia mi. Vos erais la perfecta esposa parisina, ocupada en sus tareas, de sus hijos y de sus fiestas; que no salía más que para dar limosnas en las buhardillas de los barrios pobres, o para probarse los vestidos en casa del ilustre costurero; erais irreprochable, sí; y el único ser que os alejaba un instante de las frivolidades mundanas, de los deberes caritativos, y de las maternales ternuras, era él, vuestro querido marido, querido como un amante, el marido adorado, para quién vos guardabais el paraíso de vuestro corazón y de vuestros labios, prohibido a cualquier otro. Del mismo modo que yo jamás había ofendido vuestra tierna virtud con un deseo, jamás vos habíais tratado de turbar la honesta dulzura de mi amistad con alguna coquetería; y no dábamos francos apretones de manos, como unos compañeros.
Pero allí, en la habitación fúnebre, cerca del difunto inerte, – aterida de dolor, enloquecida de la necesidad de un abrazo consolador, – vos me abrazasteis, me hablasteis cerca de la boca, y mientras vuestro senos desnudos se aplastaban contra los botones de mi traje, el ascendente olor de vuestra feminidad, activada en la desesperación, me entraba por las narices en todo mi ser, mientras que, lleno de debilidad a causa del amigo muerto, yo resistía mal la invasión de un infame deseo, vos, ¡oh, sollozante viuda!, vos me estrechabais con más fuerza, y el arrebato de vuestra dolorosa rabia me daba unos mordiscos en los cabellos que acababan en besos.
¿Qué pacto pues, antaño, al comienzo de la Vida, fue concluido entre los dos eternos reyes de la creación? ¡Ah! ¡monstruoso y delicioso himeneo de la cama y de la tumba! ¿Qué indestructible lazo une uno al otro, que os obliga a una espantosa fraternidad, a ti, el Amor, y a ti, la Muerte? Se atraen el uno al otro, aquel por quien todo existe, este por el que todo cesa. ¿No tenéis horror, tú, de ella, tú, de él? ¿Podéis juntaros, gozar en una espantosa floración de delicias, ella de rosas y él de asfódelos? ¿El olor que sale de los sepulcros despierta irresistiblemente la codicia del perfume que emana de las partos? ¡Ah! eso es verdad. El gesto de las cabezas de muerto invita a los apasionados rictus, los inmóviles labios aconsejan el estremecimiento del beso. La frialdad de los cadáveres ordena el cercano calor de los cuerpos mezclados. La nada quiere que se ame. ¡No, no es vano el cuento de la historia – exquisita y siniestra – de la matrona de Éfeso! Las lágrimas de las más fieles viudas quieren ser secadas por soplos apasionados; las más adorables cortinas de alcoba, aquellas por donde descienden los más acariciadores misterios y por donde sube el éxtasis de los más tiernos apasionados, ¡están hechos con mortajas rotas y melladas por la lenta mordedura sin dientes de la polilla y del gusano de tierra!
Sin embargo vos, señora, vos me abrazasteis sin descanso en vuestra irresistible desesperación; tan cerca de la siniestra cama, me llegaba, bajo la aspiración de mi deseo, la exhalación embriagadora de todo vuestro cuerpo ofrecido; ¡y vuestra boca tomó mi boca! llenándola de una fiebre húmeda que era como un licor de brasas; e íbamos a caer, a rodar, infernales y divinos, sobre las sabanas blancas cubiertas de flores.
Pero se produjo un ruido en la habitación contigua. Nos separamos muy rápido. Entraron unos visitantes con aire compadecido, condolientes, con banales palabras, y vos apenas les respondisteis, con la voz entrecortada, llorando, sincera viuda inconsolable...
Desde ese día, muchos días han pasado, y meses, y años. Consolada – pues se olvidan los más queridos exiliados – de la irreparable pérdida que a punto estuvo de llevaros a la tumba cerca de vuestro adorado esposo, volvisteis de nuevo a los deberes y a los placeres; ninguna parisina es más bella y más admirada que vos en las fiestas donde mostráis la desnudez de los brazos y los hombros; incluso, las personas que cuchichean en los rincones, afirman que no dejáis de experimentar una muy intensa ternura hacia el Sr. de Puyroche; que habéis dejado de ignorar el camino al apartamento de soltero que éste ha amueblado expresamente para vos con exquisitos muebles y raras telas. En fin, que vos sois la más sonriente y la más feliz de las mundanas. En cuanto a mi, sigo siendo vuestro amigo, como lo era antes de la muerte de aquel al que lloramos con amable familiaridad, muy cordial y muy sencilla. Cuando voy a partir, vuestra mano nunca se demora en la mía, nunca mi mano piensa en retener la vuestra. Ningún pensamiento, ni en vos ni en mi, de un retorno hacia aquella extraña hora, y, sin embargo, – indiferente hacia mí y enamorada de otro, – vos sabéis bien, señora, sí, vos sabéis bien que un día (sin traicionar completamente, por desgracia, al querido difunto) ¡os entregasteis y fuisteis poseída más apasionadamente que en ningún otro abrazo a causa de la Muerte!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes